Hay varias maneras de acercarse a En presencia del diablo, uno de los estrenos de este fin de semana en la cartelera de cine argentina. La primera, la más simple, es viéndola como una eficaz cinta de terror, un híbrido de los subgéneros asesino serial y niña poseída (Memories of murder + El Exorcista) que si bien tarda en arrancar y puede ser algo larga (156 minutos), mantiene el suspenso hasta el último minuto y funciona como pocos policiales lo han hecho en los últimos años. Otra es verla desde una óptica auterista: se trata de la tercera película de Hong jing Na, quien se había convertido en una de las mayores promesas del cine surcoreano con sus dos inquietantes y violentas primeras dos películas (The Yellow Sea y The Caser, de la que Martin Scorsese planeaba filmar una remake) y que con este, su largometraje más ambicioso y con mayor atractivo comercial, dio el gran salto -estreno en el festival de Cannes incluido- y dominó la taquilla surcoreana por varias semanas.
Pero tal vez la manera más interesante para acercarse a esta película, que en los Estados Unidos fue estrenada con el gutural nombre de El gemido, sea verla como un producto exitoso más de la imparable maquinaria cultural surcoreana, que en las últimas dos décadas no solo ha logrado sobrepasar a Japón como la mayor potencia exportadora de cultura -y a la vez faro de modernidad cool- de Asia, sino que ha convertido a la industria del entretenimiento en una de sus mayores generadoras de divisas, convirtiéndola en un engranaje clave en el posicionamiento de Corea del Sur como potencia que utiliza todo su poder (blando) para reclamar su lugar en la mesa de grandes actores mundiales.
Para entender mejor el crucial rol de las industrias culturales en la política surcoreana de hoy, es necesario repasar los sucesos históricos que forjaron el país en las décadas siguientes a la ocupación japonesa y la guerra de Corea en los años 50. Luego del enfrentamiento bélico entre las Coreas del Sur y del Norte, una suerte de guerra proxy entre los Estados Unidos y la Unión Soviética en los albores de la Guerra Fría que devastó el país, la reconstrucción surcoreana demandó décadas de esfuerzo colectivo y planeamiento estatal, en aras de un futuro mejor que sus ciudadanos sabrían no llegaría de la noche a la mañana. Cuando finalmente el llamado "milagro económico" se produjo, apoyándose primordialmente en una inversión inédita en educación que se tradujo en industrias tecnológicas altamente sofisticadas que exportan bienes a todo el mundo (Samsung, Hyundai, etc), el alto nivel de orgullo nacional convertiría a los surcoreanos, tal vez más que en cualquier otro país, en sujetos ideales para consumir los productos culturales de su propio país, además de contar con creadores altamente idiosincráticos y originales.
Si bien el éxito de los distintos sectores culturales no ha sido homogéneo a través del tiempo (el cine surcoreano vivió una era dorada entre los '50 y '60, mientras que el k-pop y las telenovelas son un fenómeno relativamente nuevo), a finales de los años 90, y con el objetivo de contrarrestar los efectos de la crisis financiera asiática, el gobierno surcoreano inició un programa de financiación de las industrias culturales a escala masiva, con el objetivo de que la penetración de la cultura coreana fuese la antesala de la conquista de otros mercados y ámbitos de alta diplomacia.
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Jang Jinsang, consejero cultural de la Embajada de la República de Corea y director del Centro Cultural coreano en Argentina, se lo explicó a Infobae de esta manera: "Este boom en Asia es conocido como hallyu, que significa 'ola coreana'. A este fenómeno se lo puede explicar de varias maneras, pero lo que más debe resaltarse es el trabajo y la proyección a largo plazo. A principios de la década, Corea del Sur comenzó a sentar las bases de su industria cultural. Tiempo antes lo venía haciendo con el cine, pero desde entonces replicó eso a otras disciplinas de la cultura. Corea invirtió mucho dinero y esfuerzo para poder desarrollar una industria, la cultural. Esto lo hizo sin buscar beneficios inmediatos, sino de mediano a largo plazo. Lo que hoy se vive como un 'boom' es el fruto de décadas de trabajo y políticas culturales de apoyo, promoción y difusión de nuestra cultura".
Además del importante apoyo estatal, los propios chaebols, los conglomerados empresariales familiares que conforman casi el 80% del PBI de la economía surcoreana, comenzaron a incursionar en la industria del entretenimiento, no solo, por ejemplo, financiando películas, sino también siendo los dueños de las propias cadenas de cine que las exhiben (el caso del gigante de la alimentación Lotte).
Si bien la prensa internacional ha dedicado más tiempo a analizar el éxito de otros productos culturales coreanos, ya sea por su extravagancia (el k-pop) o por su impacto popular (los melodramas televisivos), la apuesta por la cinematografía local también fue un éxito rotundo. No solo Corea del Sur cuenta con algunos de los autores más prestigiosos del circuito de festivales (Hong Sang-soo, Kim ki-duk, Park Chan-wook), sino que internamente, la cuota de mercado del cine nacional -54% en el 2016- está por encima de la correspondiente a Hollywood (uno de los pocos países donde esto ocurre), y el promedio de concurrencia al cine por ciudadano es de 4 veces al año, uno de los más altos del mundo.
Además, sus éxitos locales también comienzan a serlo en otras latitudes del mundo. No hay que irse muy lejos para encontrar un ejemplo de este escenario: cuando en enero la distribuidora argentina estrenó en nuestros cines Invasión zombie, las expectativas eran modestas, pero la película tendría una carrera comercial asombrosa, debutando en el tercer puesto de la taquilla argentina (por delante de Aliados, una superproducción con Brad Pitt) y un total de 130 mil espectadores al bajar de cartel. ¿La consecuencia? La misma distribuidora se anima ahora a presentar En presencia del diablo, buscando repetir la suerte de su éxito veraniego.
Intentando ser cool
El éxito de las industrias culturales surcoreanas no ha pasado desapercibido entre sus vecinos asiáticos, especialmente aquellos con pretensiones imperiales, como el caso de China.
Un reciente artículo titulado "¿Por qué China es tan poco cool?", publicado en la revista Foreign Policy, afirmaba que las consecuencias de no ser percibido como culturalmente moderno podían ser catastróficas para un país en el plano político, poniendo el ejemplo del gigante comunista, y argumentando que una de las razones por las cuales China todavía no está lista para tomar el lugar de Estados Unidos como la primer potencia mundial es porque su cultura todavía es considerada antigua, y no ha logrado ningún tipo de penetración mundial (exceptuando algunas regiones del sudeste asiático), haciendo a la propia nación menos relevante e influyente.
Buscando aprovechar la postura aislacionista del nuevo presidente de los Estados Unidos con respecto a migración y comercio, China ha decidido seguir el modelo surcoreano y expandir su influencia cultural aumentando los subsidios al entretenimiento y alentando a sus grandes estudios de cine a producir películas en conjunto con los Estados Unidos, utilizando estrellas de Hollywood para contar historias épicas y de fantasía que se desarrollen en territorio chino (la recientemente estrenada La gran muralla, con Matt Damon es la primera de una serie de películas bajo ese modelo).
Pero no se tratará de una misión fácil: más allá de las barreras idiomáticas y culturales, el contenido de los productos chinos desarrollados con auspicio estatal suelen tener la fuerte impronta de propaganda (incluyendo una férrea censura), y no reflejan la estética o las vivencias de la vida moderna de las democracias occidentales a las que aspiran conquistar. Liberalizar el arte para lograr el triunfo de su sistema autoritario, ese parece ser la contradictoria consigna de las autoridades chinas.
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