La Biblioteca Nacional acaba de anunciar la adquisición de la totalidad de libros que tenían Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. Son 17.000 ejemplares que se reciben gracias a la donación de un grupo de empresas, fundaciones y particulares, que se asociaron para comprárselos a los herederos. Se cumple así el último sueño de Bioy, quien antes de morir había expresado el deseo de que sus libros tuvieran este destino. Los libros tienen una riqueza cultural invaluable.
El director de la Biblioteca Nacional, Alberto Manguel, habló con Infobae y dijo que este era el primer paso en el reintegro de los tesoros nacionales al país.
—¿Qué otros proyectos de este estilo están en marcha?
—Hay una definición de biblioteca que me gusta mucho: la biblioteca como un lugar de evidencia. La Biblioteca es la memoria total. En cuanto a lo patrimonial, Leopoldo Brizuela nos está trayendo archivos de escritores; yo quiero extenderlo a archivos de políticos, de arquitectos, etc. Si bien la Biblioteca parece ser un centro literario, no lo es exclusivamente.
—¿Qué acciones se planean con respecto a los materiales de Borges?
—La parte de Borges, que yo quiero fortalecer, es la más difícil, porque es la más cara. La colección Helft, que es muy importante, va a ser vendida al extranjero. Esa colección tendría que estar aquí, pero no tenemos el millón de dólares que necesitamos. Estamos tratando de publicitar nuestra fuerza borgeana. Vamos a abrir en Tailandia, por ejemplo, una exposición sobre Borges y el budismo. Ese tipo de cosas van a dar visibilidad a nuestra identidad borgeana y quizás alguien se interese por ayudarnos.
—¿María Kodama va a colaborar?
—María Kodama tiene su propia fundación.
—¿Se está trabajando en leyes que fomenten el crecimiento del acervo patrimonial de la Biblioteca?
—Estamos tratando de implementarlo con la Dirección de Administración y una asesoría legal. Como Biblioteca tenemos varios problemas. El primero es que no hay una ley de tráfico ilícito que proteja verdaderamente a los bienes culturales que queremos proteger. Otra ley que tiene un problema gravísimo es la de depósito legal: en cada país, se depositan de tres a cinco ejemplares de los libros impresos en un lugar determinado. En este momento se hace en Derechos de Autor, que depende del Ministerio de Justicia, no de Cultura. Entonces no nos llegan todos los libros que deberíamos recibir, por lo que estamos gastando fortunas en comprar libros argentinos. Y el tercer problema es el del ISBN: si tuviéramos el manejo del ISBN -como tenemos el de la música, el ISMN- tendríamos el del depósito legal. Hay mucho que debe cambiarse y refinarse, pero los procesos son lentos.
—¿Se van a digitalizar los libros de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo?
—Forma parte del programa, pero estamos a una distancia de decidir qué va a ser digitalizado, porque los libros deben limpiarse, conservarse, catalogarse… Además, hay documentos que no interesan como objetos digitales, tiene que ver con el objeto real. Cuando estemos a punto de hacer una exposición con un grupo de libros, seguramente esos van a ser digitalizados.
—Imagino que para usted, que cuando era adolescente solía visitar la casa de Bioy y Silvina Ocampo, la adquisición de estos libros debe estar muy ligada a sus sentimientos.
—Es como si una de las casas de mi infancia de pronto surgiera del pasado y se instalara en el lugar donde estoy.
—¿Qué decía su familia de aquellas visitas?
—Mi familia me consideraba un poco loco, porque yo siempre estaba con los libros. Una tía mía, que era artista, me decía que anotara todo. Pero yo, con 14 o 15 años, pensaba en ir y divertirme. Como yo iba a leerle a Borges, él me decía "Bueno, leamos una hora y después vamos a cenar a lo de Bioy". Claro que cuando estaba allí me sentía muy intimidado, pero escuchar las conversaciones era increíble. Discutían de la importancia de Flaubert, de la épica medieval, de la poesía francesa contemporánea… Yo era una esponja. Y fueron muy generosos conmigo. Con Silvina empezamos a escribir una novela policial juntos. Era un momento extraordinario.
—Usted tiene una biblioteca grandísima, que, si no recuerdo mal, está repartida entre Canadá y Francia.
—Estaba en Francia, en un viejo edificio de una aldea. Tenía casi 40.000 libros. Vendimos la casa, empaquetamos los libros y ahora están en el depósito de mi editora en Montreal, Quebec, porque es gratis. Es una razón muy fuerte: cuesta mucho alquilar un espacio para todo eso.
—¿Qué va a pasar con su biblioteca?
—No sé. Hay varias instituciones que están hablando de instalarla: la universidad de McGill, la Biblioteca Nacional de México; hubo alguna propuesta de Nueva York, pero nada se concretó. Y yo quiero que no se disperse y que pueda usarla.
—¿Argentina no es opción?
—Nada está descartado, pero no sé dónde se puede instalar en las condiciones necesarias una biblioteca así.
—¿Qué destino ve para su biblioteca en el futuro?
—Mis chicos no querrán heredarla, porque leen pero no quieren 40.000 libros. Pienso que podría ser el núcleo central de una biblioteca universitaria de algún lugar. Pero, por el momento, siento que pensar en estas cosas es como pensar dónde uno va a enterrar a su mejor amigo antes de que se muera.