Nicolás Maduro se convirtió hoy formalmente en un dictador más de la larga y nefasta historia de déspotas de América Latina. Antes, estos caciques reinaban con botas y uniforme militar en los lejanos siglos XIX y XX. Ahora, el heredero y mejor alumno de Hugo Chávez lo concretó en el moderno XXI. Lo hizo mediante una farsa institucional: utilizó a su Tribunal Supremo para decir con prosa leguleya lo que él y su círculo idearon.
Es la reacción lógica y esperada de un dictador desnudo. De un déspota que encontró de esta forma la única salida a su fracaso como administrador de una de las crisis más terminales y autogestionadas de la historia de Venezuela.
El petróleo a precios astronómicos durante años, una porción de ideología calcada de Cuba y una región que acompañaba cómplice una fiesta para pocos "enchufados" —locales y extranjeros— fueron suficientes para que Chávez, caudillo y caricatura de Simón Bolívar, promulgara el devenir milagroso del socialismo del siglo XXI, tal como lo bautizó.
Sus exégetas expondrán las más variadas, arriesgadas e imaginativas hipótesis para justificar el golpe democrático. Dirán que fue una medida desesperada para evitar un mal mayor. Que Maduro todavía es un presidente elegido democráticamente. Que la Organización de Estados Americanos (OEA) y una conspiración mundial lo empujaron a prescindir de una Asamblea Nacional que no responde a los comandos del pueblo, sino a intereses transnacionales. Quizás, neoliberales.
Lo cierto es que Maduro utilizó la pluma de sus jueces monaguillos para suprimir y tornar fatuo al mejor representante de la población ante la política: un congreso democrático con diferentes voces en su composición. El alumno de Chávez ejecutó lo que su "comandante" había intentado sin éxito en 1992. Esta vez lo consiguió con una pluma, pero el mismo espíritu antidemocrático. Un espíritu poco digno del siglo XXI.
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