Lo que sigue es el comienzo del libro, en donde el prestigioso periodista reconstruye el suicidio de Jorge, su padre, un banquero comunista ex dirigente estudiantil, guerrillero urbano, abogado defensor de presos políticos y él mismo preso político y exiliado.
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Antes de tirarse de palito de un piso dieciséis, papá se despidió de la clase obrera argentina.
Un grupo de albañiles que levantaba el hotel Hyatt a treinta metros no le retribuyó el saludo. Intentó detenerlo con gritos cuando puso el pie derecho sobre el alféizar de la ventana. El diario Crónica los consignó en su edición de la tarde:
"¡Cuidado, loco, te vas a matar!"
"No, no, no"
"¡Entrá para adentro!"
"¡Qué hacés, flaco? No te tirés."
Les mostró la palma derecha y una media sonrisa.
Soltó un berrido y se dejó caer.
Había llegado al departamento de su padre Samuel
para la hora del almuerzo del miércoles 5 de diciembre de
1990. En Posadas, como lo llamábamos por el nombre de
la calle donde quedaba, siempre me incomodaron el olor
a desodorante de ambientes y los muebles excesivos que
atesoraban parte de la memoria familiar.
Según consta en el expediente judicial, se sirvió un
vaso de Coca-Cola y fumó uno de sus sesenta cigarrillos
diarios.
En cambio, en actas no quedó asentado que llamó a
nuestra casa y pidió hablar con mi hermano Gabriel, al
que siempre llamamos «Gabito», y conmigo. Pero no estábamos.
A Lily, la empleada doméstica, le deseó buen
viaje a Santiago del Estero.
Se encerró con llave en la habitación que había sido
de su hermano menor, Horacio. Después de cinco o diez
minutos, ya sin el saco, se asomó a la ventana.
Algunos vecinos del edificio de Posadas al 1120 escucharon
los gritos de los obreros. Un fotógrafo de la revista
Gente llegó antes que la ambulancia del servicio público
SAME. Captó su cara enrojecida y las pupilas fijas,
pero no el flamante cráter en el césped.
El cafetero de la esquina hizo las primeras declaraciones
a los periodistas: «Era el presidente del banco, salía en
la tele seguido y era hermano del empresario que mataron.
Me parece que lo hicieron boleta».
Los forenses sólo encontraron el hueso occipital sano.
Consignaron que había muerto por un paro cardíaco. El
juez Roberto Marquevich caratuló la causa «muerte sospechosa
de criminalidad», pero dio a entender a la prensa
que se había tratado de un suicidio.
Clarín interpretó el tema en un recuadro de su tapa
del 7 de diciembre:
Liquidan el banco de Sivak
Creen que el empresario se suicidó por eso
En la nota interior del miércoles 6, el gran diario argentino
incluyó una foto del edificio de Posadas con una
flecha punteada con el recorrido del cuerpo, mismo recurso
que usaba en la década de 1950 para mostrar el recorrido
de la pelota en las páginas de fútbol. La Nación
publicó el perfil titulado «Notorio, a partir de un lamentable
hecho»: aludía al secuestro y asesinato de su hermano
mayor Osvaldo. El semanario Noticias apostó por la
ficción: especuló con un tumor maligno jamás detectado
y ligó su suicidio con el levantamiento militar que había
fracasado esa semana.
Papá se mató el día en que el Banco Central formalizó
la quiebra de su banco, último sobreviviente de un conjunto
de empresas de la familia que medio siglo atrás había
fundado Samuel, el dueño de Posadas, gracias a unos
fondos del Partido Comunista local y a su habilidad para
los negocios. Por esas horas el presidente George Bush
(padre) empezaba su visita a la Argentina, mientras caía
el Eurocomunismo. Papá moría —murió— marxista-leninista,
como se había reivindicado siempre.
No dejó una carta, ni un borrador o notas sueltas.
Nada, ni una sola palabra.
Su estado depresivo —tres meses entonces— le aplastó
el tramo final de su vida con psicofármacos, acompa-
ñantes terapéuticos, psiquiatra, psicoanalista y psicólogo
de familia. Nunca antes se había deprimido de esa manera.
Ni siquiera se había dejado ver abatido.
En esos meses finales a veces vestía jogging con zapatos
de traje. A sus hijos nos pedía abrazos; compartíamos
sesiones cortas de abrazos. Empecé, ahí, a pensar en su
muerte. La imaginé producto de un paro cardíaco inducido
por los tres paquetes diarios de cigarrillos. O de un
secuestro y asesinato, como el de su hermano. O de una
distracción al cruzar la calle.
Un par de años antes, cuando todavía lo creía inmortal,
le había preguntado qué música le gustaría que sonara
en su velatorio.
No quiso contestar. Insistí.
Resignado, entregó su único guion post mortem: una
canción tristísima cantada por un comunista como él,
Alfredo Zitarrosa.
Adagio en mi país.
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