David Rieff (Boston, 1952) es analista político y cultural, periodista y ensayista. Estudió historia en la Universidad de Princeton y tuvo una larga carrera como corresponsal de guerra en los territorios de la ex Yugoslavia, en África, Israel y Afganistán. Con la publicación de su libro Contra la memoria (Debate, 2012), desató una polémica alrededor de los usos y abusos de la memoria histórica, reflexión que ha decidido continuar en Elogio del olvido (Debate, 2017). De visita en la Argentina y también en Chile para presentar la edición en castellano de este último trabajo, Rieff dialogó con Infobae sobre la obsesión que el mundo contemporáneo tiene por el recuerdo y sobre el recurrente maridaje que existe entre la memoria histórica y las narrativas victimizantes.
—Una de las primeras preguntas del libro tiene que ver con lo inevitable: de qué sirve esforzarse por recordar si a la larga e inexorablemente terminaremos por olvidar. ¿No es una perspectiva excesivamente fatalista? ¿Deberíamos dejar de hacer las cosas simplemente porque a la larga su sentido se desvanece?
—No, en absoluto. Lo que traté de decir es que todo será olvidado, y es por eso que para mí es un error capital hablar de la memoria como si fuera moral por definición y el olvido, inmoral por definición. Quería escribir un libro con el proyecto de desacralizar la memoria y terminar con la demonización del olvido. Nunca quise escribir un libro que dijera exactamente lo contrario: mi argumento no es que los que no olvidan el pasado se ven condenados a repetirlo, al revés de lo que sentenció Santayana, sino que cada sociedad tiene un derecho al olvido activo.
—Es decir, que el olvido es más bien una facultad, no una obligación. Como dice usted en su libro, no se trata de "prescribir un alzheimer moral".
—Precisamente. También en nuestra propia época hay momentos y situaciones en las cuales prefiero mucho el recuerdo. Por ejemplo, pienso que en sociedades en las cuales la democracia ha sido vencedora, algo que con todos sus problemas podemos decir de la Argentina, de Chile, de Uruguay o de Sudáfrica, tal vez es mejor el recuerdo, al menos en las décadas inmediatamente después de la dictadura. Pero la gran mayoría de las guerras y dictaduras no terminan con un vencedor. Por el contrario, si hablamos de los Balcanes o de Irlanda del Norte, vemos situaciones de empate. Lo mismo vale para Israel y Palestina: es imposible imaginar reconciliar las dos versiones de la historia. Yo no niego ni por un segundo la posibilidad de que en algunos contextos puedas lograr la paz y la justicia, pero creo que en muchos casos no es posible, y es entonces que tenemos que elegir entre las dos.
—¿Algún ejemplo?
—Tomemos un caso en América del Sur, el de Colombia. Cuando el año pasado finalmente el acuerdo de La Habana fue firmado por los representantes del gobierno del presidente Santos y por Timochenko y los otros miembros del Comité Central de las FARC, había dos grupos opuestos al acuerdo: Uribe y el movimiento de derechos humanos, que lo criticaban por consagrar la impunidad. Creo que en el caso colombiano, por ejemplo, no es posible tener ambas, la justicia y la paz.
—¿Ha leído los trabajos del escritor español Javier Cercas?
—Sí, conozco personalmente a Cercas y me gusta mucho su obra. Y en un sentido tenemos la misma línea. Hemos conversado por ejemplo de la posibilidad de una paz en el País Vasco y de cómo pensar las reivindicaciones de las víctimas de ETA y las de los familiares de las víctimas de ETA. Yo entiendo perfectamente que víctimas y familiares quieren justicia y tienen hambre y sed de justicia, pero creo que en el caso del País Vasco debemos considerar la posibilidad de que los intereses de las víctimas quizás no sean los mismos que los del pueblo español, o que los del pueblo vasco en su totalidad.
—Algo similar dijo hablando con La Tercera en Chile. Allí puso en cuestión la idea de que los familiares deban tener la posibilidad de veto sobre toda decisión de la sociedad chilena respecto de lo que pasó durante la dictadura.
—Sí, exactamente. Creo que depende de cada caso, no creo que exista una respuesta en talle único para todos. Por ejemplo, debo admitir que el populismo latinoamericano no me genera mucha simpatía, pero hay dos cosas hechas por los Kirchner que apoyo completamente, el fin de la amnistía y los derechos para los homosexuales. No veo por qué tendríamos que hablar de la memoria colectiva para establecer la verdad histórica, que es lo que querían por ejemplo las Madres de Plaza de Mayo antes de convertirse en parte del movimiento kirchnerista. En el contexto argentino, podemos hablar de justicia y de paz, pero en el contexto colombiano no lo veo. Aquí la derecha neoliberal, al menos públicamente, renuncia o se proclama contra la dictadura. En cambio, en Colombia no hay vencedor: las FARC no perdieron la guerra, decidieron terminarla pero hubieran podido continuar la lucha; y los paramilitares todavía existen, son una tercera fuerza muy nefasta y no han perdido la guerra.
—Una de las premisas de su libro es que vivimos en un mundo obsesionado por la memoria, que tiende a sacralizarla y moralizarla, lo que permite todo tipo de abusos. ¿Cuál es la diferencia entre los abusos de la memoria que existen hoy y los abusos que se han hecho en el pasado?
—La diferencia es que en nuestra época la memoria es un arma de los que se consideran como víctimas o minorías oprimidas, mientras que antes era un recurso para la adulación del Estado. En un sentido el poder de la idea de la memoria histórica, la memoria colectiva y el recuerdo en este sentido colectivo ha marchado del Estado hasta las minorías, las víctimas, los oprimidos. Pero yo soy igualmente escéptico de la versión anterior, no es que pienso que fuera mejor el modelo de George Washington o el de Rosas como héroe en el sur. Hago la misma crítica: la memoria colectiva es un acto político que se sirve del pasado y de la historia, pero sin autocrítica. En eso coincido con lo que escribió Todorov en su artículo de 2010 sobre el Parque de la Memoria: cuando finalmente pasé el día en la ex ESMA pensé "esta no es simplemente una versión anti-Videla, esta es la versión montonera de la historia de la Argentina". Si la memoria oficial es la versión montonera, entiendo perfectamente que los guerrilleros que murieron antes de la dictadura sean presentados como víctimas, pero creo que es una deformación.
—Según su punto de vista, ¿cuál es la diferencia entre la historia y la memoria?
—Creo que la buena historia es crítica por definición. En cambio, creo que la memoria es una fábrica de solidaridad y que por eso es anticrítica, es la antítesis de la crítica. La memoria colectiva o la historia politizada no buscan criticar, sino simplificar: quieren denunciar quiénes son los malos y quiénes los buenos, es totalmente maniqueísta. No es así como yo entiendo la historia, que en su versión honorable debe poner énfasis en la diferencia, ser crítica de todos y no aceptar la versión oficial.
—¿Cómo se manifiesta esta diferencia entre la memoria y la historia?
—Creo que esta distinción es relevante, por ejemplo, para el caso de las cifras. Cuando el ministro de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires (Darío Lopérfido) dijo que no era cierto que hubo 30 mil desaparecidos, creo que cometió un error. Si un historiador lo dice, está bien, de hecho hay muchos historiadores incluso de la izquierda que no creen en la cifra. Pero en un político decir eso emana el olor del negacionismo. Un ministro, sobre todo un gobierno con las raíces de este gobierno, no debería poner en cuestión la cifra. Creo que debería dominar el principio de la prudencia, y que la declaración del secretario fue absolutamente irresponsable en este sentido.
—Además de estar obsesionados con la memoria, ¿estamos obsesionados con la nostalgia?
—Sí, absolutamente. No he hablado tanto de eso en el libro, pero creo que la nostalgia es una interacción del kitsch. Hay kitsch cuando tenés una opinión y te valorizás más por tenerla, te sentís una persona superior. Kundera pensó que el comunismo era el súmmum del kitsch, pero no, hoy en día el kitsch está en el neoliberalismo y también en el populismo. En el nac&pop, como lo llaman en este país. Y aquí está mi problema con la narrativa victimaria en general, que creo que tiene mucho que ver con la nostalgia. Cuando ser víctima te transforma en una mejor persona, por ejemplo cuando un mapuche dice "yo soy una persona valiente en razón de la opresión histórica de mi pueblo", para mí eso es kitsch. Es un abuso de la historia de la victimización. El hecho de que tu abuelo haya muerto fusilado por un verdugo de la Falange no te transforma automáticamente en héroe.
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