Toda fobia se define por su carácter irracional. La nosocomefobia, por ejemplo, es el temor a los hospitales y todo lo que tenga que ver con ellos. No parece demasiado extraño, todo sujeto social necesita pasar por ahí para atenderse y curarse. La sensación de estar en una clínica tiene que ver con la enfermedad, con la falta de salud, con un error en el funcionamiento del organismo, una sensación que de por sí nunca puede ser agradable. Pero, ¿cuál es el verdadero temor a los hospitales? ¿La muerte? Quizás haya algo más: esa fragilidad de estar en manos de los doctores, de la medicina, de la ciencia. Que ellos corten, suturen, extraigan, amputen, conecten, infiltren, que hagan todo lo que tengan que hacer. Esa sensación de no poder hacer nada, de sólo esperar a que las cosas salgan bien, parece brutal.
De esto habla Australia, la primera novela de Santiago La Rosa que editó este año Metalúcida, pero también de mucho más. Una pareja se escapa de una Argentina apocalíptica para probar suerte en el país de los canguros. Todo iba bien, el clima, la playa, el romance, la adaptación, hasta que deciden, como todo mandato social lo indica, tener un hijo. Lo que parece destinado a ser el sentido de la existencia, la alegría de vivir, el motor de los días, la continuación de la especie, puede transformarse en su opuesto: la más profunda y angustiosa soledad. Gabi pierde al bebé. Así comienza la novela, el personaje principal narrando la llegada a casa junto a su esposa, luego de la pérdida en el hospital, con las manos vacías y las esperanzas rotas.
En la última entrevista que le hicieron a Philip K. Dick, publicada en junio de 1982 en la revista The Twilight Zone, se mostró optimista. Hizo referencia a las tantas veces que contrajo matrimonio y bromeó con que tuvo que enumerar a sus esposas para recordarlas. ¿Por qué tantos divorcios? "Es muy difícil vivir conmigo cuando estoy escribiendo", respondió. No caben dudas, el nivel de concentración que requieren algunos procesos internos puede resultar devastador para el entorno. Sin embargo, parece haber uno que sobrepasa cualquier otro en intensidad y es, justamente, un embarazo. ¿Existe alguno más intenso todavía? Sí, un embarazo psicológico.
"Después de perderlo, de pasar días casi catatónica, totally gone, cree que sigue embarazada", cuenta el narrador, siempre en primera persona, con pinceladas del idioma de aquella región del mundo. Un recurso a priori muy interesante que, a medida que la historia avanza, se vuelve un exceso, sobre todo para las personas que no son bilingües, un detalle que entorpece la lectura. Sin embargo, la novela jamás se estanca porque, si hay que marcar un acierto en el debut literario de Santiago La Rosa, es la facilidad para introducirse en los terrenos más tenebrosos de la experiencia humana, cuando la pérdida sobrepasa el límite de lo soportable y se transforma en fantasía, un delirio, como si la única forma de continuar tolerando la angustia fuera negándola.
Mientras Gabi permanece en la casa, sintiendo que aún hay un ser vivo creciendo en su vientre, el protagonista pierde la calma y se enfrenta al tótem santificado de la racionalidad: la ciencia. "Su calma se parecía al desprecio", piensa mientras observa al Doctor Hughes, el potencial responsable de todo este devenir aplastante, ya que ve en ese embarazo psicológico una fuente de dinero estrafalaria. Con suma pasividad, escucha la propuesta del médico: montar un reality alrededor de los delirios de su esposa sin que ella lo sepa. Los interesados son muchos: canales de televisión, laboratorios, clínicas. ¿Mediatizar una mentira? ¿Televisar una simulación? Con una relación acabada y sin ningún futuro en común y un hogar completamente extraño, ¿qué podía perder?
"Cuando cogíamos, por mi cabeza aparecieron ráfagas de miedo, se nos había pasado la hora, ya no podíamos y, con sonrisas forzadas, rechinaba un caballo queriendo que no se notara", dice narrando el sexo utilitario, la procreación, la búsqueda del hijo en una pareja que ronda los 40. Luego, tras el embarazo y la desilusión de la pérdida, el choque con la realidad: el ensordecedor momento en que el amor está perdido en algún rincón del laberinto y parece mejor huir que retroceder a buscarlo. Es entonces que aparece una amante, una joven prostituta ecuatoriana de lujo llamada Marina, que lo distrae del alocado mundo –siempre extraño y ajeno: Australia- que lo envuelve para gastar el dinero y calmar la angustia.
La pregunta sobre la especificidad de la literatura es confusa porque abre el camino hacia la interpretación pero, además, acorrala el análisis hacia la experiencia individual del lector. Es difícil determinar si la literatura tiene una función social, lo que parece más fácil es entender qué debería generarle al que lee. ¿Basta con pensarla como un pasatiempo escapista, un hobby, un entretenimiento? Puede ser que lo sea, pero ¿alcanza con generar divertimento? Cualquier crítico literario le pediría más a la literatura, porque tiene con qué.
Entonces, si escribir es –como sugiere Samanta Schweblin– "entrar en el miedo y salir ileso", ¿qué es leer?, ¿acaso no debe ser también –en palabras de Lolita Copacabana– una experiencia desafiante? Santiago La Rosa logra sortear los obstáculos del entretenimiento momentáneo para introducirse en los lugares oscuros, las zonas marrones donde no está permitido el chiste, demostrando que la literatura es un túnel por el que uno pasa, reflexiona intensamente, y continúa su vida habitual sin ser el mismo o, al menos, habiéndose preguntado quién es ahora.