Oulipo es un grupo de experimentación literaria que se creó en Francia en 1960 con el objetivo de probar formas, estructuras y métodos para que, como una caja de herramientas, pudieran ser luego usados por los escritores. Sus fundadores fueron el escritor Raymond Queneau y el matemático François Le Lionnais. La selección de sus miembros es rigurosa; en toda su historia admitió sólo a 40 escritores, entre ellos George Perec e Italo Calvino. Por eso, cuando en 2014, invitaron al escritor argentino Eduardo Berti la noticia apareció en la tapa de todos los diarios.
Berti tiene una obra difícil de clasificar: desde un libro sobre Spinetta (Spinetta. Crónica e iluminaciones) hasta El país imaginado, una novela situada en China antes de Mao, por la que obtuvo el premio Emecé, pasando por el libro de aforismos Los pequeños espejos o la reescritura del cuento "Wakefield", de Hawthorne, visto desde la mujer del autor.
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Desde hace 20 años vive a saltos entre Europa y Argentina; actualmente vive en Francia. La semana pasada visitó Buenos Aires para participar del festival de literatura Filba Internacional, y el lunes, como última actividad antes de subirse al avión, participó en el ciclo Pre-Textos de la Asociación Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes, en donde Mariana Sández le hizo una extensa e interesantísima entrevista pública. Allí habló de sus libros, pero en especial de su novela más reciente Un padre extranjero (Tusquets) en la que, a través de un relato íntimo y exquisito, enhebra la biografía de Joseph Conrad y la de su propio padre.
"Esta novela", explicó Sández al comienzo, "concentra los temas que asomaban ya en las anteriores: la identidad, la herencia familiar, social y nacional, el destierro físico y el simbólico, la paternidad, la relectura del pasado, la literatura".
Sobre estos temas hablaron durante una hora y media y habrían merecido seguir por otra hora y media más. Publicamos aquí algunas de las frases de Eduardo Berti:
"Me impactó Conrad visto por Jessie, su mujer. Ella cuenta que cuando Conrad se enfermaba o le subía la fiebre se ponía a hablar en polaco. Ahí aparece la extranjeridad elevada a la enésima potencia. Me impactó esa imagen y me puse a escribir algo en torno a eso. Y en un momento me hice la pregunta casi molesta: '¿Por qué estoy escribiendo esto?' La respuesta era muy obvia. Mi padre era rumano y cada tanto, por ejemplo cuando hacía cuentas, hablaba en ese idioma extrañísimo que ni mi madre entendía".
"Como a las personas que se les amputa un miembro, mi padre tenía una lengua fantasma: se había amputado un idioma. La primera vez que lo escuché hablando en rumano —salvo las cuentitas y algunas palabras sueltas— yo tenía 23 años. ¡Para mí fue como ver a John Wayne hablando en inglés!".
"Lamentablemente hoy, cuando hablás con un editor de la novela que estás escribiendo, lo primero que te preguntan—no todos—es de qué va, cuál es el tema. Por supuesto que es importante, pero ahí no termina lo singular del libro. Tal vez para un lector más hedonista o más simple, el resto sean cuestiones técnicas; yo no estoy de acuerdo. El punto de vista, la estructura, la distancia, todo eso que dicho así es horrible y es técnico, el lector lo siente y lo siente enormemente."
"De algunas cosas sé más de Conrad que de mi padre", dice Eduardo Berti hablando de su novela Un padre extranjero.
— Grandes Libros (@GrandesLibrosOK) October 3, 2016
"Uno de los desafíos que tengo al empezar una novela es escribir algo que no sepa escribir de antemano. Que la novela sea distinta, al menos en los problemas formales, a las anteriores. Tal vez mi bastón, sin darme cuenta, sean los temas que vuelven. Pero busco que los problemas formales o sensibles sean distintos".
"El país imaginado es como una novela antípoda. Busqué todo lo contrario a mí: otra época, otra cultura, otro sexo, otra edad. Empecé a escribir ese libro a los 41 años y la narradora tiene 14. Y sin embargo puse muchísimo de mí. Siempre hay material autobiográfico, porque uno escribe desde la experiencia. Inventamos desde lo que somos. Pero aquí puse muchísimo de mí. Tal vez porque era una antípoda me animé a ponerlo".
"[En El país imaginado] trabajé con una amiga china. Yo se la leía y le pedía que me dijera si desafinaba el verosímil. Me acuerdo de una frase, sobre todo: 'se vino abajo como un castillo de naipes'. Ella me paró: 'En China no hay castillos', me dijo, 'hay palacios'. Me pareció una oportunidad genial. Agarré todos esos automatismos del lenguaje, esos lugares comunes y los achiné. 'Se vino abajo como un palacio de naipes'. Son tonterías que el lector no ve pero que construyen el verosímil. Es un lugar común reconstruido. Eso es la novela: habla de ese gran lugar común que es el amor".