Pese a que habían pasado apenas 25 años de Chernobyl, para la industria nuclear habían transcurrido siglos: aquel accidente era parte del ocaso y el atraso soviéticos. En el capitalismo triunfante no podría ocurrir semejante aberración atómica. Un terremoto de escala 9 y su posterior tsunami con olas de 38 metros hicieron del 11 de marzo de 2011 el día en que la potencia tecnológica más potente del planeta más se pareció a un país del tercer mundo. Una serie de explosiones, la triple fusión del núcleo de tres reactores y la fuga de material radiactivo convirtieron al mayor complejo atómico del mundo en la sede del segundo accidente más grave de la historia. Fukushima, tan grave como Chernobyl.
El Japón futurista nadaba en la desesperación y el caos mientras se sucedía la catástrofe. Se contaron veinte mil muertos y un número aún desconocido de afectados. Dos años y medio después del desastre, un cable de Europa Press indicaba que "cada día aparece una nueva víctima".
La zona que otrora ocupaba el símbolo de la avanzada tecnológica quedó para siempre cercada: 45.000 personas jamás podrán volver al espacio delimitado a diez kilómetros alrededor de lo que era la central atómica. La fuga radiactiva fue impensada. Una grieta en la estructura llevó la contaminación al mar, que hasta entonces refrigeraba los reactores. Los niveles de yodo en las aguas del mar de Japón llegaron a ser siete millones y medio de veces más alta que lo permitido. Todavía, los peces de Fukushima no se integran al mercado japonés. Hasta en San Francisco, del otro lado del Pacífico, se observaban cuatro años después valores de radiación elevados.
Pasada la conmoción aparecieron las conclusiones: el violento terremoto no alcanzaba para explicar la magnitud del desastre. La seguridad y la prevención habían fallado. "Cuando los negocios pesan más que el bien público, la seguridad escasea", dijo un experto que analizó lo ocurrido en Fukushima.
Quien había sido responsable de descontaminar Chernobyl tras la explosión de 1986 acusó al organismo internacional de energía atómica de ser "demasiado cercano" a los intereses de la industria nuclear. Como Chernobyl 25 años antes, Fukushima despertó nuevamente la resistencia contra la energía nuclear de parte de una sociedad mundial que no entiende el costo-beneficio medido en cientos de miles de muertes. Así, el desastre japonés obligó a desmantelar el plan nuclear en Alemania y España, y guió en Italia el segundo plebiscito que en tres décadas rechazó abrumadoramente el uso de la energía atómica.
Fukushima condujo a volver a pensar si semejantes costos justifican un modo de hacer energía caro y riesgoso. Los fanáticos, con alta dosis de cinismo, insisten en que hay pocos accidentes nucleares. El Massachussets Institute of Technology –MIT–, insospechado de ser antinuclear, estimó que estadísticamente la tendencia es a un accidente grave cada veinte años.
La incertidumbre es: ¿Vale la pena?
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