Vivió apenas 59 años. Fue un chico abandonado. Se crió entre las supersticiones y las brujerías del sur profundo de los Estados Unidos. Trazó a solas y desde muy temprano su destino literario. Un crimen en Kansas, que para el periodismo fue apenas una crónica policial, le dictó una novela inmortal: In Cold Blood (A sangre fría). Vivió y fue estrella entre la high society neoyorkina, que después lo condenó al exilio social. Pero el castigo que lo derrumbó no pudo eclipsar su talla ni su gloria de escritor.
Sobre esta síntesis de apenas 304 caracteres propia de una enciclopedia (No la británica..), la doctora en Letras e investigadora Liliane Kerjan (Francia, 1940) publicó hace dos años el ensayo Truman Capote, en Argentina hay una edición publicada por El Ateneo. Son 250 páginas imprescindibles, y sin duda el más profundo estudio sobre la vida y la obra del insoslayable autor de A Sangre Fría, inauguración de la novela–testimonio, sin duda su cumbre, pero también un maestro de la observación, de la entrevista como género mayor, y de retratos brillantes del algo más de medio siglo que le tocó vivir.
Rigurosa en cada línea, Kerjan rastreó no sólo la obra completa de Capote –citada al final con sus datos esenciales–: también su vida, sintetizada en una útil y completa cronología ideal para buscadores de perlas…
Y por supuesto, recupera su voz en una colección de recuerdos de alto lirismo, como este fragmento:
"Para mí, la dulce furia de la trompeta de Armstrong, la ronca exuberancia de sus gestos, son en cierto modo como la magdalena de Proust: hacen que vuelvan a levantarse las lunas del Misisipi, evocan las luces fangosas de las ciudades ribereñas y el sonido de las sirenas en el río, que se parece al bostezo de un caimán. Oigo la embestida del agua mulata contra los flancos del barco. Sigo oyendo el compás marcado con el pie de ese Buda burlón al tocar The Sunny Side of the Street, para acompañar sus rugidos…".
(Nota: Sobre la entrega y la casi inmediata publicación de una nota sobre Capote, la sección Cultura de Infobae recibió el libro de Kerjan. Los editores creyeron, con razón, que ambos no se excluían: se complementaban. Sin duda, quienes lean la versión periodística no se conformarán con llegar al punto final: sentirán el fuerte impulso de abordar el libro y conocer cada resquicio de esa vida extraordinaria.)
……..
Tenía apenas 16 años cuando entró –o mejor: irrumpió–en la redacción de la célebre, refinada, intelectual revista The New Yorker, con su aspecto aniñado, su homosexualidad evidente e indisimulada, y cierto inquietante aire de perversión. Ya había decidido "ser escritor, ser rico y ser famoso", aunque su primer trabajo estaba lejos de augurarlo: consiguió un modesto empleo de cadete, y su gris tarea no iba más allá de seleccionar los chistes de cada edición, "pero usaba traje, chaleco, y los mismos y muy caros zapatos del director, porque así todos sabrían lo que les esperaba cuando mis cuentos cortos empezaran a publicarse. ¿O creían que yo era realmente el cadete, y no un genio?"
Con todo, el atuendo y las ínfulas no evitaron que el poeta Robert Frost, una de las estrellas de la revista, Gran Dama del periodismo Made in Manhattan, "por celos, me hiciera echar dos años después. Sin embargo, no sabían con quién se enfrentaban…".
Era 1940. Correría mucha agua bajo los puentes del río Hudson antes de la gloria y los millones. Pero la simiente floreció…
– "Tengo que irme corriendo. Pero me ha gustado mucho volver a verlo, señor Dewey.
-Yo me he alegrado también, Sue. ¡Que tengas suerte! –le gritó mientras ella desaparecía sendero abajo, una graciosa jovencita llena de prisa, con el pelo suelto flotando, brillante.
Nancy hubiera podido ser una jovencita igual.
Se fue hacia los árboles de vuelta a casa dejando tras de sí el ancho cielo, el susurro de las voces del viento en el trigo encorvado".
Así termina A sangre fría, la novela de Truman Capote (Truman Streckfus Persons, Nueva Orleans, 30 de septiembre de 1924–Los Ángeles, 25 de agosto de 1984). Que, editada por Random House New York en 1965, no sólo agotaría dos millones de ejemplares en menos de un mes y abultaría la cuenta bancaria de T.C. en más de dos millones de dólares: crearía, de paso, un género periodístico–literario (la Non fiction), instalaría a su autor en una doble cumbre (una fama arrasadora y un departamento de cinco ambientes en el piso 22 del edificio United Nations Plaza, coto de millonarios), y lo convertiría en el niño mimado de la high society neoyorkina: primero su Paraíso, más tarde su Infierno.
Alabama, 1933. Truman tiene 9 años, vaga por el bosque, y al cruzar un riacho lo pica una serpiente mocasín de agua. Su rodilla derecha se hincha y se ennegrece. Grita. Dos campesinos lo ayudan, pero el hospital y el antídoto están demasiado lejos, de modo que esos ocasionales asistentes degüellan tres pollos, y a lo largo del viaje van empapando la herida con su sangre. Se salva. La escena, junto a las oscuras historias de fantasmas y aparecidos que cada noche le cuenta su tía Sook –una retardada mental que sólo lee la Biblia y calma los muchos dolores de su cuerpo con morfina– y las leyendas sureñas (las mismas que oyeron William Faulkner y Tennessee Williams), urden en su mente de genio precoz la materia de su primera novela: Otras voces, otros ámbitos, que escribe con apenas 23 años y es aclamada como "una fascinante obra del género gótico americano".
Pero ¿quién es Truman Capote? ¿Quién es ese escritor de aire infantil, cara de ángel rematada por un rubio flequillo, que se hizo fotografiar sobre un diván, ataviado con un chaleco, y que mira desafiante desde la contratapa?
Su madre, Lilly Mae Fulk, es una dama sureña que, como Amanda Winfield, la exasperante y conmovedora madre de El zoo de cristal –la eterna pieza teatral de Tennessee Williams–, trata de escapar de la trampa pueblerina y el recuerdo de tiempos mejores. Amanda no lo consigue –recala en un modesto departamento de una callejuela de Saint Louis-, pero Lilly sí. Su pasaje de salida es el vendedor Arch Persons, feo pero dueño de cierto encanto. El matrimonio dura apenas cuatro años, genera a Truman, empuja aún más al alcoholismo a Lilly que, además de vaciar botellas, colecciona amantes ("mi padre llegó a contar veintinueve", recordará el escritor en un reportaje), y marca a fuego su niñez: "Mi madre me encerraba horas y horas, y salía de juerga. Desde entonces no soporto los cuartos pequeños y cerrados, asfixiantes y con olor a muerte".
Muerte que dos veces vuelve a rozarlo. Una: apendicitis aguda, cirujano ausente, operación ejecutada por un especialista en caballos. Resultado: una brutal cicatriz. La otra: borrachera –la inaugural– con el perfume Evening in Paris, predilecto de Lilly y odiado por Truman "porque se mezclaba con el aliento a alcohol de mi madre, fanática consumidora del cóctel Old Fashion. Una tarde, como venganza, me tomé todo el frasco…".
Lilly sigue su huida y –con Truman–se muda a New York, conoce a Joseph García Capote, un cubano rumboso y perpetuo protagonista de negocios tan audaces como frágiles, se casa con él, se hace llamar Nina Capote, vive unos años dorados (cruceros, bailes, copas) y en 1953, cuando Joseph va a parar a la cárcel por desfalco, se suicida.
A lo largo de ese loco periplo, Truman es una víctima. Mientras la pareja se divierte, él queda encerrado en cuartos de hotel, llorando.
Esa cruel etapa le dicta, años después, reflexiones amargas. "Siempre he pensado que soy un vagabundo en este planeta, un turista en el Sahara, que se acerca en la oscuridad a tiendas y fogatas del desierto alrededor de las cuales acechan peligrosos nativos atentos a los ladridos de sus perros. Me parece que he pasado mucho tiempo domesticando o eludiendo a nativos y perros, y el contenido de este libro casi lo prueba. Como reza el proverbio árabe, los perros ladran, pero la caravana sigue".
El libro que "casi lo prueba" es Los perros ladran, una colección de relatos breves en los que muestra su arte, su garra, su feroz capacidad de observación (un escalpelo), que alcanza su desiderátum en "El duque en sus dominios": la más perfecta radiografía de Marlon Brando, escrita después de una entrevista en un hotel de Kyoto, Japón, mientras Marlon filmaba Sayonara, que arrancó a las siete y media de la tarde y terminó pasado el mediodía siguiente.
Todo lo demás (Desayuno en Tiffany´s, Música para Camaleones, A Sangre Fría) fueron los peldaños que lo llevarían a la fortuna, a coleccionar celebridades –los Onassis, los Kennedy, los Vanderbilt, los Niarchos, los Radziwill, todas las estrellas del cine de su tiempo–, a los colosales escándalos, a las memorables peleas con Norman Mailer y Gore Vidal, a los tribunales, y los amantes ocasionales y la promiscuidad sexual a la que se lanzó luego de romper su larga historia de amor –más de tres décadas- con el escritor Jack Dunphy.
Aquel famoso "Soy borracho, soy drogadicto, soy homosexual, soy un genio" es apenas el lugar común, la estampilla, el sello de goma de cuanto en materia de shock produjo su pequeño cuerpo –1,55–, su filosa lengua, su voz chillona y gangosa, su espíritu burlón. Abramos el álbum: "Todo abstemio es, en principio, sospechoso… Sé patinar sobre hielo, leer al revés, andar en patineta, meterle una bala 38, en el aire, a una lata, correr en Maserati a doscientos setenta kilómetros por hora, escribir –a mano y con lápiz–sesenta palabras por minuto, zapatear y cocinar un maravilloso soufflé Furstenberg –queso, verdura y seis yemas–, pero soy horrible para las matemáticas… Faulkner jamás salió de su pueblo, Salinger tuvo que esconderse para ser famoso, Hemingway nunca hizo mucho más que perseguir toros y toreros, y Norman (Mailer) me plagió: tardé siete años en investigar y escribir A Sangre Fría, y él escribió La Canción del Verdugo en unos pocos meses y con recortes de diarios… ¿Gente importante? Muy poca: la única gente importante es la que consigue cincuenta millones de dólares cash con sólo levantar un teléfono".
Amado por la alta sociedad neoyorkina, invitado de honor a sus mansiones, taumaturgo de la inolvidable fiesta Black and White en el hotel Plaza (28 de noviembre del 66), que le costó 150 mil dólares y en la que obligó a todos a "vestirse de blanco y negro, y usar sólo diamantes", no tardó en cruzar el más peligroso de los límites: creer que príncipes y multimillonarios estaban a sus pies, y traicionar las reglas de juego.
De pronto, cuando el Paraíso parecía conquistado para siempre, empezó a escribir Plegarias atendidas, una novela de la que sólo llegó a completar tres largos capítulos –acaso el más famoso de los libros inconclusos–, pero que le explotó como una granada cuando sus acólitos se vieron reflejados de la peor manera en La Côte Basque, cuarenta páginas –publicadas inicialmente por la revista Esquire– en las que reveló vida, milagros, misterios, miserias y adulterios de esa dorada corte.
La reacción fue tan previsible como brutal, y Truman, niño mimado ayer y enfant terrible desde ese día, fue expulsado de ese mundo y condenado a la muerte civil. Se defendió ("¿Qué creían, que estaban con un bufón contratado para divertirlos? No: estaban con un escritor, y pagaron el precio") y duplicó sus disparos con sangrientas burlas contra John y Jackie Kennedy… and company: toda la pléyade.
Las otrora dulces damas pasaron a ser "arpías, vulgares, estúpidas y de mal gusto", y los grandes capitanes del dinero, "cornudos, homosexuales encubiertos, drogadictos, gángsters".
Los siete años que siguieron fueron una larga pesadilla de desenfreno, enfermedades y aridez literaria. Truman vivió borracho y drogado día, noche y trasnoche, cayó preso por estrellar su auto contra un bar (seis heridos), fue expulsado del Towson State College por presentarse a una conferencia tambaleante, con una botella de vodka en la mano y mascullando incoherencias, mientras mil quinientos estudiantes que pagaron cinco dólares el asiento esperaban sus palabras, y su cuerpo fue martirizado por cirrosis, flebitis, insomnio, insoportables dolores en las piernas y ataques de epilepsia.
En julio del 84 viajó a Los Angeles, se refugió en la casa de Joanne Carson, la única amiga que le quedaba, y en el atardecer del 25 de agosto le dijo: "Estoy muriendo. No llames al médico. Sólo abrázame".
Dijo tres veces "Mamá", y se fue.
Su libro Plegarias atendidas, mortal vuelta de tuerca, tomó su nombre de una cita de Santa Teresa de Jesús: "Se derraman más lágrimas por plegarias atendidas que por no atendidas". Nadie mejor que Truman lo supo. Su plegaria mayor fue ser escritor, rico y famoso. Lo logró, pero murió en soledad y entre lágrimas.
Sin embargo, su autodestructiva vida, que no alcanzó las seis décadas, es apenas el olvidable telón que jamás eclipsó (ni eclipsará) su genio literario. Si sólo hubiera escrito A sangre fría, nacido de una breve noticia aparecida en The New York Times que recortó con la chispa de inspiración de los grandes escritores y se lanzó a la investigación del bestial y gratuito crimen de la familia Clutter hasta el final (la muerte en la horca de los dos asesinos), Truman Capote sería lo mismo que fue y que aun es: un escritor colosal.
Cualquiera de sus capítulos, cualquiera de sus líneas, lo instala en la leyenda. Y en ella seguirá para siempre.
LEA MÁS:
________________
Vea más notas de Cultura