La Argentina debería ser un país desarrollado, pero no lo es. ¿Por qué? Porque tres corporaciones se la fuman en pipa.
Hablo de los empresarios prebendarios que le venden a la gente, a precio de oro, lo que afuera se consigue por monedas. Hablo de los que ruegan por más obra pública porque al parecer en la Argentina, sin el dinero de los contribuyentes, no se construye ni un nicho de cementerio. Hablo de los sindicatos, que dicen defender los derechos de los trabajadores y que se comportan como "empresas"; digo empresas entre comillas, porque los sindicalistas, aunque ganan sumas incalculables, no invierten un peso de sus bolsillos y no asumen el menor riesgo. Y hablo, en fin, de los políticos, que con el canto —o para estar a tono con el pasado reciente, con el relato— de la "mejora distributiva", le sustraen a cada trabajador, a través de los impuestos, el equivalente a la mitad de un año de trabajo. La Argentina no vive con estas corporaciones: vive para ellas. Por eso no es un país desarrollado.
No es un secreto. Empresarios amanuenses que luego de doce años de hacer negocios con y gracias al kirchnerismo, como los vinculados a la obra pública, o representantes de los sectores industriales más proteccionistas, reconocieron públicamente ante la prensa su esencia corrupta y extorsionadora, aunque más tarde, ante la Justicia, hayan relativizado sus dichos.
El sistema no es sólo inviable económicamente, sino también homicida. Nuestros sindicalistas constituyen verdaderas monarquías hereditarias: son reelegidos en sus cargos de manera permanente y reemplazados por sus propios hijos sólo una vez que mueren o renuncian. Algunos de ellos han terminado presos por integrar asociaciones ilícitas: fue el caso de Juan José Zanola, del gremio bancario, o José Pedraza, ex líder de la Unión Ferroviaria, preso todavía por haber sido partícipe necesario del asesinato del militante del Partido Obrero Mariano Ferreyra.
La función de los políticos se ha desnaturalizado por completo. De tener que trabajar sólo para brindar los bienes públicos básicos necesarios como justicia, seguridad, diplomacia, salud y educación básicas, se han transformado en una verdadera corporación. Como toda corporación, primero se defiende a sí misma con uñas y dientes; este reflejo corporativo es especialmente notorio (y obsceno) cuando se trata de tapar sus propios escándalos de corrupción. Recién después, para beneficio de la tribuna, simulan pelearse por el voto de la gente. Son, por regla general, corruptos y tranzas como los peores elementos de la sociedad.
Estábamos entre los diez países con mayor ingreso per cápita hace cien años. Fuimos el granero del mundo. Recibíamos corrientes migratorias de toda Europa. Supimos ser el faro cultural de América Latina. Aquí se imprimían los libros importantes de habla hispana para todo el mundo. Fuimos el primer país de América Latina en lograr la alfabetización, el subte. De los primeros de la región en tener el ferrocarril esparcido por toda la geografía de nuestro país.
Hoy nuestro ingreso per cápita languidece en la mitad inferior de la tabla. Apenas terminada la Segunda Guerra Mundial se decía que podíamos ser Australia. Hoy Australia tiene un ingreso per cápita casi cinco veces superior al nuestro. A mediados de los '90 competíamos con Brasil por el liderazgo de América del Sur. Hoy Brasil se sienta como invitado a las reuniones del poderoso G-7 mientras Argentina lucha por no perder su posición de preeminencia respecto de Colombia, Perú, Ecuador o Bolivia. Chile ya tiene un ingreso per cápita superior la nuestro, cuando en 1945 lo duplicábamos.
¿Qué es nos pasó para que sufriéramos esta auténtica implosión económica?
Ésta es una sociedad que hace unos cien años (por lo menos desde fines de la Primera Guerra Mundial) comenzó a alejarse de los ideales de la auténtica libertad política, el republicanismo, el respeto a las instituciones, el libre comercio como principio rector de la asignación de recursos, el capitalismo de la libre competencia como forma de acumulación de la riqueza y la excelencia educativa como eje rector de la meritocracia social.
Cuando nos alejarnos de estos valores la Argentina quedó presa de un empresariado prebendario y una clase política y un sindicalismo corruptos que le hacen de socios. El empresariado prebendario se enriquece sin esfuerzo competitivo y luego reparte entre los tres los frutos de sus ganancias espurias.
Sin competencia con el mundo, gracias a esa estafa llamada sustitución de importaciones o "vivir con lo nuestro", la élite empresaria nos impone los precios que se le antojan. La eficiencia económica no puede importarle menos. Menos aún le importan las consecuencias que esto tiene sobre los niveles de pobreza y la inequidad con la que se distribuye el ingreso. Es cierto que la eficiencia económica no tiene nada que ver con el modo en que se distribuye el ingreso (aunque sí está relacionada inversamente con la pobreza), pero es probable que cuanto más se deba competir para ganar dinero y prosperar, más verdadera conciencia social se tenga. De hecho, los números muestran que cuanto más competitivos y eficientes son los países, mejor es su distribución del ingreso.
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El mecanismo que impera en la Argentina es perverso. Al no haber conexión alguna entre el ideal de la eficiencia económica y los precios de los bienes y servicios (los precios son carísimos y los bienes y servicios, pésimos), a la elite empresaria no le molesta pagar una presión impositiva salvaje como ofrenda a los políticos y salarios alejados de la productividad del trabajo para que los sindicatos no los martiricen con paros, boicots o cortes de calles.
Cuando vemos al sector agropecuario y a las PYMES quejarse por las migajas que reciben por lo que producen cuando al mismo tiempo en la góndola del supermercado o el mostrador del comercio el consumidor paga fortunas, es esto. Impuestos indirectos, costos laborales, regulaciones y costos de intermediación que engordan los precios para financiar una ineficiencia monstruosa y el enriquecimiento (muchas veces ilícito) de ciertos empresarios, políticos y sindicalistas que, más que defensores de los derechos del trabajador, son verdaderos señores feudales que tienen programas de radio, televisión, diarios (Víctor Santa María del SUTERH) y se dedican con gran impacto a manejar clubes de fútbol (Luis Barrionuevo, del gremio gastronómico, en Chacarita Juniors) y hasta tener aspiraciones de presidir la AFA (Hugo Moyano de Camioneros).
Tampoco la clase política tiene incentivo alguno para ser responsable con el nivel en el que coloca el gasto público. Total, cuando los impuestos para financiarlo o los salarios en dólares se vuelven impagables o las reservas del Banco Central se agotan o la deuda se torna impagable, se devalúa y chau. Si esto empobrece a la gente, raudos aparecen los empresarios prebendarios, los políticos y los sindicatos con un buen relato de conspiradores, poderes concentrados, buitres que nos quieren hundir.
Después de todo, ya se sabe que somos una amenaza para los poderosos del mundo. Y listo: a empezar de nuevo el juego de suba del gasto público, de los salarios y de los precios. Hasta que otra vez no de para más.
¿Educar a la gente en la insostenibilidad a largo plazo del esquema? Jamás. Todo lo contrario. Hay que perseverar en el expolio, vía retenciones y prohibiciones para exportar, a nuestras industrias más productivas, como el campo, el petróleo y el turismo.
A esos sectores se los llama con desprecio "rentistas", cuando en realidad un grano de maíz, una gota de combustible o un turista que gasta su dinero en nuestro país requieren de inversiones formidables en maquinaria y equipo, investigación y desarrollo, tecnología, infraestructura, capacitación de personal, muy superiores a las que realizan los sectores protegidos con sus super-rentas derivadas del proteccionismo y de los contratos de obra pública a precios, en general, por encima del mercado.
"En la Argentina hay hambre, no porque falten alimentos, como pasa en otros países, sino porque sobra inmoralidad". Esta frase del ex presidente Raúl Alfonsín tiene mucho de cierto, pero no en el sentido en que la mayoría la interpreta y en el que probablemente el mismo Alfonsín la expresó. La inmoralidad que causa el hambre no proviene de los empresarios libres de la sociedad que junto a los trabajadores, unidos por el empeño de mejorar su bienestar y el de sus familias, día a día se rompen el lomo para producir bienes y servicios. La inmoralidad que produce hambre en la Argentina es la inmoralidad de los políticos, los empresarios prebendarios que transan con ellos y los sindicalistas corruptos.
Este artículo es una versión condensada de la introducción del libro "La Argentina devastada", de José Luis Espert (Galerna)