En febrero de 1910 Lydia Harvey no tenía aún 17 años pero ya conocía bien las aflicciones de la clase trabajadora. Cuando su madre no pudo mantenerla, comenzó a cumplir 70 horas semanales como mucama, cocinera y niñera de una familia de clase media en Wellington, Nueva Zelanda. Un día descubrió que podía ganar casi el doble (que igualmente no alcanzaba para comprar un vestido) como aprendiz en un estudio fotográfico. Y, en su afán por salir adelante, dejó ese empleo para aceptar la oferta de acompañar a la señora Cellis, que se embarcaba hacia América del Sur con su esposo.
Seis meses más tarde, en un hospital para mujeres con enfermedades venéreas, más parecido a una cárcel que a un centro médico, se negaba a contar que Antonio Carvelli y Veronique White, como en realidad se llamaban, habían sido sus traficantes y que la habían obligado a prostituirse en Buenos Aires primero y luego en Londres, donde terminó ingresada.
Carvelli la había amenazado: si hablaba, le denunciaría a la Policía y le diría a su madre. Después de todo, le recordó, la culpa era de ella, que había aceptado gustosa un empleo que mejorase su condición; por lo cual, agregó de paso, le debía el dinero del pasaje, el alojamiento y la hospitalización. Sin decir una palabra, Lydia completó el tratamiento y volvió a buscar clientes en Piccadilly Circus.
Esa podría ser la trama de La desaparición de Lydia Harvey, el libro de la historiadora Julia Laite, que logró contar un relato de interés humano sin apelar a los sentimientos más bajos que despierta la desgracia ajena y sin perder detalle de una época rica en acontecimientos, desde el progreso acelerado hasta los albores de la Primera Guerra Mundial.
Sin embargo, la protagonista del libro logró algo inusual: fue testigo clave en la investigación policial que permitió la desarticulación de una red de traficantes de mujeres (al menos, durante los escasos seis meses que fueron a la cárcel, ya que luego retomaron sus crímenes). Gracias a eso su historia —a diferencia de la de tantas secuestradas y explotadas— pudo ser rescatada.
Y, sobre todo, La desaparición de Lydia Harvey también alude a una historia más amplia del mundo moderno.
Luego de su intervención valerosa en los tribunales, volvió a ser una mujer pobre que vendió sexo y sufrió una gonorrea. Le ofrecieron una repatriación como se estilaba: “En su vasta mayoría, deportaciones apenas disimuladas de mujeres que habían sido procesadas por prostituirse en las calles de Londres y que no querían irse”, contó Laite. Pero aun cuando Lydia aceptó volver a Nueva Zelanda, “dos gobiernos ricos no pudieron ponerse de acuerdo para ayudar a esta víctima confirmada de trata y pagarle un pasaje en tercera en barco”.
Por fin una colecta policial la dejó en Wellington donde, por medio de YMCA, una colaboradora de Scotland Yard le había conseguido un trabajo en la limpieza de un hospital.
“Lydia dejó una industria a menudo explotadora (el servicio doméstico) por otra (el trabajo sexual)”, escribió la autora en su cuenta de Twitter. “Una vez ‘rescatada’, fue obligada a volver al servicio doméstico, un trabajo que odiaba”. Preguntó: “¿Han cambiado las cosas en los 110 años que pasaron desde que Lydia subió a ese barco de vapor? No. Seguimos moralizando, criminalizando y endureciendo los controles fronterizos, en un vano intento de resolver un problema que en la mayoría de los casos está causado por la pobreza, la migración penalizada y la explotación laboral legal”.
Las Lydias sen ha seguido sucediendo: “Todos hemos leído historias de mujeres coaccionadas y abusadas en la industria del sexo. Están aquí y allá en la prensa, la televisión, el cine. La historia de Lydia Harvey no es diferente”, agregó en otro tuit.
“Esta es mi amiguita, una chica muy linda”
Lydia había nacido en 1893, en un mundo dinamizado por la revolución industrial en el que convivían valores de distintas épocas. En su país, por ejemplo, ese año se aprobó el voto femenino; sin embargo, difícilmente una muchacha pobre como ella pudiera enterarse siquiera de que tenía ese derecho. Las condiciones de trabajo eran tan malas que un reclamo gremial pidió que la jornada fuera de “sólo 68 horas semanales”, recordó Laite, y fracasó.
Ella revelaba la película fotográfica que perpetuaba viajes que nunca podría hacer, registrados en las Kodak Brownie que nunca se podría comprar; veía los paisajes, los niños limpios, las mujeres elegantemente peinadas y vestidas. La primera vez que Veronique puso en sus manos unas medias de seda sintió que el tacto la engañaba. Los supuestos Cellis le dictaron una carta para que le contara a su madre la buena nueva.
Le pidieron que escribiera que sería “institutriz”. Su trabajo, sin embargo, consistiría en “ver caballeros”.
¿Había ella estado con un caballero antes? Quizá, respondió dudosa: un muchacho la había invitado a salir y se habían visto algunas veces. “No te preocupes, no será nada diferente a lo que ya has hecho con tu enamorado”, le dijo Veronique.
Lydia fue uno de los tres millones de inmigrantes registrados en el puerto de Buenos Aires entre 1887 y 1911. “Era la edad de oro de Argentina, un periodo de boom económico y de población, alimentado por la inversión extranjera en transporte, agricultura e industria”, recordó la autora. “Con este enorme aumento de la mano de obra masculina inmigrante, no sorprende que el mercado comercial del sexo también floreciera. Buenos Aires fue uno de los epicentros de la intersección global de empleo, entretenimiento y sexo”. Había de todo: burdeles registrados, otros informales protegidos por la corrupción policial, proxenetas privados como Carvelli.
En el Teatro Casino, en la calle Maipú, uno de los nodos principales de la explotación de mujeres, Veronique la presentaba:
—Esta es mi amiguita, una chica muy linda.
—Es demasiado joven —la rechazó una vez un hombre, “viejo, sucio y repulsivo” según el recuerdo de Lydia.
—Pues ¡quédate con las dos! —le contestó Veronique.
El negocio no marchó como Carvelli quería, y tras algunos desencuentros con las autoridades argentinas se eligió Londres como centro de operaciones. En el puerto de Southampton Lydia vio los carteles de la Travellers’ Aid Society, que advertían contra ir a ciudades en el extranjero sin un alojamiento seguro hasta encontrar empleo y contra aceptar ofrecimientos de ayuda de hombres y mujeres desconocidos, pero para ella no había mucho ya por hacer.
Allí lo esperaba un socio, Alex Berard, al que precedía una fama de violento y en realidad se llamaba Alessandro di Nicotera. Tras la hospitalización, decidieron vender a Lydia y la dejaron en un apartamento en la calle Wells, a pocos metros de Tottenham Court Road. “Tuve que aceptar las condiciones”, dijo ella luego, “porque no tenía dinero ni ropa”.
Pero Carvelli y Nicotera no sabían por entonces que la investigación del inspector Ernest Anderson ya contaba con cuatro jóvenes francesas como testigos y buscaba a la quinta, una muchacha de Nueva Zelanda, una cara más presentable para la justicia imperial, para proceder a detenerlos.
Cuando el hombre con traje, sobretodo y sombrero se le acercó, Lydia repitió su línea habitual:
—¿Le gustaría venir conmigo por un rato?
—No. Pero me gustaría preguntarte algo. ¿Conoces a Aldo Cellis o a Alex Berard?
¿A quién le corresponde contar?
El libro de Laite dedica a partir de entonces un capítulo a cada protagonista de la historia de Lydia: el inspector Anderson; el periodista Guy Scholefield, quien cubrió el caso; Eilidh MacDougall, quien sin ser policía ni abogada se dedicaba a ayudar a las mujeres violadas, explotadas y víctimas de variados abusos y abandonos; los traficantes varones, Carvelli y Nicotera; su cómplice, Veronique. Y cierra con otro capítulo sobre Lydia, sobre su esforzada vida breve, sus sueños cumplidos y los que dejó pendientes a su muerte en la epidemia de gripe.
Las distintas perspectivas arman un panorama completo de una época cuyas ideas aún hoy persisten. La línea finísima que separa a una víctima de ser mirada como una criminal, por ejemplo.
“Para la policía de Londres, Lydia Harvey era una herramienta a emplear para procesar a sus traficantes, que eran ‘bestias vestidas de humanos’ y ‘enemigos con forma de hombre’: los más despreciados de todos los delincuentes”, resumió Laite uno de esos puntos de vista. “Pero ellos también la consideraban parte de una legión de ‘mentirosas inveteradas’: una de las mujeres que caminaban lentamente por el pavimento de West End, noche tras noche”.
Siguió: “Para quienes buscaban rescatar a las muchachas de la vida de prostitutas, Lydia era un proyecto, una criatura a la cual salvar y reformar. Y para los traficantes que la seguían mientras caminaba por las calles de Londres, ella era una aliada voluntaria, aunque ingenua, en su puja por enriquecerse en una de las industrias más lucrativas del bajo mundo”.
¿Y Lydia? ¿Qué tenía para decir sobre sí misma?
De ahí sale el título del libro: “Dentro de las historias que otras personas contaron sobre ella, la verdadera Lydia Harvey desapareció una y otra vez. No era nadie. El ser que ella era, lo que deseaba, lo que le sucedió luego: nada importó. Se unió a un ejército de muchachas que desaparecían, cuyas breves irrupciones en los periódicos y los libros se mantenían libres de las complicaciones de sus experiencias pasadas en la pobreza, el abuso o su explotación en otra clase de trabajos”.
Es decir, los legales, donde cobraban —como cobran— menos que los hombres.
“Nadie reparó en sus sueños, sus ambiciones y sus deseos”, concluyó la autora. “En las manos de los periodistas y de los reformadores morales, historias como la de Lydia sirvieron como una fábula para las mujeres jóvenes trabajadoras que ansiaban aventuras y viajes, una paga mejor o mejores condiciones de trabajo, o —si se atrevían a imaginarlo— una vida de lujo y romance. La moraleja siempre era un castigo imaginario para las chicas que, como se decía en la época, se habían ‘echado a perder’”.
Un detalle notable del libro es el detalle con que describe personas, lugares y momentos, sobre todo si se considera que Laite salió muchas veces con las manos vacías de los archivos históricos que revisó en cuatro países. “Ningún detalle aquí ofrecido carece de pruebas que lo respalden. Las columnas del clima en los periódicos locales me informaron si había sol, si estaba frío o si llovía. Las fotos, las novelas y los relatos de viajes me ayudaron a recrear escenas”, explicó.
De los fragmentos que encontró —actas de nacimiento, de matrimonio, de muerte; registros de migraciones; registros policiales y judiciales, por ejemplo— recogió retazos, datos al margen y vistazos, para pintar vidas completas. Entre ellas, la principal, la de Lydia Harvey, que además de haber sido una muchacha víctima del tráfico sexual fue una persona. Volvió a Nueva Zelanda, trabajó limpiando el hospital pero luego logró sumarse a una compañía de espectáculos, y un día se enamoró, fue correspondida y se casó antes de morir a los 26 años.
Se resistió a desaparecer.
Su historia, además de verdadera, es actual: invita —concluyó Laite— a que “pensemos mucho a quién le corresponde contar”.
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