Abelardo Castillo, el padre de varias generaciones de escritores argentinos

La autora de este artículo es una periodista y narradora que pasó por los talleres del gran escritor argentino que acaba de morir. En su relato, cuenta cómo era Castillo como maestro y cómo enseñaba a leer y a escribir literatura

Guardar
Castillo fue uno de los más grandes cuentistas argentinos. También fue novelista y ensayista. (Ale López)
Castillo fue uno de los más grandes cuentistas argentinos. También fue novelista y ensayista. (Ale López)

¿Cómo calificarlo? Se podría decir: Abelardo Castillo fue un genio. O, también, un gran maestro. Esas cosas se dijeron. Se dicen. Se escriben. Hoy, que murió, prefiero pensarlo de otra manera, más personal tal vez. No es cierto que Abelardo Castillo (1935-2017) no haya tenido hijos. Tuvo, y muchos. Fue un gran padre de la vasta comunidad de discípulos (futuros escritores) que forjó en sus talleres literarios en ese antiguo departamento de avenida Corrientes, primero, la casa en altos de Hipólito Yrigoyen y Pichincha después. Yo fui una de esas hijas discípulas. Él forjó mi escritura. Por eso, llegué dos veces. Y por eso, también, me fui de sus dos casas.

Veamos: a principios de los 80, Abelardo era un escritor conocido por sus cuentos (Las otras puertas, Cuentos crueles, Las panteras y el templo), sus obras de teatro ( El otro judas, Israfel), su tarea de editor de El grillo de papel, El escarabajo de oro y El ornitorrinco. Quiero decir, no era todavía "el escritor de todos los géneros", porque no era novelista cuando fui, por primera vez, con toda mi timidez a cuestas, con todas las preguntas y ninguna respuesta, a los 19 años, a su casa taller de avenida Corrientes. Yo era una estudiante de Letras que escribía cuentos y es muy probable que fuera mi mamá la que me empujara a ir a un taller (ella siempre quería que yo participara de grupos). En ese momento había gente "grande" (por ejemplo, la escritora Susana Silvestre o el futuro ministro de Defensa, Horacio Jaunarena), gente "muy grande" (como una señora que tenía un libro sobre desaparecidos), un chico alto y flaco de 19 años y yo. Y siempre, Sylvia Iparraguirre, la mujer de Abelardo, gran escritora, que escuchaba, participaba, estaba o no estaba y, si era necesario, lo reemplazaba.

Castillo con Sylvia Iparraguirre, su mujer y su compañera en vida y en la literatura.
Castillo con Sylvia Iparraguirre, su mujer y su compañera en vida y en la literatura.

Abelardo me fascinó: su nariz de boxeador (¡era nuestro Hemmingway!), la profundidad de su voz, rasgo del que era muy consciente (sabía escucharse), esa forma de enredar las piernas en la pata de la silla, el ritual de aplastar el tabaco de la pipa, la contundencia de sus frases: sus verdades, su generosidad, su forma de plantarse, decir: soy marxista leninista en plena dictadura, sus anécdotas sobre Cortázar o Sabato, su convicción de que, "en el fondo", Borges era de izquierda, o decirle "tilingo" a Bioy Casares…

Sus verdades, su generosidad, su forma de plantarse, decir: soy marxista leninista en plena dictadura

Lo primero que hacía Abelardo, el rito de iniciación, en la primer clase, era leer su cuento Vivir es fácil, el pez está saltando, y desandar el camino de su escritura. Una escritura contagiosa (cómo leer Conejo sin contagiarse). Le pregunté: ¿cómo no escribir como vos? La primera enseñanza del maestro padre fue: Leé a otros. Mucho, a muchos otros. Su lista primigenia incluía a Edgar Alan Poe, a Horacio Quiroga, a Henry Miller, a los clásicos griegos y latinos…. Como estudiante de Letras, pasé la primera prueba, la de la pregunta temible: Qué leíste. Pasé, con dificultad, la segunda.

El primer cuento que llevé al taller, sobre una pareja que se rompe, era demasiado parecido a su Vivir es fácil. Y en la lectura que Abelardo hizo de ese cuento ya se perfilaba qué clase de maestro iba a ser. Y también que en algún momento yo me iba a ir. Fue cuando me arrancó las hojas donde tenía impreso el cuento y empezó a marcar con rojo y con impaciencia los errores que insistía en cometer. Errores de principiante. Sin embargo, al final me dijo: Tenés pasta de cuentista (ese día fui feliz. Curioso, por otro lado: nunca publiqué mis cuentos). Es que Abelardo tenía consignas claras y principios absolutos.

La primera enseñanza del maestro padre fue: Leé a otros

Como todo padre, daba pero controlaba el hacer del hijo. Decía: "Nunca escribir rostro, siempre cara; nunca encender, siempre prender". Defendía a rajatabla eso que llamamos "el idioma de los argentinos". Pero sabía que en el momento en que alguien estuviera muy seguro de romper su mandato, en ese momento ese alguien estaría "dado de alta". O al menos, eso decía.

Otro de sus mandatos eran: no se puede publicar una novela hasta los 40 años. Me costó digerirlo: a los 10, yo había llenado dos cuadernos con unas "novelas", Sandy y sus amigos y Sandy en un viaje de aventuras, muy al estilo de los libros de Enyd Blyton que leía en la infancia. Él si le hizo caso al mandato, por eso, cuando lo conocí, todavía no era novelista. Mis amigos, en cambio, compañeros de la facultad de Filosofía y Letras (Charly Feiling, Alan Pauls, Daniel Guebel) publicaban sus primeras novelas a los 20 y pico. ¿Entonces? ¿Por eso me enojé? ¿Por eso me fui? No sé. Por eso, por otras cosas. Mis propias dificultades.

Abelardo Castillo falleció anoche a los 82 años, a causa de una infección postoperatoria. Había nacido en 1935. (Victoria Egurza/Télam)
Abelardo Castillo falleció anoche a los 82 años, a causa de una infección postoperatoria. Había nacido en 1935. (Victoria Egurza/Télam)

Pasó la vida. Pasaron veinte años. Ya era licenciada en Letras, periodista, madre, divorciada, vuelta a casar, madre por segunda vez. Y volví. Fue en la bisagra de los milenios. Esta vez, a Hipólito Irigoyen, esta vez, en la categoría de los "grandes". Primero, a mostrarle los cuentos que había escrito. Después, al taller. Todavía no había publicado ningún libro y tenía otras urgencias.

Con la presencia siempre amorosa de Sylvia, a la lectura de los textos de los compañeros y compañeras (como Ernestina Perrens, Patricia Saccomano o Marina Porcelli) se sumaban lecturas y comentarios de libros, por entonces, El cuarteto de Alejandría. Interrumpir alguna de esas lecturas pretendiendo leer textos propios podía significar una acusación, la de "personalismo". Habían pasado la dictadura, Alfonsín, Menem. Había pasado Carver. Quizás, había pasado la mística aquella de los viernes, esas noches en Corrientes que se postergaban hasta casi la madrugada, con el sabor agridulce de lo clandestino. Para entonces, Abelardo ya era, también, novelista (El que tiene sed, Crónica de un iniciado, El evangelio según Van Hutten), y ensayista (Las palabras y los días). Había sumado cuentos a su lista. En esa vuelta, supe que Abelardo había nacido en Buenos Aires, y no en San Pedro, como la mitología personal se empecinaba en sostener. El padre seguía teniendo hijos. Yo volvía a aprender. Y volví a irme. Entonces pude publicar. Ya se sabe, eso pasa con los padres: hay que matarlos para poder crecer (sin embargo, no me siento culpable, a pesar de que lo cambié por otro). En algún lugar abrigaba la esperanza de volver.

Enérgico y generoso, así lo recuerdan quienes fueron sus alumnos.
Enérgico y generoso, así lo recuerdan quienes fueron sus alumnos.

Por eso, reincidí. Esta vez no para ir a su taller, sino para entrevistarlo para una columna en la Revista Ñ, donde trabajaba. Fue en 2009, cuando volví a Hipólito Yrigoyen para hablar de otra cosa: el lector Castillo. Ese otro lado del espejo, el que decía: la forma de curarse de mí es leer a otros. Y fui porque me intrigaba su máquina de leer. No era una manera de decir ni algo simbólico, sino material. Y me interesaba mucho más eso que su otra máquina, que manejaba de taquito y con genio: la computadora. La máquina de leer era un objeto antiguo y moderno, una especie de batisilla inglesa de madera con un atril para sostener libros, apoya pies y respaldo regulable, que reinaba, como trono solitario, en su escritorio. Desde esa máquina, Abelardo Castillo leyó, escribió, tiró frases, supo. Desde esa máquina fue genio, fue maestro, fue padre. (Esa tarde descubrí, en un lugar casi escondido, que Abelardo tenía las obras completas de Lovecraft, el escritor "de cuarta" que odiaba en sus clases).

La muerte de Abelardo Castillo no solo me entristece porque era el último padre que me quedaba (mi "madre" literaria, Josefina Ludmer, también murió este año), sino porque ahora sé que nunca voy a poder volver.

LEA MÁS: 

_____

Vea más notas de Cultura

Guardar