No hacen falta demasiadas luces para decir que el rock es la habitación del arte contemporáneo donde más tensiones se generan. Aparece la masividad y con ella los fans, aparece el mercado y con él la comercialización del arte, aparecen las compañías y los negocios, la rebeldía y la contracultura. Sin embargo, este nuevo siglo trajo una serie de elementos que modificaron el contexto deslizando la idea de la muerte del rock. ¿Es posible que se extinga en el corto plazo? En el caso de que así suceda, ¿qué lo reemplazará? Quizás haya en semejante afirmación más brillo que oro, dado que basta con navegar en Bandcamp, Spotify o YouTube para ver que las propuestas musicales proliferan, como una permanente primavera. Además, es necesario reconstruir lazos y pensar aquella época originaria para ver qué quedó de todo ese bullicio libertario. Aún se puede decir, entonces, que el rock es la habitación más grande, más ampulosa, rica y contradictoria, donde conviven todo tipo de bandas y todo tipo de artistas que, pese a estar catalogados bajo la etiqueta de "rock nacional", no todo es lo mismo.
Pensar el rock es salir de la simplificación que se ancla a, por un lado, los prejuicios cuando se lo asocia al reviente, a las drogas, a la futbolización de la cultura, pero también a la idealización ingenua cuando se lo cree un artefacto que "dice las cosas como son". Bajar la velocidad y apoyar los pies sobre la tierra significa indagar de qué se trata este extraño fenómeno de masas, por momentos tan sometido a la cultura del aguante que el investigador Pablo Alabarces definió como "una moralidad, un modo de ordenar el mundo entre lo bueno y lo malo", pero que aún sigue, como suele decirse, vivito y coleando. A 50 años de aquella madrugada en el baño de La Perla donde Litto Nebbia y Tanguito compusieron "La balsa", la canción que inaugura simbólicamente este género mixturado con el Río de la Plata, ¿qué lugar ocupa el rock en nuestra actualidad? ¿Es posible seguir viéndolo como una reliquia de nuestra cultura que permite, no sólo divertirnos, sino también dar una cosmovisión del mundo fresca e inteligente? Lo primero es: sacarlo de la acrítica caja de cristal en que aún lo siguen guardando para ver mejor sus posibilidades concretas.
"Si uno se deja llevar sólo por el criterio comercial de las grandes FMs o por las revistas de rock de moda, sólo se quedaría con la punta del iceberg", escribe Pablo Díaz Marenghi en Códex, música contemporánea, libro publicado por la editorial Maten al Mensajero en 2016 que cuenta con crónicas y entrevistas ilustradas a modo de "registro de la escena": desde Nekro, Palo Pandolfo y Santi Motorizado hasta Valle de Muñecas, Atrás hay truenos y 107 faunos. Su metodología es la del periodista entendido como "alquimista del under" que "transforma los sonidos en palabras" y se mete en el pantano de lo nuevo, donde aún no han llegado los flashes del mainstream, para intentar explicarlo. "En un contexto de hiper saturación de información, en donde el desarrollo tecnológico y el auge de las redes sociales ha permitido que la marea de contenidos se vuelva inabarcable (…) la curaduría cobra un lugar central", son las palabras que utiliza Díaz Marenghi para echar luz sobre la importancia de tener un rol activo en el consumo de rock, un universo que, desde su perspectiva, tiene mucho para dar: "los motores sonoros avanzan. A veces hacen ruido, se inquietan, pero no parecen detenerse".
Desde el lado de las susceptibilidades intimistas, acaba de publicarse Estar en banda, psicología del músico de rock (Galerna, 2017) de Fabio Lacolla, un psicólogo que, además de ser músico, brinda terapia a bandas. En 382 páginas, donde se mezclan las entrevistas, los perfiles, el ensayo y el humor, los rifles apuntan a descascarar frases hechas hasta dotarlas de sentidos nuevos. "El rocanrol tiene más mitos que discos grabados. El combustible del rock es la creencia. Sin creencia no hay circo, sin circo no hay función", dice un fragmento del libro, para luego, en otra parte, disparar: "Las fantasías, por definición, cuando se hacen realidad siempre son otra cosa. El éxito es histérico: pide flashes, pero se queja del encandilamiento". Juanchi Baleirón, "El Cabra" Vega, Daniel Melingo, Walas y Manuel Moretti son algunos de los entrevistados, de los testimonios que retratan ciertos tópicos que necesitan ser repensados. Esa es la apuesta de Lacolla, buscarle una vuelta de tuerca a todo lo que damos por cierto, aunque quizás, en el fondo, sea verdad.
El rock, se sabe, atravesó épocas, contextos y circunstancias que lo fueron moldeando. Leyendas o eventos consuetudinarios, todo forma parte del espectro analizable. Cemento, "un agujero en la ciudad que vos tenías que descubrir", tal y como lo definió Gabriel Guerrisi de Los Brujos en Cemento, el documental, fue un símbolo emblemático de una época. Pero mejor lo explica el libro de Nicolás Igarzábal titulado Cemento, el semillero del rock. Allí se aborda un espacio que tejió relaciones y forjó una manera de resistencia entre 1985 y 2004 en pleno barrio de Constitución. "Esto es, en definitiva, la biografía de un lugar que vio crecer a las bandas más importantes de los últimos 30 años. Construcción, crecimiento y demolición del último gran semillero del rock argentino", escribe Igarzábal sobre el final de su introducción. Luego, los textos avanzan cronológicamente llenos de entrevistas, crónicas y materiales inéditos y de colección. El libro logra dar un poco de justicia a esos años de trasgresión y es una suerte de Encarta o Wikipedia que permite recordar la importancia de aquella vieja frase popular que dice que es necesario mirar el pasado para construir el futuro.
Pero si viajamos más atrás, a principios de 1966, vemos a un muchacho que recorre los bares de la avenida Corrientes y reparte textos. Los que lo reciben, se sorprenden al leer allí que "los intelectuales perdieron el tren (…) Desde el surrealismo, en el mundo no pasa nada capaz de conmover realmente a esos bichos anteojudos". Pipo Lernoud es el protagonista de esa historia y de otras miles que se compilaron en el libro editado por Gourmet musical el año pasado bajo el título Yo no estoy aquí. Rock, periodismo y otros naufragios. Poeta, compositor, periodista, integrante de esa movida pre dictadura que se armó en la Argentina, mezcla de hippismo y rocanrol con revistas como Expreso Imaginario, La Mano y Canta Rock, Lernoud hoy tiene 70 años y mucho para decir. Tal como lo escribe Alfredo Rosso en el prólogo, Yo no estoy aquí… es "la guía de una generación que soltó amarras y dejó atrás los símbolos de todo aquello que la sociedad argentina bien pensante de los años sesenta consideraba 'seguro'". Sobre el final, pensando un poco en las utopías que arden en las letras del rock, sostiene que "la conciencia de la gente tiene que cambiar para que el cambio sea sólido y duradero".
El rock siempre habla de cambios, los pide, los exige, los necesita. No puede vivir sumido en la somnolencia de la conformidad porque su existencia se da a partir de la tensión. Esa parece ser su esencia y rebeldía. Por eso mismo, es necesario que, incluso el rock, sea repensado. Así como las religiones, los comunismos, las filosofías, los nacionalismos. Criticar, sobre todo, la herramienta con la que critico. Para no quedarse siempre en la cantata del pogo y la distorsión.
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