(Video realizado por Florencia Marina Romero y Pablo Gómez Samela)
Leandro Gil perdió sus brazos a los 22 años en un accidente en el subterráneo. Ese hecho lo marcó para toda la vida. Pero lejos de abandonarse, se levantó de sus propias cenizas y se prometió luchar para alcanzar sus sueños y objetivos.
Hoy tiene 30 años, es papá de Lis (6) y es un periodista que está a punto de publicar su primer libro "Vías de la herida", si es que consigue los fondos suficientes. Para ello, busca de donaciones particulares, las cuales ya superaron la mitad del financiamiento que necesita.
En su libro relata en primera persona cómo vivió el accidente y luego cómo se recompuso para luchar por la vida. Su vida, en una historia cargada de emoción y sentimientos a flor de piel.
Así comienza Leandro sus primeras líneas:
"¡No me dejes así, así no!" Eso fue lo primero que salió de mi boca y lo que leí después de la implosión. Las palabras fueron dirigidas a un destinatario intangible, la visión en cambio, era real. Cuando miré adelante, la máquina todavía seguía pasando sobre mi humanidad sin interrumpir su marcha, pero por algún motivo ya no me arrastraba, no me tocaba.
Los recuerdos de la vida que había protagonizado hasta ese momento parecían lejanos, como si se trataran de una historia que hacía mucho tiempo me habían contado y hoy me costaba enlazar. Aunque en realidad lo pasado no importaba mucho, acababa de entender dónde estaba, y mi desesperación iba en aumento. Tenía que salir de ahí.
Quise incorporarme, había terminado acostado entre las vías boca abajo. Apoyé mis manos en la especie de carbón que recubría aquel suelo e hice fuerza para levantarme, pero en realidad ellas nunca se movieron. El hormigueo en mi cuerpo no me permitía concentrarme, y fue entonces que quise tocarme la cara, sacudirme. Sentía que mis dedos recorrían mis mejillas, los sentía, pero en realidad ellos tampoco se movieron, nunca aparecieron frente a mis ojos. Así mismo pasaba con el resto del cuerpo, me respondía, pero era sólo eso, una sensación.
En ese momento pensé que había muerto y miraba desde otro sitio como pasaba en las películas, y fue entonces que un escalofrío me recorrió cada centímetro y mi pie derecho movió algo ajeno a mí, y ahí entendí todo. No estaba muerto ni nada por el estilo, algo pasaba con mis brazos. Bajé la mirada hasta mi mano derecha y noté que estaba más abajo de lo normal y bañada en sangre, el motivo era una incógnita gracias a que la manga de mi campera se rehusaba a dejarme ver mi nueva realidad.
No quise preocuparme por eso, la prioridad era salir de ese lugar antes de que la maquina se pusiera de nuevo en marcha. No sabía si alguien estaba enterado de mi presencia ahí, quizás sólo habían frenado para subir y bajar pasajeros, no podía perder más tiempo. Con la poca lucidez que tenía pensé que si salía para el andén vecino, podía venir el otro subte de frente y no iba a tener ni la velocidad ni la fuerza para correrme a tiempo.
Entonces miré a la pared que tenía más cerca, bajo el voladizo (que es lo que desde arriba vemos como línea amarilla) pasan cables de todos los tamaños. Si era peligroso no lo sabía, pero por lo menos era algo que estaba estático y no proponía sorpresas indeseadas.
Comencé a moverme hacia el espacio libre que había entre las ruedas que tenía más cerca, arrastraba mi cuerpo como si saliera de una trinchera para escapar de una guerra interna, y llegué a la vía. Tenía que cruzarla por más que ardiera debido a la fricción del metal. Tomé con mi boca la manga derecha de mi campera, que contenía lo que hasta minutos antes era mi brazo, y la pasé del otro lado.
Hice lo mismo con el otro, y posteriormente pasé yo. Después de eso me recosté boca arriba, con los cables a un lado y las ruedas enormes al otro. En mi pecho acomodé las mangas vacías pero llenas de carne, y más arriba el hormigón de la línea amarilla me tapó la luz del andén.
Lo había logrado, había salido solo de ahí abajo. El problema era si el subte arrancaba. Como pude, tomé fuerzas y grité. Grité. Grité incontables veces, o intenté hacerlo, el sonido era tan débil que ni siquiera yo lo escuchaba. Por unos segundos no seguí insistiendo, era inútil, la mezcla de miedo y nervios me robaba la voz. Respiré profundo, concentré la energía y mi garganta explotó en un pedido de ayuda: "No prendan nada, acá estoy. Todavía estoy". Y un hombre contestó: "Quedate tranquilo que ahora vamos".
Los segundos y minutos se convirtieron en algo incalculable. Mis párpados se cerraban, se abrían y se volvían a cerrar. Todo parecía un sueño, una película, las imágenes se me antojaban difusas, incomprensibles, y mis ojos querían descansar. En uno de esos momentos de confusión sentí una luz golpeando mis parpados.
La voz de un bombero me preguntó cómo me llamaba y cómo me sentía. Entre suspiros esbocé mi nombre y le contesté que me sentía bien, aunque algo había pasado con mis brazos. El hombre volvió a repetir las preguntas aunque yo estaba seguro que mi respuesta se había oído, pero igual respondí de nuevo y entendí lo que querían saber cuando le dijo a sus compañeros que estaba lúcido "todavía".
No puedo decir con exactitud cuántos bomberos se deslizaron con absoluta facilidad por esos lugares que a mí tanto me habían costado recorrer. Llegaron y me volvieron a preguntar el nombre y cómo me sentía. Posteriormente me pusieron un cuello ortopédico y me recostaron sobre una camilla de madera. Una vez que estuve bien sujeto, me pasaron por última vez por debajo de la maquinaria para salir a ese andén vacío que yo no había querido enfrentar. Ahí paramos unos minutos esperando algo que desconocía.
Sentía una sensación en exceso extraña. Mi cuerpo se dormía, me costaba mantenerme despierto, y tenía mucha sed, nunca había sentido tanta sed. De haber sabido que esa necesidad imperiosa de tomar líquido era porque me estaba desangrando, seguramente me hubiera asustado.
El desconocerlo me permitió hacer una de las cosas más ridículas que hice en mi vida… llamé al bombero que estaba conmigo, lo miré lo más fijo que pude, y le pedí que me hiciera un favor. Él contestó que si, que no había problema, seguramente esperando algo importante, estilo última voluntad o algo así.
Sin quitar la vista perdida de su figura le dije textualmente: "Tengo la billetera en el bolsillo, ¿no me comprás una Sprite? Tengo mucha sed". Obviamente su respuesta fue negativa, no podía tomar nada porque tenía que ir al hospital. En ese mismo instante volvieron los otros bomberos, pero en esta oportunidad para salvarme del papelón. Levantaron la camilla y se dirigieron a la escalera, mientras la voz de Metrovías le informaba a los usuarios que la línea E estaba interrumpida por un accidente.
El paso acelerado por la escalera generaba que mi cuerpo se sacudiera, y fue entonces que un rayo de sol me golpeó hasta dejarme momentáneamente ciego. Ya no había oscuridad, era una mañana extremadamente hermosa. El aire cálido del amanecer del 16 de Febrero del 2008 lejos estaba de representar una noche tan oscura como la que había perecido.
Una extraña sensación de calma me desbordaba, no tenía miedo ni sentía dolor físico alguno, aunque las luces de la ambulancia intentaban recordarme que algo había cambiado. Yo había mutado, minutos antes, lo que conocía como mi existencia había llegado a su fin para dar lugar a algo que desconocía y jamás había imaginado. Pero… ¿Qué?
Sumatoria de diagnósticos
Esa es la introducción de su primer libro, que tiene un hilo narrativo autobiográfico pero es concebido para relatar su visión en torno a distintos ejes sociales.
"Hoy tengo 30 años, en ese momento tenía 22. Quizás contar en estas líneas mi vida previa al subte carece de sentido, pero debo admitir que todo lo acontecido después da cuenta de un cúmulo de situaciones que influyen en la rutina de una persona en mi situación, para bien o para mal. Ya no importa el accidente en sí ni lo que lo motivó, importan sus consecuencias: ese día adquirí una "discapacidad", para muchos -incluso para mi en un primer momento- dejé de ser Leandro para convertirme en una sumatoria de diagnósticos", explicó Leandro a Infobae.
Y darse cuenta de esa discapacidad lo predispuso a luchar contra los prejuicios y dificultades propias de perder ambos miembros superiores: "Cuando me desperté del coma confirmé la pérdida de mis brazos. Los primeros días fueron muy difíciles, estuve un mes internado. Dos días después de salir del hospital diseñé un brazalete para poder comer solo, quería ser independiente en ciertas actividades básicas. El mismo dispositivo me sirvió para poder usar la computadora y seguir estudiando y trabajando. Lo primero fue sencillo, comencé mis estudios de periodismo en TEA y me recibí, conseguir trabajo fue más difícil".
"En ese momento me topé por primera vez con una barrera social erguida en base a prejuicios: una persona con discapacidad no podía trabajar. A esa lista de "impedimientos" impuestos se le sumaron otros términos, de repente ya no podía hacer nada. El día a día me fue mostrando que no era así, que mucho dependía de la voluntad propia y ajena, y ese proceso se trasladó a todo ámbito de mi vida, sobretodo el laboral. Cada producción periodística que generé desde entonces intentó disminuir humildemente la distancia que nos separa de la inclusión plena", explicó el joven que participó del Premio Bienal de ALPI en su última edición.
"Empecé a escribir en Kiné, y obtuve un reconocimiento por dos notas publicadas en ese medio", lo que significó su desembarco como colaborador en el diario La Nación donde también publica notas sobre esta temática.
Leandro también es un innovador: "Sin Condiciones, es un magazine social sobre discapacidad y grupos vulnerables que se emite hace tres años por Radio Gráfica, el programa que creé y que busca generar conciencia social desde el sentido común y la premisa de no ponerle un rótulo a las personas".
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