Cada vez que cierro los ojos —en medio de una clase, en una sala de espera, al fondo de un taxi— veo siempre la misma imagen: un zorro arrinconado en su madriguera.
Cuando trato de explicar lo que siente un personaje, de buscar una metáfora para redondear un poema, de explicar los últimos movimientos de la política nacional, una y otra vez vuelvo a ese zorro escondido que escucha los pasos de los cazadores que lo cercan. Ese animal atrapado se abraza a su miedo porque es lo único que tiene, que lo mantiene vivo, que lo conoce y lo protege.
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Soy esa presa a punto de ser atrapada que con sus patas heridas cava en el suelo y busca un lugar más oscuro. Sin razón alguna, tengo miedo a los perros, a las aduanas, a las fronteras, a las redadas policiales. Pienso que me van a encontrar culpable de algo, no importa de qué. Imagino que, con una mano apoyada en mi hombro, un carabinero me va a decir: "Ya, se acabó el hueveo, ya te dejé libre demasiado rato, volvamos tranquilitos a la cárcel". A la hora de las noticias siempre compadezco al delincuente arrestado y esposado que baja el mentón para que la prensa no enfoque su cara entrando al furgón policial. A esta altura no sé si soy de izquierda o de derecha, pero sí sé que seré humillado y perseguido, no por piedad, no por principios (que, como buen fugitivo, no tengo). Sigo siendo ese inmigrante, un pobre diablo, un delincuente que sólo tiene piernas para correr y dedos para cavar su escondite.
La imagen no ofrece nada gratuito ni misterioso. Cuando tenía tres años una brigada de militares y civiles entraron a mi casa a buscar a mi madre. Ante las metralletas, los empujones y los gritos, yo no encontré nada mejor que abrazar a mi hermano menor y caer al suelo como si me hubiesen disparado. Me quedé como muerto en el suelo hasta que la brigada se llevó a mi madre, que no pudo despedirse de mí porque yo estaba demasiado concentrado en actuar como si fuera un niño muerto. No respondí ni a sus besos ni a sus lágrimas. Imagen esta, la del soldado que se hace el muerto para no morir, me doy cuenta ahora, repito una y otra vez en mis textos, como si volviera a aconsejarme a mí mismo volver al escondite.
Si escribo es por que me mataron esa vez, a los tres años. Me mataron y no me morí. Me mataron y supe que salvajemente quería vivir a cualquier costo. Eso aprendí a los tres años: hay que morir a tiempo para vivir más. Vivir, incluso, cuando la vida no cumple con ninguna de sus promesas, cuando estafa y tortura y mata. Y no digo vivir por heroísmo, sino por egoísmo, como el niño que de pronto sabe que prefiere quedarse solo, muerto de miedo, que arriesgarse. Soy, fui y no dejaré de ser el que prefiere salvarse antes de ser feliz.
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Una manada de perros, un grupo de aristócratas a caballo, cuernos de caza, mil años de historias, cientos de canciones y de pinturas, no han podido con un zorro dispuesto a vivir. Los cazadores no admiran tu desesperación sino tu instinto, carente de cualquier truco, libre de cualquier máscara: el instinto en estado puro, la astucia del zorro.
Los militares se llevaron a mi madre. Me la devolvieron al otro día. Después se llevaron la cama y la pieza, y luego el país. A los cuatro años de edad –no quiero llorar miserias aquí: en tantas otras cosas después fui compensado con creces– no tenía casa, lengua ni certezas, pero sabía antes que nada era seguro. Sentía que eso me hacía superior a mis compañeros de curso. Ellos creían, ellos esperaban; yo corría, yo sabía que ellos también terminarían por correr, pero también sabía que les llevaba muchos metros de ventaja. Jugaba a aprender mis lecciones de ortografía y gramática, admitía ser un pésimo alumno, pero la lección esencial, la definitiva, ya la había recibido. Todo cambiaría de ahí en adelante: las matemáticas, las leyes, la idea de lo que es o no es escribir bien. Sólo el cambio perpetuo y terrible nunca se detendría.
No me hice escritor por amor a los libros, menos a la literatura. Me hice escritor porque supe presentir que sólo bajo ese nombre podía ganar dinero y tener mujeres a mis pies. No me hice escritor para escribir, sino para vestirme y hablar y sonreír y tomar aviones como los escritores de verdad. Pero esa frivolidad inconfesable tiene un lado profundo: me hice escritor para vivir de la única manera posible, explotando el enorme yacimiento de instinto viscoso y líquido que los militares descubrieron en mí. La literatura no es más que una refinería de instinto. Su historia la de ese combate para retornar con palabras al instinto primordial. Montaigne o Proust, Baudelaire o Shakespeare, avanzaron en la conquista del continente más viejo del mundo, formado por pantanos donde descubres, como Charlton Heston en el planeta de los simios, que has viajado por tu propio país arrasado, no sabes cuándo ni cómo, por ti mismo.
El instinto me enseñó todo lo que sé, pero no me ahorró ninguna esclavitud, ninguna crueldad. Supe por negación antes que por afirmación, por escalofrío antes que por teoría, que el instinto no está con uno u otro sistema, sino que se opone a cualquier cálculo que niegue la verdad básica que somos: ese zorro que arranca y esos soldados que juegan a morir para que no los maten. El instinto me enseñó toda suerte de escapes, pero al mismo tiempo le mostró a los cazadores mi rastro en el barro. Me dejó una nueva seguridad que exhibo con los ojos abiertos, pero al cerrar los ojos vuelvo a la madriguera donde no tengo nada ni nadie.
De las alternativas de la caza, de eso hablan estos textos. Todo lo que aprendí huyendo, todas las certezas que me dejó la incerteza mayor, aquí están. Eso soy cuando hablo solo. Eso cantaba en el patio ante la risa general de mis compañeros de curso. Eso es lo que puedo enseñar en esa cátedra en que nadie se siente porque no hay tiempo, porque ese es nuestro tiempo, el tiempo que no hay, el que con nosotros, el que como nosotros, se escapa. Notas, aforismo, formulas, sermones, cuentos y versos, no los une el género ni el tono, sino un niño de diecisiete años que arrienda una habitación en la casa de su familia, con una foto de César Vallejo recortada de un diario y la claraboya que da a un descampado pardo donde se descomponen máquinas herrumbrosas. En esa pieza y su desplazamiento hacia otras piezas, hacia otros departamentos donde estuve cada vez menos solo, pero en que volví una y otra vez a agacharme, a pegar mis rodillas a mi pecho, a susurrar, a escribir, como una forma de seguir hablando sin que escuchen los cazadores.
Habló aquí de mi huida y de mi refugio. Esta no es una novela pero cuenta una historia. Van estos textos de la soledad total a la parcial. Del miedo a la confianza. De la oscuridad a la penumbra. Algo aprendí, algo sé ahora. Eso que me costó tantos años confesar pero que ahora confieso: No quiero estar solo, no puedo estarlo.
Cuando los militares entraron a mi casa, no me salvaron mis ojos cerrados, mi perfecta actuación de muerto, sino mi hermano que abracé. Mi hermano por quien supe que hacer y como. Con el bajó mis pecho pruebo una vez más la muerte. Dejo que la muerte me pruebe a mí. Y vuelvo a tener nueve años y a no querer cumplir diez porque cada año me acerca más a la muerte. Vuelvo a escribir por primera vez un poema imitando la única poesía que conozco, las canciones de Jacques Brel y Leo Ferré y, más tarde, las de Charly García. Vuelvo a intentar a ciegas versos sobre un hombre que salta de una roca muy alta hacia el mar. El mar, que realmente me da lo mismo, del que los poetas dicen tantas cosas supuestamente esenciales. Vuelvo a sentirme torpe y al mismo tiempo poderoso, dueño de las palabras que fallan y huyen, que riman cuando no tienen que rimar y no riman cuando las necesito rimadas, pero que se doblan sobre mi pecho como experiencias inevitables que no sé nombrar de otra forma que con la palabra rodilla.
En estos textos soy apenas algo más que un clavadista que da piruetas en el vacío, un pescador que salta desde la piedra feliz hacía le espuma esmeralda y se hunde unos minutos y toma uno o dos peces con la mano, y luego es velozmente expulsado hacia la superficie. Algo ve en la profundidad, una imagen o dos que no quiere olvidar, pero que se borran cuando flota entre las olas.
La imagen del clavadista ha ido reemplazando detrás de mis párpados —es todo un síntoma— a la del zorro en la madriguera. Quizás mi vida sólo sea ese viaje al fondo del mar, quizás de eso hablo en este libro: la historia de una presa de caza que súbitamente, quién sabe cómo y por qué, se hizo pescador.
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