La autora de La música que todos llevamos dentro cuenta cómo surgió la idea de este libro que comenzó como una catarsis y un modo de procesar una noticia dolorosa. Hoy esta historia es un testimonio pero también puede servir como instrumento de información, difusión y también de empatía
El 22 de Junio de 2015 Andrés y yo entramos al consultorio de Esperanza Guret, atravesamos un pasillo y nos acomodamos del otro lado del escritorio para hablar de lo que le pasaba a Lucas. Él ya tenía seis años pero desde el año de vida había mostrado indicios de que era distinto. El reloj azul colgado de la pared marcaba las 19:03 horas; afuera ya estaba oscuro y hacía frío. Yo no fumo pero quería pararme, prenderme un pucho y recorrer el ambiente ida y vuelta, ida y vuelta, ida y vuelta. Esperanza se sentó, suspiró, juntó sus manos arriba de una carpeta de papel color amarillo que tenía el nombre de mi hijo y con mucha tranquilidad dijo: —Bueeeeeno, ¿Cómo están? —sonrió y abrió los ojos azules bien grandes como si fueran un mar en donde yo podía meterme y evitar todo lo que se venía. Lo miré a Andrés, miré para adelante y cuando estuve por abrir la boca escuché:
— ¿Asperger?—dijo Andrés—lo que tiene Lucas, ¿es Asperger? —y estiró su mano buscando la mía: casi para potenciar fuerzas antes de escuchar la información que tenía Esperanza. Sin darme cuenta yo también estiré mi mano y la junté con la de Andrés: como hace ocho años en la sala de parto.
Sí, era Asperger. ¿Asperger? ¿Cómo puede ser? ¿Se dice con g o con j? ¿Qué tiene que ver con el autismo? ¿Por eso Lucas es así desde chiquito? ¿Así cómo? ¿Sirvieron las terapias que hizo hasta ahora? ¿Se cura? ¿Y ahora qué hacemos? ¿Y cómo seguimos? ¿Va a poder tener una vida normal? ¿Qué es una vida normal? ¿Es hereditario? ¿Y Anita por qué no lo tiene? ¿Tenemos que contarlo? ¿Va a necesitar integración? ¿Tenemos que sacar el certificado de discapacidad? ¿Cómo hacemos? ¿Qué hay que hacer? ¿Qué puedo leer sobre el tema? ¿Por qué? ¿Por qué a Lucas? ¿Por qué la vida nos hizo esto?
Tony Attwood dice que quizás el modo más simple de entender el Síndrome de Asperger es considerarlo como algo que describe a alguien que percibe el mundo y piensa en él de manera diferente a como hace el resto de la gente.
Durante un tiempo lloré: antes de dormirme, a mitad de la noche, en el auto camino al trabajo, en el baño de la oficina o en la ducha. Me encerré en mi casa y en mi dolor; me enojé; me paralicé; me quejé y pasé noches sin dormir. Después me levanté; me volví a caer; me volví a parar; me llené de optimismo; me sorprendí; leí mucho; me informé; aprendí y escribí. Para ese entonces hacía tiempo que venía contándome a mí misma, en relatos que escribía a escondidas, lo que pasaba con Lucas. Casi sin querer, pero obsesivamente, tomaba notas de lo que observaba en una libreta o en el teléfono y después escribía en cuadernos de espiral de hojas rayadas relatos detallados: a la noche, durante el almuerzo, mientras esperaba a Lucas en sus terapias. Como si escribir la historia de lo que íbamos transitando como familia con Lucas fuera un paso previo y obligatorio para poder digerirlo. Luego llevaba los relatos al taller de escritura al que iba todos los martes y delante de Santiago Llach (mi maestro) y Plinio, Pedro, Sil, Felipe, Chalo, Herbon, la Polaca, Sofía y María leía lo que había escrito. Ellos escuchaban y comentaban con mucho respeto y cariño. Después llegaba a casa, archivaba el relato y nunca más lo sacaba. Al día siguiente me despertaba y seguía con mi vida: el trabajo, los chicos y otra vez la escritura.
Durante todos esos meses escribí sin preguntarme por qué; solo lo hacía y sentía la consecuencia: una sensación inmensa de alivio. Hoy supongo que escribí para entender; para tramitar; para tomar distancia; para no victimizarme; para dejar de quejarme; para conocer a mi hijo; para volcar mi bronca frente a la desinformación, los prejuicios y la hostilidad que a veces manejamos; para proteger a mi familia (tal vez de mí); para ordenarme; para manejar la frustración que me generaban ciertas situaciones y para que algo adentro mío pudiera fluir. Hace unos días, Charly, un padre de un niño con TGD (Trastorno generalizado del desarrollo) me dijo en Facebook que en el acto mismo de contar hay una fuerza poderosa, un espacio de resistencia en un mundo difícil. Todo ese proceso de escritura fue para mí ese espacio de refugio frente a algo que me amenazaba y que yo ni imaginaba cómo iba a enfrentar. Como dice Santiago Llach en el prólogo: "Julia parecía encontrar una catarsis en la posibilidad de expresar por escrito lo que pasaba".
En ese proceso catártico, y sin yo saberlo, algo se estaba armando.
Un día asumí que para que Lucas y miles de niños pudieran vivir en un mundo más amable algo tenía que cambiar. Asumí que si yo quería un cambio, algo, por mínimo que fuera, tenía que aportar. Decidí que era tiempo de dejar el encierro. Abrí una cuenta de Facebook y encontré muchísima gente en la misma que yo. Mentira, no en la misma; encontré gente mucho más valiente que yo. Gente que se informaba, que empujaba, que difundía, que ayudaba a otra, que escuchaba, que comentaba y compartía sus experiencias; padres que celebraban a sus hijos en sus diferencias: en sus desafíos y potencialidades. Gente que no se conformaba con textos escritos en un cuaderno si no que buscaba un cambio real. Entonces me abrí, me animé, me contacté y seguí escribiendo, pero también compartiendo en esa página relatos sobre Lucas, Andrés, Anita y yo. Unos meses después me contactó Editorial Paidós.
La música que llevamos adentro es un libro que escribí casi sin querer, mientras intentaba lidiar con algo que me dolía y, sobre todo, mientras intentaba entender cómo percibía y entendía mi hijo al mundo. Hoy espero, quizás con pretensión, que sea un testimonio y un instrumento de información, difusión y empatía. Una invitación a que seamos más amables.
Pedro Mairal dijo una vez: "La literatura es la venganza de los losers". A mí me gusta pensar que, quizás, es también la venganza de los que no tienen voz.
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