El aroma a Chanel predominaba en el ring side. Podían verse mujeres bellas, elegantes y distendidas acompañando a sus hombres de trajes oscuros, corbatas luminosas y zapatos brillosos. Bajo el humo denso de miles de cigarrillos agonizando al mismo tiempo, cánticos respetuosos y alegóricos le daban sonido especial a la unánime fiesta por comenzar.
El Luna Park, aquel templo del boxeo que ya no queda, subía el sonido excitado esperando la magia de su preferido. Desde la calle, venía el reclamo de quienes no pudieron entrar: "Entradas Agotadas", decía el cartel. Igual, ya sea por Corrientes o por Bouchard, algún centenar de aficionados preferían quedarse con sus radios portátiles para acompañar a su relator preferido con las exclamaciones de quienes habían llenado el estadio.
Cerca de las once menos cuarto, las miradas se orientaban hacia el ángulo de Madero y Corrientes, el corredor de los vestuarios. Ni haz de reflector, ni música de cortina, ni "culatas" abriendo el paso, ni notables acompañando. Delante suyo, Don Paco Bermúdez, su maestro desde la infancia hasta la gloria. Detrás, el ayudante ocasional de la esquina. En el medio, bajo el estrépito de la multitud, él…
Metido en su bata de blanca seda con vivos celestes, una toalla al cuello, su rostro angular de pómulos vigorosos y la mirada vivaz y directa, sin periferia ni distracciones, Nicolino iba hacia el ring con el pasito dinámico y corto.
Cuando subía abría los brazos intentando abrazar a las veinte mil personas que lo aclamaban antes de comenzar a ofrecer su incomparable arte. Era el momento en que no podía evitar reverenciar su saludo, cual artista que logra el aplauso con su sola aparición en el escenario.
Locche fue distinto a todos los boxeadores que vi en mi vida. Y estuve más de medio siglo escribiendo crónicas pugilísticas.
Le llamaban Intocable. Fue a raíz de un comentario en La Nación que escribió el periodista Eduardo Maschwitz, quien en un párrafo refirió: "El boxeador mendocino –año 1961 peleando contra Jaime Ginéareci– pareció intocable". Tal acierto fue tomado por Piri García, quien en la revista El Gráfico en 1962 lo jugó en el titulo de su nota "El Intocable Nicolino Locche". Y obviamente, si El Gráfico lo decía, sería "El Intocable" para siempre.
No bailaba ni saltaba. Nicolino evitaba los golpes a menos de cincuenta centímetros del punto de partida de los puños de sus enfurecidos rivales. Para ello elegía un lugar del ring, preferentemente las sogas. Apoyaba allí su espalda para elastizar el espacio hacia atrás, movía el torso, quitaba la cabeza del radio comprometido hacia ambos laterales y tras "veinte golpes" del adversario, lo palanqueaba con sus puños o antebrazos hasta amarrarlo y provocar el clinch. Después, recién después y luego de la participación del árbitro, se desplazaba con tres pasos cortos y acelerados hacia atrás o hacia el costado en una actitud inequívocamente chaplinesca. Quien lo reflejó excelentemente en un documental fue el talentoso escritor, cineasta, pero fundamentalmente periodista Rodolfo Bracelli. El paralelo entre Chaplin con cámara ligera y Nicolino saliendo de un cuerpo a cuerpo resultan casi simétricos.
La gente deliraba. El ring side, de pie al finalizar cada vuelta. La popular cantando. Aquella estética del torero airoso parecía resultarle sensual a las damas.
Y Tito Lectoure, el promotor del Luna, le fue trayendo rivales importantes, muchos ex campeones del Mundo, famosos, ilustres. Después de ganarle el titulo argentino a Jaime Giné en 1961 y al brasileño Sebastiao Nascimento, el sudamericano de los welter junior ( hasta 63.500 kg) en 1963, Nicolino fue conquistando a un Luna que, al principio, no aceptaba su estilo. Lo resistían los ortodoxos por entender que eso "no era boxeo, era circo". Y lo escribían y afirmaban algunos colegas de prestigio. Pero cuando fueron desfilando Joe Brown, Ismael Laguna, Carlos Ortiz, todos ex campeones mundiales recientes, transcurría la mitad de los 60, Buenos Aires le dio la "bendición" y se convirtió en el tercer ídolo indiscutido del boxeo argentino: Justo Suárez ("El Torito" de Cortázar), José María Gatica ("El Mono" de Leonardo Favio) y ahora Nicolino, quien es anterior a Ringo y a Monzón.
Tenía dominio absoluto de todo cuanto pasaba a su alrededor, aún peleando ferozmente. Aprovechaba que su rival lo amarrara para guiñarle el ojo a alguien conocido ubicado en las primeras filas, solía saludar con la cabeza al término de algún asalto mientras regresaba a su esquina y escuchaba, es increíble, escuchaba todo. Una vez, Osvaldo Caffarelli, excelso relator de Radio Rivadavia , narraba con singular pasión un pasaje del combate. Y decía: "Cachazú –el rival– con la derecha, otra vez Cachazú con la izquierda, va al ataque Cachazú, se prende a hierro corto…". Nicolino fue hasta las cuerdas desde donde la voz de Osvaldo era más audible y lo esperó: "Cachazú con el cross, Cachazú con el gancho". Locche trabó a Cachazú y mirando hacia abajo le preguntó a Caffarelli: "Maestro, ¿y yo cuándo pego…?".
Era fiaca para entrenar. Y a pesar de los desvelos de Don Paco, era un fumador compulsivo. Recuerdo que antes de salir hacia el Kuramae Sumo, el estadio donde Nicolino le ganó el Campeonato del Mundo a Paul Fujii, ya listos y con el auto esperándonos, no lo encontrábamos por ningún lado. Fueron Beto Massara, un amigo que lo siguió a todas partes y Juan Aguilar, su sparring, a buscarlo. Estaba en el baño del lobby del hotel Akasaka Prince… fumando.
Y en el vestuario, a menos de media hora para subir al ring, mientras todos cargábamos el tremendo stress de la pelea, su resultado y sus consecuencias, pues para muchos era una locura que fuera a pelear por el titulo a otro país, había un hombre durmiendo en la camilla, al borde del ronquido: él.
Su pelea con Fujii -12 de diciembre de 1968– fue una obra de arte. Quienes no la vieron, deberían hacerlo. Un Locche pleno que demostró que, entrenado, podía hacer todo lo que quisiera sobre el ring: boxear como lo hacía en Buenos Aires o pelear como se imponía ante un Campeonato del Mundo.
No ganó mucho dinero. Por pelear en Japón cobró 5.000 dolares de bolsa y 1.500 dolares por los derechos de la televisión que pagó la bodega Peñaflor. Obviamente, en diferido, pues aún no había satélite. La lata que traíamos con Cacho Fontana, paradigma de la locución argentina y locutor de la transmisión radial, recién pudo exhibirse cuatro días más tarde, en El Mundo del Espectáculo por el 13, conducido por Héctor Larrea y Ricardo Arias para la ocasión.
Vivió y disfrutó. Más grande aún, permitió que muchos argentinos disfrutaran de su magia singular. Tenía razón Chico Novarro con su canción "Un sábado más". En una cuarteta dice refiriéndose a un sábado en Buenos Aires: "Total esta noche, minga de yirar/ si hoy pelea Locche en el Luna Park…".
Enfisema de pulmón. De eso murió… Fue buen padre de Ana María, Nancy y Lolo. Fue buen amigo de todos, aunque no todos fueron buenos amigos de él. Demasiado ingenuo para tanta especulación. No tenía la personalidad recia del boxeador, ni cuentas pendientes con la vida. Sólo quería ser feliz. Y creo que de recalada, ya retirado, sin gloria, sin guita y sin fama, encontró en María Rosa una compañera que le permitió morir creyendo en el amor.
Un día como hoy, hace once años fui a Mendoza para despedirlo en el cementerio de Las Heras. Y ya de regreso, en el avión, recordé el título de la nota que escribí en El Gráfico tras la derrota con Kid Pambelé : "No habrá ninguno igual, no habrá ninguno…".