Hay quienes se resisten al paso de los años. Lo confrontan. Se empeñan en detenerlo, en eternizarlo, prefieren neutralizar la dictadura del reloj. Apelan a técnicas de modernización, de manipulación, de intervención. Matt Hummel no. Él liberó al tiempo para que se manifieste fiel a su pulso. Habla de su gusto por la autenticidad, por la conservación de lo natural, lo genuino. Es un cultor de lo real, promotor de lo verdadero. No le seduce el brillo, sino el óxido. Matt Hummel colecciona autos clásicos en su estado original.
En el pueblo de Auburn, suburbio de Sacramento, capital de California, estado de los Estados Unidos, envejece su tesoro. Son seis piezas de Porsche, fábrica de vehículos antológicos que revisten nostalgia, historia, carácter. Un Porsche 356 A 1600 de 1956 exhibe con orgullo las huellas del tiempo: está recubierto con varias manos de pátina, una fina capa de óxido que conquista los metales y evidencia su exposición a la humedad. El deportivo es clásico y es auténtico; y está feliz de serlo. "Este 356 se halla exactamente en el mismo estado en que lo encontré. Me gusta su autenticidad. Ha vivido mucho y sigue ahí. Quiero conservarlo como si fuera una máquina del tiempo, no devolverlo a su supuesto estado original", develó el propietario en una publicación en Christophorus, revista oficial de Porsche.
Su colección descubre otros dos 365 descapotables de 1952, los bienes más preciados del entusiasta estadounidense de 39 años. Los modelos tienen chasis consecutivos: fueron construidos exactamente uno después del otro. Uno termina en 4, el otro en 5. Mientras lo dice, los muestra. Hay en este dato que se preocupa por informar una satisfacción desbordante, un dejo de vanidad. Se vanagloria de sus reliquias hermanadas y recuperadas.
Lo mismo hace con botones antiguos de un tablero de mandos a los que sopesa como si fuesen gemas. "¡El Santo Grial!", grita. Y repite el permiso de arrogancia con una lata repleta de tornillos Kamax y un cajón con pistones de ochenta milímetros procedentes de la producción del antiguo Porsche pre A. "¡Oro puro!", celebra. Pero conserva un lugar privilegiado en la visita, una nueva escala de orgullo. El reflejo de retrovisores laterales de perfil vintage ilumina mágicamente el primer motor de carreras de Porsche: el 1500 Super de 1954, abreviado 502.
Además de atesorarlas, las ofrece. Sabe que el destino de algunas joyas es pasar de mano en mano: "Cuando alguien me avisa que tiene un Porsche raro, voy encantado a mi cámara de los tesoros y busco la pieza adecuada para él". Porque así como conserva sus modelos haciéndole caso a la naturaleza del tiempo, respetando su ejercicio, cree que los vehículos se crearon para el uso, no la exhibición. "Un Porsche está fabricado para ser conducido, no para ser guardado en un garage", advierte.
Su colección no está maquillada. La belleza está en la autenticidad, en el lustro de las décadas. Escucha el chirrido de la puerta de su Porsche 356 A 1600 de 1956 y se ríe: lo prefiere así, real. Y aunque no quiera manipular el tiempo, a veces juega con él. Le gusta recordar los días en los que los conductores salían en busca de carreras y pegaban números en sus puertas para identificarlos. Las consecuencias de la competición hacía particularmente felices a los pilotos. Los golpes, las marcas, los raspones hablaban de cicatrices. Las que tienen sus otros cinco Porsche: un Porsche 911 Carrera 3.2 de 1986, un 912 de 1966, un 356 A Super de 1958 y los dos 356 descapotables consecutivos de 1952.
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