Todo se resume a la pasión y la velocidad. Todo lo que sucede alrededor del Goodwood Festival of Speed –El Festival de Velocidad de Goodwood– encubre un profundo sentimentalismo. Es idílico y magnánimo. Es la consolidación del sueño de un lord inglés devoto de la adrenalina, la confirmación de que los románticos dominan el pulso de la industria automotriz. Goodwood es la búsqueda infinita del placer bajo una atmósfera que huele a goma quemada.
Las fragancias que emanan los jardines de la finca ubicada en Chichester, Condado de West Sussex, al sur de Inglaterra, se combinan con un vertiginoso aroma a motor. La morada pertenece al Lord March, un aristócrata inglés con un capricho: que en sus dominios corrieran los mejores exponentes de la velocidad. Un fastuoso castillo, un hipódromo y un autódromo a escala real oculto entre la frondosa vegetación: la mítica colina, propiedad del duque de Richmond, es sede del museo en movimiento de la competencia automotriz.
Goodwood todo lo puede y todo lo permite. Sus orígenes se remontan a mitad del siglo pasado. El sueño del noble había organizado carreras entre 1948 y 1966, cuando la familia se negó a convertir su mansión en solo un circuito de velocidad. La competición se redujo a una mera pista de pruebas en la que cuatro años después Bruce McLaren murió en un accidente. Goodwood perecía ante una coyuntura delicada: su permanencia se había debilitado.
En 1993, el Lord March recuperó la nostalgia de los apasionados. El Festival de Velocidad de Goodwood recibió aquel año a veinte mil personas en una fecha que coincidía con -quizá- la prueba más mítica de la historia automovilística: las 24 horas de Le Mans. La invitación se extendía a vehículos de competición: cualquiera. Rally, Nascar, Fórmula 1, Mundial de Endurance (WEC), Moto GP: no discrimina tamaño ni prestaciones, convocaba a históricos de todas las categorías que tuvieran como método la velocidad. Y extendía el agasajo piezas exclusivas de la industria: hypercars, piezas de coleccionistas, reliquias vintage, bólidos clásicos.
Acudían pilotos experimentados, retirados o en actividad pero avezados de la práctica. Se presentaban casi por obligación la más alta alcurnia de la sociedad británica. Para ganar independencia y no compartir calendario con otras pruebas, en 2010 se consolidó durante cuatro días en el corazón de junio bajo el arrasador sol del verano europeo. A 24 años de su regreso, el Festival de Velocidad de Goodwood multiplicó su influencia y sus visitantes: más de 200 mil personas baten récords de asistencia en cada edición.
Atraídos por casi 500 vehículos en escena y figuras destacadas -aclamada fue la presencia de los pilotos Kimi Räikkönen, Jenson Button y Nico Rosberg-, la misión es rendir homenaje a los autos y motos más salvajes de la historia, concebidos y fabricados para asaltar los récords en velocidad y validar la capacidad de los heroicos conductores. La finca tiene un trazado de tres kilómetros meramente recreativo y una carrera cronometrada de 1860 metros de ascenso a una colina mítica. Nick Heidfeld, ex piloto alemán de Fórmula 1, ostenta el récord de la prueba con un tiempo de 41,6 segundos a bordo un McLaren MP4/13 que promete romper este año.
La edición 2017 celebra del 29 de junio al 2 de julio la cita automotriz más entusiasta del calendario. Reúne leyendas vivas del deporte con coleccionistas intrépidos, autos deportivos con modelos vintage, motos con camiones, aristocráticos con aficionados. Las marcas aprovechan el impulso de la cita para presentar nuevas creaciones o meras curiosidades con un objetivo común: ganar presencia en una cita que aglomera lo más genuino y purista del mundo del motor. Goodwood es el cielo de los motores, la gran fiesta social de la cultura envuelta en ruedas y aceite, porque toda su obra se reduce a la pasión y la velocidad.
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