Pese a la existencia registrada de dos episodios anteriores igualmente trágicos y a la advertencia de los científicos respecto de la sospechosa reactivación del volcán Nevado del Ruiz, la ignorancia, la tozudez y el autoritarismo fueron más que la amenaza que se cernía sobre Armero, una localidad montañosa a menos de doscientos kilómetros de Bogotá.
Las crónicas de 1595 ya hablaban de una erupción y bloques de hielo bajando por el río Magdalena. Muy lejanas, sin embargo, como para ser tenidas en cuenta. Pero en 1845, con registros más confiables, otra erupción del mismo volcán borró del mapa a un pueblo localizado en el mismo sitio en que 140 años más tarde los habitantes de Armero vieron bajar los lahares que volvieron a sacarlo de la faz de la tierra. Un lahar, supieron luego los pocos sobrevivientes, es un flujo violento y veloz de lodo, tierra y escombro resultado de la actividad volcánica.
El Nevado del Ruiz llevaba sesenta y nueve años inactivo. A fines de 1984 los vulcanólogos colombianos comenzaron a vislumbrar fumarolas, deposición de azufre y otros indicios del despertar del cráter. En septiembre de 1985 ya era indisimulable y las sucesivas pequeñas erupciones comenzaron a sugerir evacuaciones, en una región que incluía a los pobladores de Armero, 45 kilómetros abajo del volcán. Los mapas de riesgo elaborados para la ocasión no solo eran equívocos y pobres, sino víctimas de la extorsión: los comerciantes y hacendados locales, temerosos de perder dinero en la recesión derivada de un eventual éxodo, literalmente obligaron a las autoridades a mantenerlo bajo siete llaves. La acción volcánica se avecinaba y todas las condiciones estaban dadas para que se convirtiera en desastre.
La madrugada del 13 de noviembre de 1985 se inició con una columna de ceniza sobre la boca del Nevado del Ruiz. El Servicio Geológico colombiano recibió la información de Defensa Civil y ordenó una evacuación. Pero como entre las cinco y las siete de la mañana la ceniza dejó de caer las autoridades locales instruyeron a la población a que volviera a sus casa en calma. El suicidio colectivo acababa de decretarse. A las nueve de la mañana el volcán vomitó fuego, literalmente. Treinta y cinco millones de toneladas de material, excesivamente rico en azufre, explicaron el nivel tres, propio de una erupción violenta, que se le otorgó al episodio. El resto lo hizo esa combinación de naturaleza y sociedad, muchas veces anómala.
El calor derritió los glaciares de la montaña. Los lahares bajaron a más de sesenta kilómetros por hora multiplicando por cuatro el caudal de los ríos que nacían en la cima del volcán. Once y media de la mañana es la hora en que el vendaval entró y sepultó Armero. Más de veinte mil de sus 27 mil habitantes murieron casi en el acto. La moderna y ajustada definición de desastre natural entraba en vigencia: se trata de un proceso detonado por un acontecimiento de la naturaleza cuya magnitud está determinada por la vulnerabilidad de la sociedad sobre la que impacta. Armero se había levantado por tercera vez en el lugar exacto por el que pasaría el lahar en caso de erupción. Mayor vulnerabilidad, imposible.
Cicatrices es una sección del programa Ambiente y Medio que se emite todos los sábados a las 16 por la Televisión Pública Argentina
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