Con custodia policial desde que en 2006 publicó la novela Gomorra, en la que retrata los negocios y las solidaridades políticas y económicas de la Camorra, para describir la contundencia del italiano Roberto Saviano a la hora de investigar y escribir basta mencionar que entre las posesiones requisadas durante su última captura al narcotraficante mexicano Joaquín "El Chapo" Guzmán, el más famoso de los líderes del Cártel de Sinaloa, había un ejemplar dedicado de su ensayo CeroCeroCero. Por supuesto, no es que faltaran motivos para la curiosidad de uno de los narcos más temidos del planeta (aunque Saviano insista hasta el día de hoy con que la dedicatoria era falsa). Publicado en 2013 a partir de una vasta documentación judicial y periodística, CeroCeroCero, el cuarto libro de Saviano, cuenta la historia del mercado contemporáneo de la cocaína y cómo "la economía de la coca" se sostiene a través de los cinco continentes.
En ese contexto, la presencia estelar de "El Chapo" en sus páginas se enlaza con uno de los intereses recurrentes en la obra de Saviano: el anhelo de reconocimiento y respetabilidad que los grandes delincuentes arrastran al mismo tiempo que construyen sus imperios clandestinos. En las palabras del propio Saviano, para el Chapo, que ya tiene su serie dramática en Netflix, "la droga es un instrumento y el dominio total sobre los 608 kilómetros de frontera que separan México de Arizona es la palanca de su economía personal. Y si hay que embarcarse en nuevas aventuras no pasa nada, aunque se trate de ocuparse del hielo; que no es hielo, sino cristales de metanfetamina". Con todos estos antecedentes en su currículum, sin embargo, el escritor italiano intenta ahora con La banda de los niños, su quinto y último libro, un doble regreso. Por un lado, a su tema predilecto ‒la mafia napolitana contada, esta vez, a través de un grupo de adolescentes‒ pero también a la ficción bajo las posibilidades de la novela. Pero, ¿en qué medida este salto que va de la novela al ensayo y del ensayo otra vez a la novela desnuda que las fronteras entre los géneros narrativos a veces son tan arbitrarias como necesarias? ¿Y en qué términos, entonces, la ficción es capaz de exponer la verdad del mundo con más eficacia que la no ficción?
Para avanzar sobre estas preguntas conviene tener en cuenta la respuesta de Saviano: la ficción, dice el autor de La banda de los niños (Anagrama), sirve "para que no sea necesario justificarse". ¿Pero justificarse ante qué? En principio, ante lo que los hermanos franceses Edmond y Jules de Goncourt anotaron en su diario respecto al carácter de su compatriota Nicolas Chamfort: "Su condensado entendimiento del mundo, el elixir amargo de la experiencia". De hecho, fue la experiencia directa de Saviano en las calles de su Nápoles natal y su condensado entendimiento de la Camorra lo que lo nutrió de la información suficiente para que Gomorra ‒que primero fue un libro y pronto fue también una obra de teatro, una película y una serie de TV‒ lo catapultara al mismo tiempo al éxito y al terror de las amenazas de muerte después de violar, nada menos que en un bestseller internacional, los códigos de silencio bajo los que se llevaban adelante los negocios ilegales de los clanes Di Lauro y Casalesi (una "traición" que renovó los términos de una disputa entre el arte y el poder que, entre los escritores europeos más contemporáneos, también conoció Salman Rushdie cuando el Ayatolá Jomeini lo acusó en 1989 de haber escrito Los versos satánicos "contra el islam, el Profeta y el Corán"; para Saviano la trasgresión fue más mundana, pero no menos peligrosa).
Demasiado autobiográfica y periodística para ser considerada "solo" una novela, la frontera imprecisa entre la ficción y la no ficción sirvió para que, por otro lado, Gomorra pudiera replantear en términos algo más emocionantes una larga discusión sobre la representación literaria que hoy continúan promoviendo autores como el noruego Karl Ove Knausgård o el francés Emmanuel Carrère. La diferencia, sin embargo, es que mientras Knausgård o Carrère eligen resguardarse en esa zona que a medio camino entre la invención de la ficción y el documentalismo de la no ficción les permite "entender mejor la complejidad humana", como dice Knausgård para justificar la densidad autobiográfica de sus libros, Saviano opta por reivindicar los dominios de la ficción. Y eso lo hace proponiendo el más clásico realismo literario. Es decir, aquel que, como en La banda de los niños, inventa su punto de origen en una situación completamente imaginaria para prolongar sus hilos hasta tocar las coordenadas verdaderas de la Camorra.
En ese sentido, la apuesta resulta ambiciosa no solo porque aspira a provocar un shock que pase por alto los rigores del periodismo ‒en especial cuando YouTube ofrece mayores registros de violencia delictiva que cualquier noticiero o "crónica narrativa"‒, sino porque al abordar la escritura desde la perspectiva de la ficción, es en cada una de las deformaciones y tergiversaciones establecidas por los artificios de la novela como Saviano le añade al universo mafioso aquello que, desde la perspectiva de la no ficción, apenas habría podido limitarse a describir.
Liderada por Nicolas Fiorillo, alias el Marajá, La banda de los niños cuenta por su lado la trayectoria tragicómica de un grupo de amigos que sobre los bordes finales de la pubertad y la escuela, y fascinados con el espectáculo de ostentación, sensualidad y violencia que ofrecen distintos capos, raperos y personajes de cine, aprovechan un transitorio vacío de poder mafioso en el centro de Nápoles para empezar a intimidar y extorsionar a sus habitantes. Al principio como un juego, su emprendimiento delictivo se pone en marcha y entre lecciones de guerra urbana frente a la PlayStation y tutoriales para disparar ametralladoras en YouTube, los chicos descubren que "a ellos no les importa nada cómo se hace el dinero, lo importante es hacerlo y hacer ostentación de él, lo importante es tener coches, trajes y relojes, ser deseados por las mujeres y envidiados por los hombres". Claro que "la banda de los niños", como los bautizan los diarios, todavía no son realmente hombres ni saben qué hacer con el deseo de las mujeres, y tampoco tardan en entender que las motos son mejores que los coches y que las zapatillas Nike son más cómodas que los trajes.
Desde ese cruce entre criminalidad e infancia ‒que habilita el despliegue de varias perversiones sádicas‒, el Marajá plantea además una idiosincrasia según la cual, en un tono no tan lejano a ciertos discursos neoliberales, ya no existen las diferencias de clase sino las "categorías del espíritu", un modelo que divide a los vivos entre "los jodedores y los jodidos" (y solo los débiles se conforman con ser un "jodido"). En esa línea, las peores dificultades literarias de La banda de los niños surgen cuando Saviano insiste en desmembrar su propia historia con interferencias retóricas más cercanas a las de un editorialista indignado que a las de un novelista experimentado. Uno entre muchos ejemplos de eso podría ser éste: "En Nápoles no hay vías de crecimiento: se nace ya en la realidad, dentro, no la descubres poco a poco". (Y otro podría ser éste: "Las armas están hechas para los jóvenes, para los niños. Es una verdad que vale en cualquier latitud del mundo").
Así, La banda de los niños se presenta como una postura genuina a favor de la ficción, concebida sobre todo como una herramienta estética concreta para lo que, ya en CeroCeroCero, se describe como el acto de "ponerse de parte de la justicia", y, al mismo tiempo, como una prueba de que las buenas intenciones no bastan para escribir buenas novelas. En este punto, sin embargo, el error sería confundir el conflicto creativo planteado por Saviano con su resolución fallida. ¿Y cuál es ese conflicto? En esencia, el mismo que definió con ironía Oscar Wilde cuando dijo que el periodismo es ilegible y la literatura no es leída. En tal caso, la intención de Saviano de desnudar desde la ficción la lógica profunda de la mafia napolitana (sin recaer en el rol antipático del delator) sin dudas puede sostener la estructura narrativa de una novela. Pero, como señala el crítico literario Terry Eagleton, el problema es que en esa simplificación del trabajo de la ficción se suele dejar de lado "la creación retórica", que es la que le da valor literario a la forma. Y ese es, al fin y al cabo, el vacío retórico que Saviano se apura en rellenar con las fórmulas previsibles del periodista cómodo en el registro de la no ficción. En otras palabras, como dice Eagleton respecto a la literatura, conocer las reglas del ajedrez y aún plantear una gran jugada no garantiza ganar el partido.
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