Imaginemos una improbable entrevista a Walt Disney. Al animador, dibujante (bueno, pero no tanto como su socio Ub Iwerks, verdadero creador de Mickey Mouse), visionario (pionero en Hollywood en interesarse por los derechos para TV), empresario del entretenimiento y desarrollador de nuevas tecnologías que mantuvo a niños y adultos pegados a la pantalla (como sólo lo haría luego Steve Jobs, creador de Pixar), le formulan la pregunta fundamental: cuál es el zeitgeist cultural, el clima ético y estético de sus films. Es la pregunta por la esencia y el espíritu de sus largometrajes, esos que en la penumbra silenciosa y laica de la religiosidad de las salas del cine fueron, entre Fantasía, Blancanieves y Mary Poppins, la educación sentimental de millones de niños. Conjeturemos que acaso porque visitó uno de los países más psicoanalizados del mundo, la Argentina, o porque el segundo cortometraje de su ratón más famoso se titule "Gallopin´ Gaucho", el Tío Walt conteste:
La orfandad tiene ese qué sé yo ¿viste?
Si en ese gran relato del siglo 20 que fue el psicoanálisis Freud basa casi toda su obra en el apego a la madre, en la cultura de masas la cosa no iba a ser tan diferente. La pérdida del padre o la madre se convirtió en una de las grandes tradiciones narrativas anglosajonas. Si ya en el siglo 19 hay que destacar a Charles Dickens y su Oliver Twist o al Tom Sawyer de Mark Twain, criado por su poco querible tía, el siglo posterior trajo a Batman, Annie la huerfanita, El hombre Araña, así como a algunas de las mejores historias de Roal Dahl como Matilda, (en la que el desamparo tiene que ver con tener unos padres no correspondidos). El cómic y el moderno cine estadounidense no pudieron haber existido sin el mito ficcional de la orfandad. Y el universo de Disney no fue la excepción. Porque no basta con que a la señora Dumbo (madre soltera, digámoslo) la encierren por loca y violenta al defender a su hijo, que a Gepetto se lo castigue en las fauces de la ballena o que Peter Pan tenga la doble suerte y maldición de no envejecer y de desconocer a sus progenitores: la suma del relato cruel, siempre seguirá siendo Bambi.
Bambi acaba de cumplir 75 años desde su lanzamiento en EE. UU. y luego en todo el mundo. Fue un proyecto que llevó dos años, desde la adaptación de guion hasta su estreno. Y si Walt Disney no fue el inventor de los dibujos animados, pero sí fue el que convirtió una novedad técnica y un formato de alrededor de cinco minutos en un arte que representaba la ilusión de la vida real, quiso que para Bambi sus criaturas fueran aún más realistas y expresivas que su revolucionaria Blancanieves.
Pero el origen del film se remonta a su novela original, Bambi, una vida en el bosque de Felix Salten, seudónimo del escritor austriaco Siegmund Salzmann. Una sola "e" lo diferencia del otro famoso, Sigmund, pero ambos tenían mucho en común. Fueron hijos del esplendor de Viena, ciudad que fue el barómetro de la crítica cultural de Europa de principios del siglo 20, donde todo era posible: desde el deambular de un joven artista frustrado que en la ciudad imperial pergeñaría el huevo de la serpiente de un pasquín de odio llamado Mi lucha, hasta el grupo de intelectuales y artistas que se agrupaban bajo el grupo "La Joven Viena". Algunos de ellos fueron el periodista Karl Krauss, que con premonición declaraba la crisis del periodismo desde su diario La Antorcha, el escritor Arthur Schnitzler, cuyas novelas emparentadas con las investigaciones sobre sexualidad de su amigo Sigmund Freud serían llevadas al cine por Max Ophuls y por Stanley Kubrick en Ojos bien cerrados) y el errabundo Stefan Zweig. Y Salten/Salzmann, nieto de un rabino judío, alternaba las reseñas de arte en casi todos los diarios vieneses, con la escritura de cuentos breves y una obra pionera de la pornografía: Josephine Mutzenbacher – La historia de la vida de una prostituta vienesa.
La novela se editó como anónima y en la actualidad sigue sorprendiendo su vivaz erotismo explícito. Si el mundo no llegó sorprenderse de que el autor de Bambi, una de las más celebradas lecturas infantiles (para 1928 ya se había traducido al inglés) fuera al mismo el escritor de una de las escenas más descriptivas del orgasmo femenino a principios de siglo (que la protagonista tiene con un cura), era porque todos los libros del grupo de "La joven Viena", junto con los de Einstein, Marx y Kafka, pronto serían parte de la hoguera del nazismo.
Volvamos a su estreno: agosto de 1942. En plena batalla de Stalingrado, Bambi podría ser vista como un film bélico: matanza de inocentes, pérdida de seres queridos, ataques incendiarios y relámpagos como los bombardeos Blitzkrieg a Londres. "Un padre desaparecido en el frente y la madre, víctima de guerra", como escribió el crítico Peter Wollen en la entrada "B de Bambi" en su libro Un abecedario del cine.
Serge Daney, en su texto "El travelling de Kapo" – uno de los más brillantes artículos sobre los límites morales de lo que se puede expresar en la pantalla de cine-, se vanagloriaba de no haber visto jamás Bambi. Y concluía el texto afirmando que tal vez vería el film, para recuperar su infancia. No es casual que más adelante, en el mismo libro (Perseverancia) se refiriese a la escalofriante película, La noche del cazador, un gótico noir sobre niños cuya madre es asesinada. «A veces me preguntan cuál es la primera película de terror que recuerdo y yo siempre respondo que Bambi», contó en más de una entrevista el rey del terror, Stephen King. «Mi madre me llevó a verla al cine y me acuerdo de la escena del incendio con los animales huyendo. Era realmente terrorífica».
Con excepción de la brutal decapitación de la madre en Conan, el bárbaro, de John Milius (guionista de Apocalypse now), ninguna película para jóvenes o niños mostró la pérdida sufrida por un hijo de una manera tan retenida como la de Bambi. No hay que exhumarlas: ambas, contadas fuera de campo, están alojadas dentro de nuestra memoria.
Hoy, 75 años después de su estreno, el travelling lateral del comienzo de Bambi que revela el bosque, sigue sorprendiendo. Esa larga escena que finaliza con el cervatillo recién nacido al mundo no tiene simbolismos políticos ni opera como alegoría. "El joven príncipe", como se lo llama en el film, pronto conoce al lenguaraz conejo Tambor y a la mofeta que el protagonista rebautizará como Flor. Un personaje que, al menos en su juventud, se manifiesta con una desprejuiciada indeterminación de género que sorprende para la época y que hace pensar en el enamoradizo felino del cómic Krazy Kat, también de una poética ambigüedad sexual. La música, compuesta por Frank Churchill (quien ya había escrito los hoy clásicos "Heigh-Ho" y "Some Day My Prince Will Come" para Blancanieves) y Edward H. Plumb, tiene un rol crucial en uno de los films de la factoría Disney con menor cantidad de diálogo.
Allí perviven el clarinete que emula las gotas en "Little april shower" y el crescendo en "Man returns" (cuya simpleza de tres notas fue una influencia directa del leit-motiv de Tiburón, compuesta por John William) cuando los cazadores persiguen a Bambi. Y hasta hay una pizca de sensual jazz de Big Band cuando cada animal es atravesado por Cupido.
Pero Bambi es desde nuestra niñez, y seguirá siendo, ese bosque. Bajo nieve mortal o luz de la primavera, es una frondosidad de plantas y árboles, escenario que el cine siempre eligió para espantarnos. En Deliverance, Misery, El loco de la motosierra, El proyecto Blair Witch o La fuente de la doncella, de Bergman, esa espesura es sinónimo de pavor, repugnancia o de una incomodidad. Puede venir de un personaje o de una naturaleza maligna. Y qué duda cabe, si además, sumamos un pequeño detalle local: en nuestras pampas, el doblaje estuvo a cargo de la producción del director, guionista y compositor de tangos Luis César Amadori. Una de las voces la aportó el joven Narciso Ibáñez Serrador, hijo del reputado Narciso Ibañez Menta. Sí, Bambi -aquí y en el mundo- se eterniza como una de las obras maestras del terror.
LEA MÁS:
__________
Vea más notas de Cultura