Hace unos diez años, un virus me paralizó la mitad de la cara y el miedo a que ese estado se convirtiera en algo definitivo me paralizó el corazón. Mi mal era ciertamente visible; el mundo me quedaba enorme y la gente me miraba con compasión y hasta con pena, no había día en el que no llorara mi desconsuelo. Fueron semanas inolvidables vividas entre el pánico de estar siendo protagonista de un episodio bisagra y absoluto y el acompañamiento sensible del resto de la humanidad. Hace muy poco otro virus me quitó la voluntad, me cargó con fiebre diaria durante tres semanas y con un tremendo dolor en huesos y articulaciones, una experiencia agotadora que me instaló en un loop de malestar. A diferencia de la experiencia anterior, esta vez, la enfermedad no se veía: solo yo y quienes escuchaban de cerca mis lamentos sabían de mi padecimiento y seguían a diario mi infructuosa pelea contra el mal.
Pensaba en esta diferencia enorme entre la enfermedad que se ve y aquella que no se ve a partir de dos experiencias recientes: la serie Five Came Back (Netflix), que reconstruye en detalle lo que fue el registro de la Segunda Guerra que hicieron con sus cámaras los directores William Wyler, Frank Capra, John Ford, John Stevens y John Huston y la lectura de Los destinos invisibles (Duomo), una novela del israelí Eshkol Nevo, que cuenta la historia de Dori, un hombre joven en crisis con su identidad como marido, papá y docente, que parte a Latinoamérica en busca de su padre, economista exitoso y veterano de la guerra de Yom Kipur, cuya reciente viudez lo aisló de su propia vida y lo empujó a escapar de todo y de todos.
La serie -tres capítulos con materiales asombrosos, producida por Steven Spielberg y con la narración en off de Meryl Streep- muestra entre otras cosas cómo afectó la guerra a estos cineastas que entraron al ejército con el marketing bélico antinazi como objetivo: la sordera de Wyler luego de subir a un bombardero, la obsesión de Stevens, cuya personalidad y hasta la orientación de su cine cambiaron radicalmente después de filmar el horror en Dachau o el alcoholismo de fuego de John Ford, reforzado a consecuencia de ver devastación y carnicerías humanas.
La locura de posguerra y las neurosis asociadas al campo de batalla, lo que mucho después se llamó estrés postraumático, aparecen fuertemente documentadas en Let There Be Light, el documental de 58 minutos filmado por Huston en 1946. En ese filme, los soldados tratan sus heridas invisibles en los consultorios psiquiátricos de los médicos militares. Sus gestos, sus rostros, son la imagen viva de la perplejidad y el dolor. En su momento, las autoridades mandaron a esconder ese material de Huston: no era ése precisamente el tipo de propaganda que necesitaban inyectarle a la ciudadanía. Por eso recién pudo verse en público en 1981, 35 años después de filmada.
La novela de Nevo es un magnífico relato coral, en donde las diferentes perspectivas construyen un fresco de la vida israelí a través de diferentes generaciones, desde los pioneros que llegaron a Israel huyendo del nazismo hasta los más jóvenes, que muchas veces no llevan encima esa herida manifiesta de la persecución pero sin embargo siguen sangrando por dentro.
Pero el personaje que me importa es Mani, quien necesita esfumarse cuando desaparece de la tierra y para siempre Nurik -su amor, su compañera-, la única persona en el mundo capaz de pacificar y darle valor a un hombre partido al medio por la culpa, luego de la experiencia de la guerra. "Todas mis…convicciones se hundieron al morir tu madre", le confiesa al hijo. "Todo lo que pensaba de mí mismo, del sentido de la vida, del país en que nací, de pronto no me pareció válido. Y fue muy aterrador, pero a la vez sentí que no valía la pena resistirse. Que debía dejarme romper en pedazos para tener la oportunidad de reconstruirme de cero".
Hubo un momento en esa guerra de Yom Kipur que desgajó la vida de Mani y fue cuando sus amigos explotaron en un tanque luego de una orden errónea, que los confundió en un momento clave. Por momentos Mani siente restos de metralla en su cuerpo; aunque esos fragmentos no existen, sin embargo están ahí, espectrales y dañinos. Quienes ven a Mani, no entienden sus reacciones, durante décadas es Nurik quien las explica al mundo. El mal solo está en su cabeza y en su alma golpeada para siempre por el duelo.
En la novela hay otro personaje, una mujer en llagas por la muerte de su hermano menor, quien estaba en el ejército. "Cuando las personas hablan de un ser próximo que se les ha muerto dicen que sienten como si les hubieran arrancado un miembro del cuerpo. Pero es justo todo lo contrario: se te ha añadido un miembro. Una glándula de tristeza en la zona del diafragma", reflexiona Inbar, quien un año después de la tragedia sigue sin poder llorar a su hermano y, sobre todo, sigue sin entender cómo no advirtió que él estaba sufriendo tanto. Tarde o temprano todos conocemos esa glándula de la tristeza, ese nudo que te corta el aire y al que sin embargo te acostumbrás para seguir vivo.
Hay heridas que se ven y otras que no. Males que se perciben a primera vista y otros que corroen el alma de quien los padece. Vivir también es eso: aprender a coexistir con el daño en todas sus formas.
Duele, sí.
***Los destinos invisibles, de Eshkol Nevo (Duomo), 560 páginas/ Five Came Back (Netflix)/ Let There Be Light, de John Huston (hay versiones en Youtube)
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