Mundial del 82. ¿Ir o no ir? Ese era el debate de la sociedad futbolera. Y de la no futbolera también.
En plena aventura delirante y luctuosa de la dictadura que había decidido -vía guerra- reconquistar las Malvinas, ir a un Mundial de Fútbol sonaba a frivolidad.
Confieso que fui partidario (con argumentos que en ese momento consideré apropiados) de la opción insensible. Así veo hoy aquello a la distancia. Pero aseguro que en ambas opiniones estaba ausente cualquier cálculo de beneficio personal. Leopoldo Lugones decía "tengo la flexible unidad de la corriente/que como va andando, va cambiando". Jorge Luis Borges le ponía nombre propio a esa idea: "En una época creía que Lugones era superior a Darío y que Quevedo era superior a Góngora. Ahora Darío y Góngora me parecen superiores a Lugones y Quevedo". Cambia, todo cambia…
Recordar aquella estancia en España me expone a un par de riesgos: sufrir las traiciones con los que nos suele castigar la memoria; deslizar o insinuar detalles de actos que puedan lesionar dignidades. Trataré de superar ambos.
Viví esa estadía en una constante contradicción entre las noticias que diariamente recibía desde la redacción de El Gráfico respecto a la marcha de la guerra, con el paisaje bucólico que me rodeaba en un hotel de mil estrellas.
Mi sensibilidad extremó el juicio sobre lo que veía. Acaso provocó alguna distorsión. No era fácil detectar –ni en la delegación de futbolistas ni en la de los periodistas- preocupación por el desarrollo de una contienda bélica que devoraba a tantos jóvenes argentinos.
Por el contrario ocurrieron cosas que no tengo el derecho de describir pues agredirían el sentimiento íntimo de sus actores. Salvo dos muy expresivas, de fuerte mensaje y que pueden ver la luz aunque preservando la identidad de los protagonistas.
Un día fui abordado por alguien vinculado a la farándula quien con una sonrisa que envidiaría el "Guasón" de Jack Nicholson, me saludó con estudiada salamería. Enseguida la inesperada propuesta: "Vamos a organizar un desfile de modelos y rifar camisetas de los jugadores para el fondo patriótico de las Malvinas. Queremos que usted, fulano y mengano sean los encargados de llevar la plata a Buenos Aires. De esa forma evitamos cualquier suspicacia". Le dije secamente que la guerra había terminado y que además la habíamos perdido. Sin inmutarse agregó: "Bueno que sea para los familiares de las víctimas". Me negué a asumir ese rol y –tratando de edulcorar mi descortesía- ofrecí aportar para esa colecta.
La noche destilaba una brisa envolvente. Los habitantes del pueblo adyacente, invitados para la ceremonia, fueron llegando con puntualidad. Pañuelos y boinas negras en las cabezas de mujeres y hombres. Vestimentas austeras e incoloras. Fueron ocupando los lugares reservados para ellos a un costado de la improvisada pasarela que los separaba del otro grupo, el de los argentinos. Visible contraste entre la humildad silenciosa de unos y la bulliciosa algarabía de los otros.
Desfilaron los hermanitos de Maradona, una modelo embarazada y otras figuras, conformando un cuadro para la inspiración de Beckett, Ionesco o Genet. Como "refuerzo" viajó desde Barcelona un grupo que le puso más glamour a una noche de "copas y fandangos".
La ceremonia para la rifa de las camisetas fue algo más dilatado, grotesco y absurdo. Un relator gritaba cada número armando un infinito que buscaba afanosamente la madrugada. Antes de que ocurriera, me retiré.
A la mañana me cruzo con el gerente del hotel. Gesto adusto, cercano a la ira. No sé si me increpó o me inquirió "¿Quién va a pagar todo esto de anoche? ¿Quién? Todos esos que vinieron a última hora ya desaparecieron sin pagar". Encogí los hombros y seguí de largo, supe después que se refería a la comitiva que había llegado desde Barcelona. Nada más.
El otro episodio descriptivo de lo que ocurría en los hoteles continuos -que habitaban la delegación futbolística argentina, familiares de sus integrantes y periodistas- tuvo también a la noche como testigo.
Había fiesta en el pueblo y el hotel quedó vacío. Un fotógrafo del diario Crónica mitigaba mi soledad. A él le pedí un cigarrillo, el primero en aspirar después de ocho años. Mientras compartíamos una charla anodina, escuchamos ruidos y vimos luces en la playa del hotel y bajamos a ver qué pasaba.
Carpas blancas, mesas bien servidas, caras alegres, luna llena… Observo dos escenas (cuyas características y protagonistas prefiero obviar) por las cuales le sugiero a mi compañero: "Vámonos que pueden pensar que los estamos espiando". En plena retirada vuelvo a cruzarme con el gerente, quien –cortésmente- me invita a quedarme. "Es verano y estamos inaugurando la disco de playa en reemplazo de la que está en el edificio. La consumición es gratis. No se lo pierdan". Bebimos algo apurado y nos fuimos a dormir.
Admito que es injusto sugerir o suponer que quienes estaban en España por el Mundial no sufrían por lo que pasaba durante y después de las Malvinas, pero el ambiente solo dio signos de tristeza, de amargura, de desazón cuando la selección fue eliminada del Mundial. Había una fundada ilusión de que el equipo campeón del mundo en 1978 podía repetir la hazaña cuatro años después donde competiría con el plus de Diego Maradona.
El fútbol no pudo ser el bálsamo que algunos suponían. No consiguió atenuar las consecuencias dolorosas que dejó el desesperado intento de una dictadura que agonizaba.
Malvinas y el Mundial, dos derrotas que dejaron huellas. Y heridas. Algunas todavía no cicatrizadas.