El hallazgo inesperado de una vieja máquina de escribir provocó esta reflexión, algo nostálgica. Hoy escribimos distinto: ¿y qué pasa con las ideas? ¿También surgen de manera diferente?
En la planta alta tengo un cuarto al que me gusta decirle "altillo". Es una pretensión absurda porque no es más que una habitación de mi casa hecha a retazos por unos tanos de esos que agregaban metros cuando los hijos se casaban.
Pero hay algo en mi altillo que sí cumple con su nombre: un desorden bien bohemio. Para encontrar algo hay que abrirse paso entre restos de camas desarmadas, colchones que ya nadie usa ni usará, aparatos de gimnasia que fueron comprados bajo la falsa promesa de usarlos todos los días, palos de golf de cuando tuve adicción y catorce de hándicap, libros impresentables que me da vergüenza mostrar o culpa tirar, ropa de invierno en verano y de verano en invierno y una cantidad enorme de cajas llenas de juguetes rotos, cables fuera de servicio, lámparas que ya no encienden y transformadores sin nada que transformar.
Ayer subí, tras la pista de un ejemplar de una revista que creo que está allí pero que, por supuesto, jamás ubiqué. Tampoco busqué tanto: en mi familia suelen decirme que no sé hacerlo, que sólo miro por arriba. Supongo que tienen razón, que ya soy un caso irrecuperable de detective vago. En eso andaba, a punto de rendirme, cuando contra una pared vi algo me llamó la atención. Me bastó una mirada para saber qué era, para desatar una catarata de recuerdos y para preguntarme que hacía allí, tan a mano, si yo sabía que estaba bien guardada.
Unos segundos más tarde y un piso más abajo me encontré corriendo la tablet de última generación y apoyando esa caja gris (creo que alguna vez fue celeste) en la mesa de mi escritorio. Abrí el cierre que la circunda, levante la tapa y allí vi de nuevo, luego de no menos de treinta años, lo que fue algo así como la notebook de mi padre. Una vieja Olivetti Lettera que sacaba de vez en cuando mientras anunciaba con más ceremonia de la que precisábamos que no lo molestáramos porque se había traído trabajo a casa.
Lo recuerdo tecleando con velocidad. Desafiaba a cualquier egresado de las academias Pitman a que él, con dos índices, escribía más rápido y con menos errores que ellos. Yo me sentaba en una silla de enfrente y miraba. Me parecía un espectáculo cómo le cambiaba la cara según bajaban las ideas, escuchar el ruido de la tecla al empujar el mecanismo, sentir cada letra chocando contra la cinta de tinta y el papel, ver cómo el rodillo viajaba hacia la derecha y escuchar la campanilla que anunciaba que era hora de empujar una palanca.
Era mágica, hacia dos trabajos: giraba el cilindro y lo devolvía todo hacia la izquierda, entonces la hoja quedaba lista para que las ideas de mi papá pudieran bajar de nuevo y llenarla de palabras. Cuando llegaba al final, la pulsaba varias veces para que el papel se enrollara y saliera por delante, luego tiraba de él hasta sacarlo. A veces lo apoyaba al lado (siempre a la derecha) y ponía otro, entonces la danza seguía. A veces no, con una carilla bastaba para terminar su home office.
Lo recuerdo tecleando con velocidad. Desafiaba a cualquier egresado de las academias Pitman a que él, con dos índices, escribía más rápido y con menos errores que ellos
Mi padre murió hace mucho y su vida de periodista no me dejó casi nada material. Quizás esa Olivetti haya sido una de las pocas cosas suyas que heredé. Empecé a usarla enseguida. Con doce años repetía su ceremonia con bastante precisión, yo también escribía con dos dedos y muy rápido. En ella produje mis dos primeros textos -inéditos, por suerte-: una obra de teatro inspirada en Pigmalión y una novela de guerra ambientada en el 2015, en la que Argentina y Brasil se trenzaban en un conflicto sangriento y ridículo. Para esa época ya corregía con unos papel film que tenían tiza del otro lado. El procedimiento era sencillo. Se volvía atrás hasta el error, se ponía la tirita en el lugar y se pulsaba la tecla errónea hasta que el blanco borrara el negro. Pero igual, por aquella época, me acostumbré a pensar antes de apoyar el dedo. Las tiras esas no eran baratas y si algo no sobraba en mi casa era la plata.
Allí y ayer, en mi escritorio, lucía realmente anacrónica, rodeada de cables para cargar devices y sin una sola hoja para alimentarla. Me levanté, le saqué una foto para mi Instagram y la posteé. Unos segundos después apareció Lola, mi hija de trece años. Había visto la publicación. Me dijo: "Eso es de tu papá, ¿no? Ayer la encontré y la quise usar pero no supe cómo, ¿me enseñás?". Entonces le pedí que trajera una hoja de las que usa para sus carpetas, la senté frente al teclado y le dije: "Esto tiene un solo secreto: hay que pensar antes de escribir". Me contestó: "Creo que eso lo puedo hacer" y empezó a pulsar, despacio y con dos dedos, el inicio de una historia de amor entre dos youtubers.
Le saqué una foto para mi Instagram y la posteé. Unos segundos después apareció Lola, mi hija de trece años
Y yo volví a ser chico como ella, a esperar que el rodillo llegara a la derecha, a escuchar la campanada con ansiedad y a ver, con sonrisa de padre, cómo le cambiaba la cara cuando las ideas le bajaban, sólidas como las de mi padre pero soñadoras porque, ahora, son de ella.
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