No es fácil hablar de belleza masculina. Lo sabe la directora Claire Denis que en Bella tarea encuadra cuerpos semidesnudos ejercitándose o planchando su unifome. El escritor Mariano Blatt lo sabe también cuando describe en "Una galaxia llamada Ramón", poética en modo zoom, el encanto en primer plano del labio partido de un hombre. Y Billie Holiday, cuando en "The man I love" frasea sobre un hombre -grande, musculoso- que construye una casa para dos, lo sabe absolutamente.
El atractivo de Sam Shepard fue el de una "boca de cowboy", como lo apodó su amiga Patti Smith. Eso ocurrió hace mucho, cuando ambos, veinteañeros se conocieron en la movida del Greenwich Village de los 60 al comienzo de sus carreras. Pero hace muy poco, a los 73 años, Sam Shepard falleció en Kentucky. Casi en el otro extremo del estado de California, donde se crió. En el medio de ambos estados, Texas y el pueblito Paris que no era la capital de Francia, en aquel clásico de Wim Wenders (Paris, Texas) cuyo guion le daría a Shepard fama universal. En el medio de esa vida, una obra cual serpentina interminable de rutas interestatales de Estados Unidos: un cuerpo de 1,90 m y de ojos azules que dio vida a un corpus altísimo de más de 50 obras y guiones.
Boca de cowboy fue actor guionista, director, músico, poeta y uno de los grandes dramaturgos (ganó un Pulitzer por su obra El niño enterrado) de los últimos años. Especie de último beatnik, de heredero de esa pandilla salvaje en busca de la beatitud americana, su prosa no quería tanto desmalezar la América de los sueños consumistas sino más bien recoger las hilachas del amor. Pero si para Allen Ginsberg, la gran America se reducía a un pequeño supermercado de neón contenido en un poema, para Shepard su país podía ser una cafetería en medio de la ruta.
En cuentos como "Extranjeros", "Los intereses de la compañía" (un monólogo interior de dos páginas sobre una empleada de una estación de servicio) o en la surrealista Estados de shock (estrenada en 1991 con John Malkovich) la narración acontece en espacios cerrados para comer. Pero para Shepard, que como John Cassavettes escribía pensando en las relaciones afectivas, el desierto de Mojave y los moteles de una EE.UU. en escombros, también eran sus escenarios, el tipo de puesta en escena en la que sucede su joya maestra, Locos de amor. En esa obra de título impecable, los amantes Eddie y May, magnetizados y repelidos por su propia neurosis, muestran y esconden tesoros y rencores mientras un fantasma paternal e incestuoso (El viejo) monologa acechándolos. No es una pareja imposible o "despareja": es la suma de todos los miedos y desequilibrios de un dúo que intenta convivir, perdurar.
Shepard fue hijo de padre militar, lo que se refleja en un lirismo duro y tierno de los poemas sin nombre de Crónicas de motel. Por ejemplo: "Hubo una época en que Mamá llevaba una 45 / yo en una cadera / la pistola en la otra", o en el cuento "Cada vez que oía pasar un avión", donde el orgullo yanqui por lo belicoso y por la acción se abraza con la sal de la tierra labrada. En el cine, uno de sus personajes más memorables fue el del latifundista solterón y con tristeza de Días de cielo, dirigida por Terence Mallick, que casi al mismo tiempo que la Novecento de Bertolucci, narraba un drama proletario del siglo 20, pero desde Texas.
En los últimos años hay que detenerse en sus papeles secundarios para directores siempre alentadores como Andrew Dominik o Jeff Nichols en los que hizo gala de personajes patriarcales, como el que compuso para la serie Bloodline, su último trabajo, suerte de relectura en las costas de Florida de El Padrino 2.
Hacia atrás, y para los argentinos, la prosa de Shepard muchas veces corrió en paralelo con las tramas conyugales y familiares de Raymond Carver, porque a pesar de que fueron coetáneos, sus traducciones habían llegado primero a estos lares. Hacia el presente, sus cualidades existencialistas siempre a la par del óxido de la vida, pueden rastrearse hasta en la árida belleza de las letras del grupo Pavement. Canciones en las que el Paraíso es un camión varado en el campo al que le hacemos dedo o en las que sentimos que fuimos elegidos como extras, en una adaptación al cine de nuestras vidas. En el poema "Me encontré con la doble de la Estrella", Shepard rememora a una doble de acción que se deprime cuando la producción abandona la locación de su hundido pueblito: "le dije que no valía la pena / no es más que una película estúpida / no tan estúpida, dijo ella, como la vida."
Como el personaje de Eddy al final de Locos de amor, finalmente Sam Shepard ha dejado nuestro escenario. Y como la belleza angelical del Chet Baker de los años para Pacific Jazz o la inspiración salvaje de Neal Cassady; boca de cowboy, caracal de afilado cabello castaño y ojos azules que nos rugen de frente, se queda con nosotros. Su poema "Si todavía rondaras por aquí", abreviará siempre ese aliento terrenal:
Si todavía rondaras por aquí
Te desgarraría hasta meterme en tu miedo
Te lo arrancaría
Para que colgara como un pellejo
Como jirones de miedo
Te daría la vuelta
Te pondría de cara al viento
Doblaría tu espalda sobre mi rodilla
Masticaría tu nuca
Hasta que abrieras tu boca a esta vida
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