Las aventuras democráticas

Por Julio María Sanguinetti

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Mirar hoy el panorama del mundo es asomarse a un catálogo de extravagancias políticas de las que emanan lecciones no siempre bien asimiladas. Los pueblos votan, pero entre la debilidad de los partidos, la democracia mediática que alimentan los outsiders y la corrupción, se vive un descomunal desconcierto.

El caso de Venezuela es, entre otros latinoamericanos, el paradigma del abismo al que puede llevar la desaparición de los partidos políticos. No fue Hugo Chávez quien eliminó a la democracia cristiana (Comité de Organización Política Electoral Independiente, Copei) y a la socialdemocracia (Acción Democrática), los "copeyanos" y los "adecos" tan populares en su tiempo. A la inversa, el debilitamiento de los dos partidos históricos es el que generó el espacio para que un coronel golpista como Chávez se hiciera del poder, se encontrara con la suerte de un enorme botín petrolero y llevara el país al desastre sin precedentes que hoy sufre, cuyo sucesor se encargó de profundizar hasta el paroxismo. Recordemos que el doctor Rafael Caldera, presidente en el período 1969-1974, retornó luego en 1994, fuera de su partido, expulsado del Copei que él mismo había fundado medio siglo antes.

Si cruzamos el Atlántico, nos encontramos con una España casi sin gobierno desde el mes de diciembre, en que se eligió el Parlamento. Como nadie pudo configurar una mayoría, se volvió a las urnas y el reciente 26 de junio reforzó la mayoría relativa del Partido Popular del presidente Mariano Rajoy, que añadió 14 diputados más. Igualmente, no le alcanzan para formar gobierno, ni aún con los 32 de Ciudadanos, partido bastante afín en ideas. El hecho es que la victoria del Partido Popular (PP) no es aceptada ni moralmente por el resto, de modo que todo sigue trancado. Lo único claro es que el viejo bipartidismo español, el que garantizó el período más libre y próspero de la historia de España, está terminado. Ya no están solos, además de ellos, los clásicos partidos nacionalistas catalán y vasco. Ahora hay una coalición a la izquierda del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y un nuevo partido en paralelo al PP. Amén de que los catalanes entraron en una deriva independentista radical. El resultado de esta confusión es la ingobernabilidad.

Siguiendo por Europa, lo de Inglaterra no encaja con su clásica flema política, aunque sí con su histórica tradición isleña, que le ha hecho siempre mirar de reojo a Europa. El primer ministro David Cameron, asediado por una división interna de su partido, prometió en la campaña un referéndum para dilucidar si seguían o se iban de la Unión Europea. Ganó el voto por irse, Cameron —que había defendido ardorosamente la permanencia en el conglomerado europeo— anunció su retiro y ahora no hay quién se haga cargo. Para empezar, el mayor dirigente conservador que estuvo por la salida (Brexit), Boris Johnson, ya renunció a la posibilidad de asumir el cargo de primer ministro y organizar la salida de Europa que él prohijó. El líder de un tercer partido separatista, Nigel Farage, también renunció. Los conservadores procuran trabajosamente que alguien se haga cargo, mientras los jóvenes no ocultan su enojo por la votación realizada, escoceses e irlandeses amagan separarse del Reino Unido y el poderoso sistema financiero londinense se agarra la cabeza. La comedia del referéndum ha terminado en drama.

Mientras tanto, en Viena, anularon una elección presidencial por irregularidades, al mejor estilo latinoamericano, y convocaron de nuevo a unas elecciones que abren una renovada chance para el sector ultraderechista del país, notoriamente filonazi. En Italia, el partido del humorista Beppe Grillo ganó las alcaldías de Roma y Turín, nada menos.
Está claro que los populismos ya no son un patrimonio latinoamericano. El extravagante Donald Tramp amenaza a Hillary Clinton, cuya capacidad es reconocida pero parece no ser tan simpática como ese histrión demagogo que le dice a cada cual lo que quiere oír. No creemos que gane, pero que un 40% de los Estados Unidos piense que ese señor, xenófobo e intolerante, de mamarrachesco aspecto pueda ser presidente de los Estados Unidos es horroroso. El partido de Abraham Lincoln y Dwight Eisenhower estaría en un impensable deterioro.

En Perú, llegó Pedro Pablo Kuczynski, un serio economista, pero en la primera vuelta sólo obtuvo un 23% y en el ballotage le ganó a la hija de Fujimori por menos de un pelo, porque lo votó una izquierda que no lo quiere ni ver en la sopa y que ya anuncia su actitud opositora. La Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), el viejo partido de Haya de la Torre, está disminuida a la mínima expresión y Acción Popular, el viejo partido de Fernando Belaúnde Terry, ha hecho una interesante campaña, pero terminó aplastado por la polarización a favor y en contra de los Fujimori, que sigue dominando la política peruana.

Como se aprecia, estamos en un mundo de aventuras. Es verdad que los partidos políticos, con sus historias de corrupción (escandalosas en Brasil y Argentina), han hecho mucho para el desprestigio de la política. Pero está claro que las aventuras al margen de ellos terminan en la inestabilidad y el desgobierno. O se producen movimientos regeneradores adentro de las clásicas estructuras o se marcha hacia un tiempo de irracionalidad incompatible con la vida democrática. Este no es —no debería ser— el reino del blanco y negro, el teatro de las emociones momentáneas, sino un paciente ejercicio de sumar voluntades detrás de programas serios, aptos para sobrevivir en medio de una rampante globalización que lleva por delante a quien no quiere entenderlo. Basta ver lo que pasa con Uber en las capitales del mundo para entender que la tecnología es imparable y que el sosegado mundo de las corporaciones o las burocracias administrativas se adapta o se ahoga.