Momento feliz para los amantes de la literatura argentina: una editorial pequeña, Grupo Editorial Sur, rescata del olvido una gran novela publicada originalmente en 1967. Para Sergio Olguín, es "una especie de Rayuela reescrita por Carver". En esta nota recordamos quién fue Alberto Vanasco, un autor de culto, agudo y sutil.
Apenas había pasado la frontera de los veinte años cuando, en esa casa de la calle Pringles, un viejo tan lúcido como cascarrabias, sacó de la boca las llaves de mi imposible futuro. Vaya a comprar un Luigi Bosca para la cena– me decía. Pero Mario –replicaba yo– no tenés un peso. Él se reía, se ponía una "cigaretta" a la boca, y finalmente, anunciaba: Sí, soy el único poeta pobre de este país. Cómprelo usted. Pero yo tampoco tenía un mango. Hágase mayor –me decía él, que era en rigor un niño eterno.
Mario Trejo oficiaba de maestro de ceremonias de un adictivo ritual poético. Éramos pocos y distintos los que, cada semana, nos congregábamos en torno a su mesa. Lo acompañaba su mujer, María Fernanda, una joven que había llegado para devolverle la vida después de drogas, caminos, vagancias, depresiones y exilios. Entre el café, el vino barato, los libros de Baudelaire, las proclamas de Blaise Cendrars, y las películas de Bertolucci, todos estábamos dispuestos a ser insultados, queridos, y educados. La poesía –entendida como un espíritu– tenía que atravesarnos con el filo de la espada de uno de los mejores poetas argentinos del siglo XX.
No debían haber pasado dos o tres veces de mi primera visita. Eran los últimos días del año 2008, y Trejo lo soltó mientras discutía algún asunto trascendental desde uno de sus sitios predilectos: el baño. Usted no me leyó. Le repliqué que sí. Mario, usted sabe perfectamente que conozco todos los poemas de El Uso de la Palabra –dije, en referencia a su único libro, ganador del Premio Casa de las Américas en Cuba. Sí, pero no leyó a Alberto Vanasco –respondió Trejo desde el inodoro mientras yo escuchaba desde fuera. Y Vanasco y yo somos una misma persona.
Me apresuré a hacer lo que el maestro indicaba. Recorrí librerías de usados y hasta algunas bibliotecas. Trejo me contaba, mientras tanto, sus historias. Habían comenzado en el Colegio Nacional de Buenos Aires donde, rigurosamente, se intercambiaban Hemingway y Machado, como si de drogas se tratase. Habían transitado juntos los primeros happenings porteños, organizados por ellos mismos bajo el exótico paraguas del H.I.G.O Club (Hotel de la Inteligencia, la Gracia y la Originalidad), lo que los había hecho acreedores de una magnífica definición de Bioy Casares. "En Argentina ha habido distintos grupos literarios. Florida, Boedo, y Trejo-Vanasco, dos absolutos francotiradores" –había dicho el autor de Diario de la guerra del cerdo. Trejo hablaba. Se refería a las gloriosas épocas de Poesía Buenos Aires, el grupo que había animado la poderosa revista de los años cincuenta. Comentaba la adolescencia de locuras y delirios. Rememoraba los olvidados cincuenta y los excitados sesenta, en lo que junto a Noé Jitrik y Paco Urondo, ellos –Trejo y Vanasco– experimentaban en sesiones psicoanalíticas con LSD bajo la supervisión del Dr. Alberto Fontana. Aparecían revoluciones y política. Mujeres y amor. Se trataba, sin más, de una película. La de una vida que hubiera amado vivir. La de una vida que ya no parecía posible.
La literatura de Vanasco (1925-1993), me percaté entonces, no merecía la injusticia del olvido. Pero el olvido es la seña de identidad de este país que se debate entre los malvados, los ignorantes y los imbéciles. Sin embargo Juan Vivía, su segunda novela, era una deliciosa historia narrada en segunda persona que, como afirmó Noé Jitrik, fue objetivista antes que el objetivismo. Los muchos que no viven, de 1964, pululó por ese oscuro mundo de desánimo de los cincuenta. Sus cuentos de ciencia ficción, reunidos en Memorias del Futuro, exhibieron una dosis de delirio y humor pocas veces vistas en la literatura argentina. Sus libros de filosofía (entre los que se destacan Vida y obra de Hegel y Tres ensayos sobre una filosofía de nuestro tiempo) son verdaderos ejemplos de lo que solían ser los escritores: tipos íntegros, cultos, eruditos, capaces de traducir lo complejo en un arte sencillo. Y su poesía tierna y endeble –reunida en un tomo único titulado Canto Rodado-, fue el eco de una vocación espiritual. ¿Y qué es la poesía sino eso?
Una tarde, exactamente el 28 de junio de 2010 –según está escrito con mi letra en la primera página del libro-, Trejo me pidió que le leyera. Tomé uno de los pocos libros de Vanasco que me faltaban revisar. Era Nueva York, Nueva York, una novela escrita violando las normas de la temporalidad. Había sido publicada por Editorial Sudamericana en 1967. Comenzaba (o terminaba) con un amor frustrado. Y exhibía una ciudad en guerra y paz. Amores rotos, parejas imposibles, suicidas y músicos. En el centro había un argentino roto en la ciudad de los sueños. Una novela en la que suenan Monk y Perry Como, en la que se discute Dios y el dinero, en la que se habla con humor del racismo y de la izquierda. Una novela vitalista de una época vitalista. Una novela tan deliciosa que resulta inexplicable.
Hace dos semanas recibí un llamado. Era Ture, director del Grupo Editorial Sur. Me avisaba que, después de cincuenta años, había sido reeditada en la colección Alberto Vanasco. Una editorial pequeña se hacía cargo de un libro enorme. Me invitó a presentarla en la Feria del Libro. Acepté inmediatamente.
El día de la presentación, avisé en las redes sociales sin demasiada expectativa. Rápidamente, Sergio Olguín escribió emocionado que se trataba de una de las mejores novelas argentinas del siglo XX. "Una suerte de Rayuela reescrita por Carver" –comentó. Martín Felipe Castagnet, autor de la maravillosa Los cuerpos del verano, asintió y habló con ternura de Vanasco. Francisco Marzioni se refirió elogiosamente a él y Pablo Valle se refirió, con magnifica erudición, a las diversas ediciones de su obra. Eduardo Sacheri se interesó en la obra y Reynaldo Sietecase, eterno defensor de la dupla Trejo-Vanasco, celebró su regreso.
Este país injusto suele tener gente que todavía recuerda. Durante mucho tiempo, Albertito, el hijo de Vanasco, intentó denodadamente volver a instalar la obra de su padre. La reedición de Nueva York, Nueva York por parte de una pequeña editorial es un acto de justicia. Una muestra de que, aún en estos tiempos, alguien apeló a la buena literatura. Hay motivos para alegrarse y disfrutar. Aunque duren menos de doscientas páginas.
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