"Cándida, un día, se acercó tanto al espejo que llegó a darse un beso, pero al encontrarse con la superficie lisa y helada donde los besos no pueden entrar, se dio cuenta de que sus amigas la abandonaban de igual manera". Así describe Silvina Ocampo en "El remanso", uno de la lista interminable de sus relatos, aquel mundo inquietante y perturbador que sólo ella supo contar. Para el gusto de muchos, Editorial Emecé acaba de publicar Cuentos completos, una recopilación detallada y exhaustiva donde no falta nada.
Silvina Inocencia Ocampo Aguirre nació en Buenos Aires, apenas arrancado el siglo XX. La menor de seis hermanas de una familia aristocrática, fue educada por institutrices. "Yo no me crié con el español, sino con el francés y el inglés, cuando tenía cuatro años y estaba en París. Los sentía como idiomas ya hechos; en cambio, el español sentía que tenía que inventarlo, que había que rehacer el idioma", afirmó en alguna oportunidad. Pero fue más allá y además se inventó un mundo propio. Con una hermana mayor –la inmensa Victoria –dedicada al mundo de las ideas y las Letras, Silvina imaginó que sería artista y estudió dibujo y pintura en París con Giorgio De Chirico y Fernand Léger. Jugó a ser artista como Vanessa Bell, la hermana de Virginia Woolf, la escritora inglesa por antonomasia y venerada hasta el paroxismo por Victoria, con quien se carteó alguna vez e incluso insistió hasta visitarla en su casa de Londres.
Sin embargo, el imaginario de Silvina fue en aumento hasta quitar del medio las telas y los colores, para dejar paso al silencio de la escritura. No eran nuevas sus ansias de soledad. El patito feo de esa especie de Mujercitas ampliada –la sexta hermana había muerto-, se sentía opacada por el resto: Victoria, la mayor y de pie en la tarima de la brillantez, y Rosa, Pancha y Angélica, ésta señalada como la más inteligente de las cinco.
En 1937, Silvina irrumpió en el mundo literario con un libro de cuentos, Viaje olvidado, dedicado a su hermana Angélica. Pero no todo fue alegría y apoyo hacia ella en la familia Ocampo. Victoria la deshizo en Sur, su revista. La tensión fraterna se hacía eco de su primera bala pública y en la reseña, Victoria señaló que "los cuentos son recuerdos enmascarados de sueños; sueños de la especie que soñamos con los ojos abiertos. Y todo eso está escrito en un lenguaje hablado, lleno de hallazgos que encantan y de desaciertos que molestan". Silvina sintió la estocada y tal vez a partir de esto la relación entre las hermanas más célebres del mundo literario argentino ya no fue la misma.
La más inquietante de las Ocampo construyó junto a Adolfo Bioy Casares la dupla amoroso-literaria más potente del siglo XX y más. Gracias a la amistad estrecha que Silvina mantenía con Marta Casares, la madre del apuesto joven, la tarde en que lo conoció quedó sin aliento ante su belleza. En sus memorias confesó que "algo había en él peor que su hermosura: sus ojos hundidos bajo unas cejas despeinadas por un viento invisible que revelaban su desamparo".
Se casaron en el invierno de 1940 y la existencia de ella se transformó por completo. La vida y la escritura empezaron a borronear las fronteras y Silvina buscó amparo detrás de ellas. En esos tiempos se calzó los lentes oscuros con montura blanca que luego fueron su marca registrada y optó por evitar las reuniones masivas. Prefería los encuentros con amigos, sobre todo con Jorge Luis Borges, con quien la pareja armaba un trío imbatible. Precisamente los tres editaron las reconocidas Antología de la literatura fantástica (1940) y la Antología de la poesía argentina (1946).
Silvina era celosa y su marido parecía que tenía mucho amor para dar. También a otras, claro. Silvina sabía todo, prefería callar y padecer en silencio. Pergeñaba todo tipo de planes en la más absoluta soledad. Se desesperaba cuando las noches se hacían demasiado largas y Adolfito no regresaba a la casa. Ponía una silla delante de la puerta de entrada para que al abrirla, el ruido le anunciara la llegada de Bioy. Fingía dormir, escondía el desasosiego.
Pero ella, además, tenía lo suyo. Secretos susurrados y a los gritos hablaban de los devaneos de Silvina con amigas. Agregaban a su suegra a la lista de amoríos, incluso a una de sus sobrinas. Dicen que esto fue lo que rebalsó el vaso de Victoria, quien no pudo tolerar semejante afrenta y rompió lazos para siempre con el matrimonio.
La relación entre las hermanas promovió cientos de elucubraciones, de mayor o menor ingenio. Sin embargo, pocos días después de la muerte de Victoria –el 27 de enero de 1979 -, Silvina le dedicó un poema, "El Ramo", que dice: "Yo no te conté nada. Sabías todo. /Reinabas sobre el mundo más adverso /como si no te hubiera lastimado. /Nos une siempre la naturaleza: /el árbol una flor las tardes las barrancas /misterios que no rompen la armonía".
El amor y el deseo fueron dos grandes obsesiones para ella. En una nota confesaba: "Llegué a los cuarenta, a los cincuenta, y seguía enamorándome y deseando a la gente hermosa. Es terrible. Y ahora el sexo me resulta tan interesante como cuando era chica y acababa de descubrir lo que era. A mí me importó siempre. Ahora también. ¿Cómo puede dejar de importar? Es una condena y un placer".
En sus últimos años, Silvina se enfermó de Alzheimer y murió el 14 de diciembre de 1994. Su marido, arrasado por una pena infinita, preguntaba con quién hablaría de ahí en más. Ya nada tendría sentido para él. A los veinte días, la hija de ambos, Marta Bioy Ocampo, de 39 años, moría atropellada por un auto. Bioy Casares vivió sólo cinco años más.
La crítica literaria la ignoró hasta fines de los 80, dejando de lado el complejo entramado de su obra, su originalidad y humor, que también se caracterizó por una crítica filosa a las convenciones sociales de la época.
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*** Fragmento del prólogo de Laura Ramos a la edición de los Cuentos Completos: "Escribía sobre niñas muertas o sentenciadas a muerte; sus personajes son un jorobado al que unos borrachos le planchan la joroba en una tintorería, una adivina que confecciona fajas y corpiños, resucitados, suicidas, una chica que queda paralítica después de un accidente y muere extenuada de tanto festejar, una maestra que amenaza a sus alumnos atrasados con estatuas de los próceres que roban niños y que para persuadirlos alimenta con maíz a un caballo de bronce. Su narrador es un trapo o una muñeca y los protagonistas, niños asesinos, pirómanos, dos chicas que se cambian de ropa y de pies pero olvidan intercambiar sus ángeles guardianes. Una mujer que embalsama a su perro, en un cuento que Borges detestaba. Una niña que envenena a su vecina a punto de casarse, metiéndole una araña adentro del rodete. El niño anciano con dos muelas postizas, la cara cubierta de arrugas y dos o tres canas; la moribunda a la que las amigas le quieren robar la mucama. Miss Edwards, la institutriz que se volvió loca, por las noches le hacía los bigudíes a su discípula, enroscando las puntas del pelo alrededor del cuerito relleno, sostenido por dos cintitas. Un día la niña gritó: "me duele, me duele" y ella le dio una bofetada". (…)
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