"Soy alcohólico, drogadicto, puto y un genio", se jactaba Truman Capote. Sin intenciones apologéticas, diremos que cinco de los siete premios Nobel de Literatura norteamericanos fueron unos borrachos de temer. A saber: Hemingway, Sinclair Lewis, Faulkner, Eugene O'Neill y Steinbeck. La adicción al alcohol arruinó la vida de muchos y hasta los arrastró a la muerte e interfirió en su creatividad aunque Hunter Thompson insistía en que sus mejores libros los había escrito borracho, mientras Alejandro Dumas dilapidó en alcohol la fortuna amasada gracias a la literatura.
¿Que por qué beben los escritores? Consultado Baudelaire sobre la adicción de Poe (que en realidad ni siquiera bebía tanto, tenía poca resistencia al alcohol e inmediatamente tras un par de tragos quedaba completamente beodo), dijo que para el poeta era un arma "para matar algo que tenía en su interior, una lombriz que no lograba aniquilar". Y el autor de Las flores del mal sabía de qué hablaba: se perdía él mismo en laberintos de absenta junto a su amado Rimbaud.
Samuel Beckett, que también fue secretario de James Joyce, heredó de éste no solo la pluma sino la pasión por el whisky. Graham Greene escribía daikiri en mano, Jim Worwood, igual. Mientras Raymond Carver era un borracho encantador, Melville se volvía muy agresivo y Faulkner aumentaba su ya de por sí enorme arrogancia. Los rioplatenses Juan Onetti y Pablo Ramos también vivieron sus infiernos bajo los efectos de la bebida.
Cuenta María Moreno en su Black out que "el alcohol corta la cronología, por la amnesia y la repetición". Continúa diciendo sobre su libro que sus amigos de juerga "ya no están, ya no tengo con quién beber. Se acabó la fiesta. Por eso Black out es un libro de duelo, pero no melancólico porque ya no los extraño, los recuerdo". El mexicano Juan Rulfo se desintoxicó tras doce años de adicción para entregarse a la Coca Cola y el peruano Alfredo Bryce Echenique se ha enorgullecido de declararse el escritor más borracho del mundo. El absenta enamora desde su color verde hasta el aroma dulce que invade la nariz. "¿Cuál es la diferencia entre un vaso de absenta y el ocaso?", escribirá Oscar Wilde, quien junto a casi todos los surrealistas franceses, se embriagaron hasta perderse en la verborrea e inspiración que, garantizaban, ofrecía el licor.
Para entender cómo hombres y mujeres inteligentes y sensibles se ahogaron en olas de alcohol hay que considerar su efecto: una medida de whisky es a la vez un intoxicante y un depresor que actúa en el sistema nervioso central. Una sola copa de champagne produce un estado de euforia tal que inmediatamente va ligado a la ansiedad y al miedo por la reducción de la actividad cerebral. Hay otros factores, un intrincado mosaico de componentes: la herencia genética, la ansiedad, las drogas y un largo y triste etcétera.
"Me gustan los venenos más lentos, las bebidas más amargas, las drogas más potentes, las ideas más insanas, los pensamientos más complejos, los sentimientos más fuertes", escribió la gran Clarice Lispector. Judía de origen ucraniano, la escritora brasileña pasó de ser voluntaria en la Segunda guerra mundial a madre independiente que tuvo que sacar a flote a su familia. Escribía, fumaba y bebía con fruición. Una noche se durmió con un cigarrillo prendido e incendió su habitación lo que le causó severas quemaduras en el cuerpo. Su mando derecha se vio muy afectada y tras meses de hospital, cayó en una profunda depresión aunque continuó con sus escritos.
Tennesse Williams, el enorme damaturgo estadounidense, abrumado por la depresión, bebía tanto que rozó el delirio en más de una oportunidad. "Dos whiskies en el bar, tres tragos por la mañana, un daikiri en otro bar, tres copas de vino en el almuerzo y tres en la cena; dos tranquilizantes, tres pastillas de color verde y otra amarilla que no recuerdo el nombre", escribió una de las tantas veces que tuvo la intención de empezar una rehabilitación. Y aunque no parecía que pudiera ir a peor, cuando su compañero de vida, Frank Merlo murió, comenzó una dieta única de café, alcohol y barbitúricos. Poco antes de morir atragantado con la tapa del colirio que intentaba abrir con los dientes, atontado por la cantidad de alcohol ingerido, dijo para el Paris Review: "O'Neill tenía un problema con la bebida, les ocure a la mayoría de los escritores porque hay una gran tensión que rodea a la escritura. Todo es viable hasta cierta edad, luego ya se empieza a necesitar ese nervio que viene desde la bebida". Hacia el final de su obra La gata sobre el tejado de zinc caliente, Williams muestra a Brick, quien había sido un héroe del fútbol americano, hablando con su padre mientras le explica que necesita beber hasta sentir "ese click. Un click que escucho en mi cabeza y me da paz. Tengo que beber hasta llegar ahí"; horrorizado, el padre contesta: "Vaya, hijo, eres alcohólico".
"Me gusta tomarme un martini/Pero dos como mucho/Con tres estoy debajo de la mesa/Con cuatro debajo del anfitrión". De nadie más que de Dorothy Parker puede ser esta cínica confesión. Esta prolífica autora, poeta, cuentista, dramaturga, crítica y hasta activista de izquierda por los derechos civiles; siempre con humor y afilada pluma, escribió desde notas periodísticas en la Vanity Fair (de donde fue despedida por su sarcasmo y, por momentos, redacción un poco errática por su alcoholismo) hasta recetas de cocktails. Anfitriona de las tertulias intelectuales más afamadas de su época -por supuesto regadas de alcohol-, murió de un ataque al corazón. La encontraron en la habitación de un hotel en Nueva York junto a su perro y una botella de alcohol. Legó sus bienes a la fundación de Martin Luther King y en su epitafio reza "Disculpen el polvo".
John Cheever, enorme escritor americano de cuentos cortos, tenía esa particular virtud de honestidad mezclada con fraudulencia que demostraba en sus escritos donde el dolor se aguzaba con la vergüenza y el disgusto por sí mismo. Y se ahogaba en alcohol para sobrellevarlo. Hizo un tratamiento de rehabilitación en 1975, dejó de beber ("Me quité 35 kilos de encima", declaró) pero nunca de fumar y murió de cáncer de pulmón en 1982. Amigo de Carver, daban clases en la misma universidad y se emborrachaban en el mismo bar; a tal punto de embriaguez llegaron un día, que tomaron un avión y amanecieron sorprendidos en otra ciudad.
Cheever pareciera revelar su ambigüedad, tan problemática y tan elevada, entre el alcohol y la escritura en un reportaje donde le consultan si se siente Dios frente a la máquina de escribir: "No, dirá, jamás me sentí así. Es más bien una sensación de inutilidad, todos tenemos un poder que nos controla, es parte de nuestras vidas. Ocurre en el amor, ocurre en el amor al trabajo. Es éxtasis, así de simple. Es lo que da sentido a la vida".
Anne Sexton, la más grande poeta confesional, concluye su Cigarrillos y whisky y mujeres salvajes, salvajes con casi un grito de ayuda: "(…) Ahora que he escrito tantas palabras/Y revelado tantos amores, para tantos/Y permanezco tan entera como siempre he sido/Una mujer de excesos, de fervor y ambición/Encuentro al esfuerzo inútil/¿Acaso no miro al espejo/Estos días y veo/A una rata esquivando mis ojos?/¿No siento tan intensamente el hambre/Que moriría antes de mirarla a la cara?/Me arrodillo una vez más/Por si acaso la piedad llegase/Justo a tiempo". El 4 de octubre de 1974, se puso el abrigo de piel de su madre, se sirvió una copa de vodka, se sentó en su auto estacionado en el garage de su casa y murió asfixiada por el monóxido de carbono del motor.
Otros borrachines adorables tras sus plumas fueron: Marguerite Duras, Jack London, Dylan Thomas, F. Scott Fitzgerald, Hemingway, Swinburne, Berryman, Allen Tate, Lord Byron, Ian Flemming, Samuel Coleridge, J.D. Salinger, Faulkner, Yeats, Martin Amis, Chandler, Lope de Vega, Quevedo, Verlaine, Elizabeth Bishop, Dostoievski y Kerouac.
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