Dicen que podía quedarse horas en silencio mirando el mar en la bahía, conmovida por el ritmo de las olas. Y que era apenas una nenita cuando comenzó a darles clases de danza a los amigos del barrio de San Francisco, en donde vivía con su madre y sus tres hermanos mayores. Bailar por instinto y reproducir el movimiento de las olas, algo de eso era lo que la fascinaba. La escuela le resultaba un suplicio de disciplina y aburrimiento y lo único que quería hacer era balancearse ligera y con gracia, allí donde estuviera. Isadora Duncan (1877-1927) mecía su cuerpo como si buscara elevarse hacia la luz. Sabía que nunca iba a poder integrar una compañía de ballet clásico y que lo suyo era la danza en libertad, como libre de convenciones iba a ser su vida. Lo que entonces ignoraba era el costo que debería pagar por desoír las normas de comportamiento de su tiempo.
El padre, un estafador algo inescrupuloso, los había abandonado. Las penurias económicas de su familia -el único sostén era su madre, Dora, que daba clases de música a domicilio- eran compensadas con la música y los poemas que por las noches, aunque agotada, la mujer entregaba a sus hijos.
Isadora (nacida como Angela Isadora) era una adolescente cuando la familia se trasladó a Chicago: ya había abandonado la escuela. A los 17 se fue a Nueva York, a probar suerte en la compañía de Agustin Daly, donde estuvo dos años, padeciendo los ejercicios clásicos en la barra y buscando persuadir a los maestros con sus nuevas formas de pensar la danza. No funcionó.
Viajó a Londres y fue en el British Museum donde encontró lo que buscaba cuando comenzó a copiar los movimientos de las diosas de los jarrones griegos con sus brazos y sus piernas. Y sin zapatillas oprimiendo sus pies. Entonces llegó el éxito, cuando sus pies descalzos y alados se hicieron moda en toda Europa. Llegaron París, Italia, Grecia… Hombres y mujeres de toda edad y condición se enamoraban de ella con desesperación pero aunque su cuerpo -el mismo que exhibía con túnicas o delgadas telas que apenas cubrían su desnudez- se deslizaba de cama en cama sin distinción de género, Isadora nunca le perteneció a nadie más que a ella misma. Decía que las mujeres eran tratadas como esclavas y que el matrimonio era una condena. Creía, también, que había que amar sin condiciones ni contratos y que las mujeres debían tener hijos cuando quisieran y con quien quisieran. Lo hizo.
Así nacieron Deirdre y Patrick, hijos de diferentes padres. La mayor era hija del escenógrafo Gordon Craig y el menor, hijo de Paris Singer, heredero del magnate que dio su apellido a las célebres máquinas de coser. Ambos fueron criados solo por ella hasta la noche de la tragedia, cuando envió a los chicos (la niña de 5 y el varón de 3) con la institutriz desde París a Versailles, donde vivían, y el chofer, en una mala maniobra, provocó el accidente. El coche cayó al Sena en abril de 1913. Sus hijos murieron ahogados.
Poco después, enloquecida por la pena, buscó un nuevo embarazo con un nuevo amante. El bebé murió a poco de nacer. Lo que siguió a este período de desconsuelo y locura fueron tristes postales de su extravagancia. Allí donde iba, había escándalo, como cuando en julio de 1916, durante una accidentada gira en Buenos Aires, bailó desnuda y envuelta en una bandera argentina en un club nocturno. Ese viaje terminó muy mal: no tenía dinero para pagar el hotel Plaza en el que se había alojado y luego de una función artísticamente pobre le gritó despectivamente "Ustedes son unos negros" al público que la trató fríamente en el teatro.
Rusia fue la cuna de su pensamiento político. En Moscú, en 1905, había descubierto su cercanía con las ideas del momento, que terminarían alumbrando la revolución bolchevique de 1917. Ella, que siempre buscó vivir sin ataduras de ningún tipo, creyó encontrar allí el sistema perfecto para terminar con las clases sociales y las diferencias de género. "La noche aquella de la Revolución Rusa bailé con júbilo feroz. Mi corazón estallaba dentro de mi pecho al sentir la liberación de todos aquellos que habían muerto por la causa de la Humanidad", escribió en Mi vida, su clásico libro de memorias.
Rusia fue también el lugar en donde creyó encontrar un último amor, cuando tenía 45 años y dedicaba todos sus esfuerzos a enseñar y a olvidar. Se casó en 1922 con el poeta ruso Sergei Esenin, casi veinte años menor. Esenin era un hombre emocionalmente inestable, demasiado convulsionado para una mujer como Isadora, que al año de estar con él decidió abandonarlo para no tener que seguir soportando su alcoholismo y su violencia. Él regresó a Moscú, fue internado en un neuropsiquiátrico y poco después se ahorcó. Era 1925.
Ella ya no se recuperó.
El corto tiempo que vivió después fue puro tambaleo y decadencia. En septiembre de 1927, en el Paseo de los Ingleses de Niza, se despidió de algunos amigos poco antes de subir al descapotable de un mecánico italiano, un Amílcar. "Adiós, amigos, me voy a la gloria", dicen que dijo. Otros aseguran que en realidad lo que dijo fue "Adiós, amigos, me voy al amor". Da igual. Sobre su cuello, un larguísimo foulard pintado a mano. Cuando el italiano Benoit Falchetto arrancó el auto, la chalina se enredó entre la llanta y el eje trasero. Isadora murió estrangulada. Tenía 50 años.
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Hacía frío en Odessa esa mañana de diciembre de 2004; la calefacción del salón comedor del hotel Londonskaya parecía insuficiente para un lugar tan grande. Por las ventanas podía verse gente abrigada de pies a cabeza paseando por el Boulevard Primorsky. Era fácil detectar a los pocos turistas que se animaban a andar por la calle en plena Revolución Naranja: eran aquellos que no resistían la tentación de fotografiarse en la célebre escalinata que convirtió en ícono revolucionario Einsenstein, en El acorazado Potemkin.
En silencio, el mozo fue a buscar más café para renovar la bebida en mi taza. En las mesas del desayuno, el champagne, el salmón y el arenque convivían pacíficamente con panes, budines y croissants. Mientras me servía el café humeante, el hombre me respondió en un inglés apretado que el champagne estaba ahí como tradición para aquellos que regresaban al hotel por la mañana y enumeró una preciosa lista de visitantes ilustres, varios de ellos acostumbrados a prolongar sus noches descontroladas aún con la salida del sol. Uno de esos nombres me hechizó. Isadora Duncan había ocupado la habitación 326 del hotel en 1924. "Cuentan que una noche bailó desnuda sobre estas mesas, como poseída", dijo.
La voz de ese hombre resonó como un eco un largo rato en el salón vacío.
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