¿Qué pasaría si un compositor francés y católico ideara una sinfonía de nombre indio, basada en una leyenda irlandesa, con ritmos hindúes y griegos, como parte de una trilogía que se nutre del folclore peruano? Estaríamos frente a la Sinfonía Turangalîla, la primera obra orquestal a gran escala que compuso Olivier Messiaen y un símbolo de su ecléctico lenguaje musical. Luego de su estreno en 1949, bajo la batuta de un joven Leonard Bernstein, la obra se convirtió rápidamente en un clásico del siglo XX. Concebida como un himno al amor humano y divino, esta sinfonía conjura la magia de una palabra en sánscrito para reunir significados tan variados como el paso del tiempo, el juego, el amor y la muerte, así como el impulso incesante de renovación. El próximo viernes, a las 20:00, la Sinfónica Nacional interpretará en el CCK esta pieza clave del repertorio orquestal.
Aunque abunda en referencias orientales, la Sinfonía Turangalîla forma parte de un tríptico inspirado en un mito central de Occidente, la leyenda de Tristán e Isolda. Las otras obras de la trilogía, mucho menos célebres, son el ciclo de canciones Harawi, canto de amor y de muerte, para soprano y piano, y los Cinq Rechants, para doce voces a cappella. Pero así como esta sinfonía forma parte de un todo más amplio, también contiene otra obra en su interior, a la manera de una muñeca rusa: no hay que olvidar que, bajo el nombre también indio de Tres Tâlas, Messiaen autorizó a interpretar de manera independiente tres movimientos centrales de esta obra sinfónica.
Se suele decir que Turangalîla es una sinfonía cíclica ya que, en sus diez movimientos, van y vienen cuatro motivos fácilmente identificables, además de otras figuras recurrentes que Messiaen denomina "personajes rítmicos". El retorno de motivos musicales a través de una forma extensa remite a Wagner, pero también a la tradición sinfónica francesa que, de César Franck a Albert Roussel, persiguió la unidad de las obras a través de una trabazón interna entre sus movimientos. Por otra parte, esta sinfonía atípica contiene más de un vestigio de las formas tradicionales: la sección inicial funciona como una introducción, la cuarta puede interpretarse como un scherzo, el movimiento lento llega inequívocamente en la sexta parte y pueden encontrarse los rasgos de una sonata en el movimiento final. Ni siquiera falta, en octavo lugar, la "sección de desarrollo" de la sinfonía considerada como un todo.
Con espíritu de inventario, Messiaen convoca a casi todos los instrumentos que pueden hallarse en una orquesta. En este conjunto masivo se destaca, en primer lugar, la sección muy reforzada de la percusión. Un piano solista va comentando en todo momento la trama orquestal, complejizando la textura; también intercala pasajes de naturaleza improvisatoria, que a veces imitan el canto de los pájaros: una de las fascinaciones constantes del compositor francés. Se diría que este pianista está siempre a punto de convertir la sinfonía en un concierto, si no fuera porque otro solista inusual le disputa protagonismo. Se trata del intérprete del generador de ondas Martenot, que halla en esta obra una ocasión de máximo lucimiento. A Messiaen lo sedujo la versatilidad de este instrumento pionero en la historia de la electrónica: lo utilizó en su sencilla Oración de 1937, en sus Tres pequeñas liturgias de la Presencia Divina y en su única ópera, San Franciso de Asís. También le dedicó algunas piezas que publicó póstumamente su segunda mujer Yvonne Loriod, y hasta concretó una composición para la improbable reunión de un sexteto de Ondas Martenot.
La Sinfonía Turangalîla despliega grandes contrastes. Su música se encuentra parejamente cómoda en la expresión de la sensualidad, la contemplación extática o el frenesí. Mantiene en vilo al oyente a lo largo de una hora y cuarto de duración, no sin echar mano al suspenso y a cierta cualidad cinematográfica. El compositor norteamericano Virgil Thomson, en efecto, denunció que esta música provenía directamente "de la cosecha de Hollywood". No faltan detractores que han criticado lo machacón de sus motivos y cierta cursilería indisociable de sus momentos más sublimes. Siempre sutil, el argentino Juan Carlos Paz sostuvo que Messiaen proponía una música vieja, saturada sin embargo de cosas nuevas. Trastocando levemente su frase, podríamos decir que se trata de una música nueva, colmada de nobles cosas antiguas.
En cualquier caso, novedad y arcaísmo se conjugan, lo mismo que referencias literarias y culturales, instrumentos, patrones rítmicos: nadie superó al compositor francés en el arte abigarrado de la superposición. La consecuencia de estas premisas es una complejidad desbordante, de la que nos consuela el erudito Robert Sherlaw Johnson: "A causa de su riqueza de ideas y procedimientos, todo análisis de esta obra necesariamente está destinado a ser un poco difuso". No deberíamos desaprovechar, entonces, la ocasión de escuchar en vivo esta sinfonía cuyo despliegue sonoro resulta imposible apreciar en una grabación. Sobre todo cuando la ejecución estará a cargo de los intérpretes idóneos: un conjunto formado por el francés Thomas Bloch en ondas Martenot, el pianista argentino Marcelo Balat y la Sinfónica Nacional, todos bajo la dirección de Francisco Rettig, el maestro chileno que, entre otras cosas, es el director titular de la Filarmónica de Medellín.
* El concierto tendrá lugar el viernes 2 de junio a las 20:00, en la Sala Sinfónica del CCK. Las entradas son gratuitas y se pueden reservar online, o bien retirarlas a partir del martes 30 de mayo, de 12 a 19, en Sarmiento 151, hasta agotar la capacidad de la sala.
** En el marco del ciclo de charlas "Antes del Concierto", Pablo Kohan brindará el viernes 2 a las 18, en el Auditorio 511, información y claves para comprender esta obra. El mismo día, los estudiantes de música, compositores y directores podrán asistir al ensayo general, de 08:45 a 12:00, inscribiéndose previamente. Escribir para eso a la dirección: musicascontemporaneas@gmail.com (la inscripción estará abierta hasta el 30 de mayo inclusive).