"El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un cross a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y que los eunucos bufen", escribió Roberto Arlt en el prólogo de Los lanzallamas, un texto breve que funciona como faro para Pablo Ramos. En esa fe en un futuro propio reside su escritura y su misticismo. Fe en un futuro que abreva de un pasado obrero que el autor reivindica como su marca de origen: "Soy un escritor de la clase obrera", dirá en esta entrevista con Infobae y citará con la misma pasión a Jorge Luis Borges y a Rocky Balboa, a Horacio Quiroga o al corredor de Fórmula 1 Sebastian Vettel, a su mamá o a Julio Cortázar. Y, claro, recitará a Arlt. Todo eso es Pablo Ramos. Es también el que escribe: "En esos barrios, los barrios en los cuales nací y me crié, existen básicamente dos tipos de personas: las que sobreviven y las que no".
El escritor que aportó a la literatura argentina una trilogía ineludible (El origen de la tristeza, 2004; La ley de la ferocidad, 2007; En cinco minutos levántate María, 2010), el autor que cumple con obsesión con el mandato autoimpuesto de componer títulos de cinco palabras para sus libros, entrega en estos días su obra más desgarradora: Hasta que puedas quererte solo (Alfaguara).
Siguiendo el programa de los doce pasos que cumplen los adictos en tratamiento para recuperarse de su enfermedad, Ramos escribió doce historias en las que el lector se sumerge en la vida de quienes sufren ("El mozo o el puntero son los amigos perfectos para nosotros, porque nos ayudan a envenenarnos sin preguntas"). El autor plantea su deseo en el prólogo: "Se me ocurre que algunos de estos retratos, de estas crónicas, podrían tener algún valor para un lector en especial: el lector que se identifique de alguna manera con este sufrimiento. Escribir es, entre otras cosas, civilizar el dolor". Es preciso decirle a Ramos que su aspiración está cumplida; sin embargo, el libro es mucho más que eso, es también una suerte de cartografía sobre su mundo literario, porque aquí el lector podrá conocer a muchos personajes que terminaron convertidos en materia prima de la ficción del escritor.
—¿Hablar de este libro es hablar de su vida?
—Sí, claro, en el fondo los libros hablan mejor de mi vida de lo que yo pueda hablar, inclusive que la vida misma. Eso es lo que hace un buen libro y espero que este lo sea.
—Hay una pregunta que no me gusta pero que en este caso creo que es necesaria: ¿cómo surgieron estos textos que a usted lo dejan desnudo frente a la sociedad?
—Mucho peor que frente a la sociedad. Nunca temí la mirada de los otros, no es ese el infierno para mí, el infierno es mi propia mirada. Me desnuda ante mí mismo y, lo digo en el libro, soy un escritor que, si una diferencia tengo a mi favor, es que escribo lo que me conviene y lo que no me conviene también. Tengo una profunda autocrítica que a veces se vuelve destructiva. La escritura para mí es encontrar la gramática exacta, no es una cuestión de estilo, es encontrar la forma exacta de mi alma. Corregir para mí es un trabajo espiritual, no técnico, escribir bien es sencillo: sin gerundios, sin oraciones que terminen con un verbo en infinitivo, sin adverbios terminados en "mente", narrar, no describir y punto, el tema es escribir. Lo que digo en el cuento "Castañas asadas" es lo que veo en la posibilidad que tiene la literatura y es que en la literatura entra todo y todo eso hace que la pluma se ponga pesada y filosa, y se convierta en un bisturí. Esa es mi idea de escritura: más de tallar que escribir, ir para abajo, no para adelante.
—¿Está seguro que escribir bien es fácil?
—Le dije a un chico talentosísimo en el taller: "¿Por qué este párrafo es superior a toda tu novela?". Y me dice: "No sé". "Porque esto es lo que te mandé a corregir y acá pusiste todo". En la naturaleza la energía no se crea ni se destruye, un libro no va a tener la energía que yo no puse en él. Creo profundamente en eso. Mi misticismo es científico: mis libros tienen algo que yo dejé; de hecho, difícilmente pueda releerlos o tenerlos en mi casa. No tengo ni un ejemplar de mis libros y de este mucho menos, por la tentación irresistible de una noche agarrarlos y leer, por ejemplo, el pequeño prólogo que le hice a mi viejo y llorar hasta pasado mañana. Necesité perspectiva, como dice Borges, para escribir el libro, pero, una vez escrito, esa es la historia oficial para mí.
—¿Usted cree que hay literatura muy bien escrita pero a la que le falta poner el alma?
—Claro, leé el prólogo a Los Lanzallamas de Arlt: "Entre los ruidos de un edificio social que se desmorona indefectiblemente.". Escribir sin adorno, escribir libros que tengan "la violencia de un cross a la mandíbula". Una respuesta estética a un problema moral. Me decían en Eterna Cadencia: "Pensás que con este libro alguien va a renacer". No, renacer no. Si quiere renacer, no compre este libro; si quiere renacer, haga algo para que se vaya [Mauricio] Macri, haga algo para que las cosas mejoren, trate de tener un hijo, pero cuidado con la vida y la literatura. El libro es un hecho en sí mismo, por eso tiene que ser bello y creo muy profundamente en lo que dice Isaac Babel: la palabra tiene que ser significativa, sencilla y bella, en ese orden. Y yo descubrí algo: si es significativa y sencilla, da como resultado la belleza indeleble. Dice Horacio Quiroga: "Si tengo que escribir 'Me río mientras cruzo el río', lo escribo y después veo qué hago con esa rima molesta, pero primero lo escribo". Corrijo e intento encontrar lo que quiero escribir dentro de lo que escribí y después intento contra lo que debo escribir dentro de lo que quise escribir; creo en una moral del lenguaje. No hablo de El libro de Manuel, que es lo peor de Cortázar, hablo de El Perseguidor y lo que él tenía con el jazz, con la música y con la tragedia.
—¿Ahí puso el alma?
—Ahí estaba él, ahí puso el alma. Todo radica en la motivación. La literatura de la idea es la que no concibo, la que no me conmueve para nada. No hacen falta ideas literarias, me parece que hacen falta otras cosas. Creo que un escritor es alguien que no sirve para nada, a menos que se haga necesario por peso propio. Escribí este libro con la motivación más pura, para mi hermano y para intentar medir la magnitud del problema. Yo estaba con Julieta, en Nueva York y perdemos un vuelo a Miami porque mi hermano recae y me quedo whatsappeando con mi mamá. Mi hermano recae y se pega un palo con el auto. En Miami, llego a tiempo para ver la Fórmula 1 y gana Sebastian Vettel a las dos Ferraris, en un circuito callejero y el periodista le pregunta: "¿Pasabas muy cerca de la pared?" y él dice: "Si te sobra pista, quiere decir que venís despacio", y yo entendí todo. Cuando nos distraemos un poco, nos llevamos la pared porque vamos a trescientos kilómetros por hora en la curva rápida. Entendí y amé un poco lo que somos. Yo tengo que amar mis recaídas también, tengo que amar el adicto que fui, que muchas veces lo odio por todo el desastre que causé, pero tengo que amarlo, porque ahí estoy también.
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—¿Estos textos son también una cartografía de su literatura?
—Claro, voy dando señales, la casa de Isabel, quién fue Rolando, quién fue Andrea. Es un libro duro pero traté de que sea luminoso, es un libro optimista porque no digo que alguien puede o no puede. Yo diferencio a los seres humanos en dos: los que dan pelea y los que no. Soy un fanático de Rocky y en Rocky 6, que para mí es extraordinaria, se ve que el tema es levantarse. Levantarse aun cuando no encajás, como mi hermano cuando no encuentra su lugar; él debe ser una de las personas más hermosas que yo conocí y no hay manera de encajar, por eso me mata tanto la promoción de este libro.
—Una vez alguien con un familiar alcohólico muerto me dijo: "Se enfermó de lucidez por no soportar el mundo". ¿Hay algo de eso en los alcohólicos?
—Claro, el alcohólico se enferma de lucidez, de una lucidez insoportable. La gente está equivocada cuando dice que se toma para olvidar. No: se toma para soportar lo que no se puede olvidar. Este libro intenta medir la magnitud de un problema, no ayuda a aliviarlo ni ayuda a nada, necesito entender. Soy una persona que necesita entender. Llevo acá un rosario que me dio una señora en Rosario y que fue lo más fuerte que me pasó con el libro. Presenté el libro en un bar y cuando termina, se acerca una mujer de unos setenta años y me dice: "Te quiero poner algo, hiciste algo por mí, tengo a mi hijo preso en Santa Fe y hace cinco años que no lo visito porque es muy fuerte y no lo perdono por la droga y pedí una visita porque el libro me hizo ver". Yo no pedía tanto, es un libro que es duro, pero que me está dando mucho y eso renueva mi responsabilidad frente a mi ser escritor. Soy un escritor de la clase obrera que tengo dos exigencias: ser muy refinado en mi prosa para que no hablen giladas y no dejar de hablar de esa gente. No hay ni una crónica de alguien que tome cocaína para robar, de ahí no vengo yo, no me interesa.
—¿Cuánto lo marcó Abelardo Castillo?
—Mucho, esta frase que te dije y me dijo él: "Uno no corrige un texto, corrige personas, corregir es un trabajo espiritual", eso me marcó. Y Liliana Heker que, cuando le di La Ley de la ferocidad, me dice: "Una sola cosa te voy a decir, no podías no haber escrito este libro". Fue el más grande piropo que me dijeron. Y ella también me dijo: "Si seguís pensando que la literatura es importante para vos, vos vas a ser importante para la literatura". Una maestra. Así doy el taller yo, exploro la motivación.
—¿Cuándo se sintió escritor?
—Siempre, soy escritor desde chico porque desde chico escribo. El escritor es una persona que habitualmente escribe, que necesita escribir.
Los periodistas se ponen a prueba en voz alta https://t.co/RItHph5rW9 | Por Pablo Sinay pic.twitter.com/bYSnDAyRyH
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—¿Escribe desde que tiene memoria?
—Sí, poemas, diarios, diario personal, canciones, pero tuve muchos trabajos y mucha vida por la calle.
—¿La escritura fue su lugar de refugio?
—La escritura es mi lugar donde logro encontrar un rato el alma y el cuerpo, donde el alma alcanza al cuerpo. Tengo un cuerpo que va a mil kilómetros por hora y el alma llega dos días después, esto me lo enseñó mi mamá. Mi vieja siempre que viene a casa trae berenjenas que son las mejores del mundo, y estamos todos, con mis hijos de 26, de 18 y mi nena de 2 y ella llega y nos tiramos encima. Y mi vieja siempre dice algo que fue también un taller literario: "Déjenme llegar". Dice "hola", se pone la pava y toma el primer mate y ahí llegó; claro, tiene una hora y media del 24 desde Sarandí hasta Paternal, te imaginás que el alma siguió en el 24. Eso lo efectivicé, fijate que el final de El origen de la tristeza lo escribí gracias a mi mamá. Entendí que en la buena literatura tiene que haber un post final, tiene que haber dos o tres frases que esperen, que no informen nada. Puse: "Ahí me quedé, hasta que se hizo muy tarde, hasta que ya no pude ver brillando en el agua el estaño de los peces". Casi en un tono poético, porque esas palabras que no informan nada —la historia está completamente terminada— hacen que el lector una su mente y su alma al final. Lo trabajé mirando a Liliana, que era muy dura y en la cuarta corrección que le hice ella se conmovió, se levantó y me dijo: "Esto está muy bien" y se fue. Y yo dije: "Lo logré".
—Hablando de los talleres, en uno de los capítulos narra la historia del que llama el cuento que más quiere. ¿Cómo fue?
—Se llama "Luces de colores" el cuento y es una historia muy romántica, muy inocente. La primera vez que voy al taller de Abelardo, yo estaba con un trabajo nuevo, viviendo en una pensión en Pasco y México. Voy una vez, no leo y voy a la otra, había leído a Bernardo Jobson, ese libro El fideo más largo del mundo, un libro extraordinario, amigo de Abelardo y dije: "Escribo un cuento para Abelardo, quiero que sepa que soy sensible, que sepa que realmente amo la literatura". Entonces, me escribo un cuento con una rodada donde el caballo se quiebra y lo tienen que sacrificar; a los caballos yo iba porque apostaba, pero era porque apostaba cualquier cosa. Lo leo y, cuando termino, me dan con un caño todos, con justa razón y Abelardo me dice: "De haber sido, en lugar de un jockey, un piloto de Fórmula 1, ¿era lo mismo?". Y yo, obsecuente, dije: "Era lo mismo". Y él me dice: "Tengo 70 años y no estoy para escuchar semejante pelotudez".
—¿Y usted qué hizo?
—Me fui llorando, caminando desde Congreso hasta Pasco y México, y cuando volví, al otro jueves, él dice que le dijo a Silvia: "Ahí entra un escritor". Tenía razón, pero fue muy fuerte y a mí me sirvió mucho. Lo único que yo tenía era la literatura y la usé para quedar bien con alguien. Volví, me hice un café, abrí una botella de whisky (tomaba una por día), puse una hoja en mi máquina de escribir y por primera vez puse el apellido de mi mamá. Yo venía leyendo un artículo de Jean-Paul Sartre que se llama Autorretrato a los setenta años y a él le habían preguntado, cuando no podía escribir porque estaba ciego: "¿De poder escribir una novela, cómo la empezaría?". Él dijo: "Empezaría: 'Me llamo Jean-Paul Sartre y pienso esto'". Y yo puse: "Me llamo Pablo Ramos y pienso esto", fue la primera vez que usé Ramo
—¿De ahí se desprende esa frase que aparece en el libro: "Decidí escribir para ver qué me pasa"?
—Claro, y eso lo leí al otro jueves y recibí un montón de críticas y Abelardo me hizo una crítica como a todos los demás y sentí que era algo muy fuerte y que dijera lo que dijera Abelardo a mí no me importaba porque eso era mío. Volví tan contento y dije: "Qué boludo que fui, porque todo lo que me importa es todo lo que traiciono". Convertir todo eso en una fe es el problema y la fe es la capacidad de soportar la duda. El cuento es hasta tonto pero es mío y merecía estar, está bien corregido, está en su máxima expresión, es un cuento ignorado pero tiene ese valor para mí: de ese cuento depende toda mi otra literatura.
Ana María Shua: “La militancia nos liquidó más que la droga” https://t.co/PEQYDe2Mve | Por @mmendez pic.twitter.com/BZ3DyQhCxE
— infobae (@infobae) 28 de agosto de 2016