Los humanos humanizan su entorno. Les adhieren a efectos personales un sentido, les contagian un significado, les otorgan una épica. Los autos, esas máquinas que transportan sus vidas de un lado a otro, no es más que una recreación humana de cómo personalizar un viaje hacia otro lugar. Por eso sentimiento, esa pertenencia, excede la practicidad, funcionalidad y operatividad por la que fue concebido. El auto es más que un aparato de movilidad.
Una familia puede tener ciertas estructuras, roles, convenciones. El auto suele integrar el equipo. Adoptar vínculos tácitos, mágicos y sensibles, convertirse en trofeos, síntomas de crecimiento, testigos de experiencias. Se materializa una simbiosis, una relación química, sostenida por sentimientos abstractos, intangibles, muchas veces inexplicables. No es tener un auto, ni viajar plácido, recortar tiempos, ganar independencia, gozar de otro nivel de autonomía. El auto tiene personalidad, compatible a los principios, recuerdos y virtudes de las personas.
Esta conexión tiene sus razones comprendidas en gustos, en hábitos, en comportamientos. La persona elige qué coche comprar por un sinfín de motivos: económicos, culturales, visuales, conceptuales, anímicos. Encubre esta elección un dejo de empatía, de representación, de pertenencia, como el de un padre a un hijo, en un ejemplo disparatado. Sucede que el amor por el auto se propaga al amor por la marca. Las compañías automotrices buscan cautivar y generar filiación con sus clientes a través de la fabricación de coches singulares, acuñados por la misma matriz, diferentes pero rehenes del mismo símbolo. Qué auto, entonces, es afín a las directrices de una persona. Sin garantía de satisfacción, se sugiere sinceridad en la respuesta y criterio para asimilar el resultado.
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