El apartamento es chato, gris, monótono, aburrido pero confortable, o más bien habitable, tan igual a los miles de apartamentos en cada una de las cientos de khrushchchovkas, esas torres chatas, grises, monótonas, aburridas que tanto abundan en las ex ciudades soviéticas. Sobre una pequeña cómoda de madera reposa un carnet de identidad sucio con el escudo y los colores polacos, como si Alex hubiera nacido en Varsovia o Gdansk. Pero Katya es rusa, tan rusa como la ciudad en la que nació hace 22 años. Y esa tarjeta cubierta de polvo en medio de un apartamento tan soviético como las hoces y los martillos, esa tarjeta que debería facilitarle la entrada a otro país, ya no le sirve para nada. Entonces acumula mugre y olvido mientras a su dueña no le queda otra que tramitar la visa para cruzar una frontera extraña y reciente que no tiene demasiado sentido. Pero es así. El exclave ruso de Kaliningrado es así. No queda otra.
En medio de la ciudad hay una isla que hasta hace algunas décadas fue centro de comercio y cultura, de religión y ciencia. Por ese entonces nada de esto era parte de Rusia, no tenía ninguna relación con los eslavos, mucho menos con los soviéticos. La ciudad llevaba el inocultablemente alemán nombre de Königsberg y había sido fundada en 1255. Durante siglos se construyeron iglesias, universidades y una fortaleza que se haría castillo y convertiría a este puerto del Mar Báltico en uno de los rincones más importantes de Prusia, el estado que antecedió a la moderna Alemania. El área central de aquella isla era ocupada por una catedral que nació católica en el siglo XIV y lo fue hasta las primeras ceremonias luteranas, 200 años más tarde. Todo era alemán en Königsberg, los edificios, el idioma, la cultura, la religión, la historia, la comida, los barcos, la educación. Pero hoy es una especie de isla rusa separada por más de 600 kilómetros del resto del país y rodeada por estados políticamente distantes: Polonia y Lituania, ambos miembros de la Unión Europea y de la OTAN. La ciudad no sólo cambió de manos, todo allí fue trocado o transfigurado tras la Segunda Guerra Mundial. Los soviéticos se hicieron con la zona tras los acuerdos de Potsdam entre julio y agosto de 1945, y ya nada sería lo mismo.
Evgenya es rubia, de cara ancha y sus incandescentes ojos verdosos parecen gritar a los cuatro vientos el origen eslavo. Trabaja en la oficina de información turística y es de las poquísimas personas que realmente habla bien inglés. Es que no son muchos los extranjeros que visitan Kaliningrado. Uno de sus compañeros se llama Andrei, tiene apenas 17 años pero habla alemán a la perfección. "La mayoría de turistas son rusos o alemanes", explica Evgenya, "todavía llegan algunas personas muy mayores que nacieron en la ciudad cuando era alemana, o tal vez vienen sus hijos a conocer la tierra de sus padres. Entonces hay que hablar alemán, preparar folletos en alemán, vender excursiones en alemán. En inglés no hay tanto". Sonríe y dice que viajar desde Kaliningrado no es difícil, que casi todos tienen visa para entrar a la Unión Europea, que comprar ropa en Polonia es más barato y que las tres horas que promedia la espera en la frontera no le molestan.
Pese a la necesidad de tramitar visado, para los habitantes del exclave es más común viajar a los países vecinos que al resto de su propio territorio. La oferta aérea es escasa y cara, pero existe una línea ferroviaria que une Kaliningrado con Moscú pasando por la capital lituana de Vilna. El gobierno ruso subsidia el pasaje para que en esta especie de isla nadie se sienta demasiado aislado, entonces es mucho más barato viajar a la capital rusa que a la lituana, aunque sean casi 900 kilómetros más de recorrido. Bastará con comprar boleto a Moscú y bajarse en Vilna para ahorrarse unos cuantos rublos. Muchos lo hacen y no hay forma de impedirlo o controlarlo, tal vez porque simplemente no tiene sentido.
Casi siete siglos duró el control alemán de esta región y sin embargo los soviéticos se encargaron de que no quedara ni una pizca de espíritu germano suspendida en el aire de Kaliningrado. Claro que la guerra les facilitó el trabajo: los bombardeos británicos de 1944 seguidos por las duras batallas entre enero y abril de 1945 dejaron poco más que cenizas. El castillo permaneció en ruinas hasta ser finalmente dinamitado a fines de los 60s y reemplazado por el extraño y eternamente inconcluso edificio conocido como Casa de los Soviet. Hoy la gigantesca mole con forma de tostadora, robot o algo parecido está hueca y un guardia de seguridad a veces, dependiendo de su humor, permite la entrada a cambio de unos 5 dólares.
La catedral, el otro símbolo de la ciudad, se mantuvo en pie aunque completamente abandonada hasta los tempranos 90s, cuando las autoridades decidieron darle uso. Instalaron bancos que le dan la espalda al altar y miran al imponente órgano y desde entonces hay dos conciertos diarios. Además, quizás como una forma de cerrar heridas de la Guerra Fría, el edificio alberga una capilla ortodoxa y una luterana. Otras iglesias sobrevivientes se convirtieron progresivamente en salas de conciertos, filarmónicas y hasta en un teatro de marionetas. No, a los soviéticos no les interesaba conservar edificios religiosos.
A poco de finalizada la guerra, los ciudadanos alemanes fueron expulsados y reemplazados por rusos que crecieron y se multiplicaron sin ningún tipo de influencia germana, polaca o lituana, como si vivieran en Moscú o Kazán. Cien por ciento rusos. O en realidad no tanto. Es que una parte de la alemanidad quedó en pie pese al destierro cultural que siguió a la derrota bélica. El filósofo iluminista Immanuel Kant nació, estudió, trabajó y murió en Königsberg; de hecho nunca se alejó más de 150 kilómetros de su ciudad natal. Como su famoso sapere aude ("atrévete a saber") se limitó al estudio y no a los recorridos físicos, fue enterrado en la catedral de la única ciudad que conoció. Y allí sigue. La Universidad Albertina, en donde estudió el filósofo en el siglo XVIII, fue destruida junto con la estatua que lo honraba, pero ambas fueron reemplazadas: en 1967 se fundó la Universidad Estatal de Kaliningrado (hoy llamada Universidad Federal Báltica Immanuel Kant) y en los 90s se instaló una réplica de aquella estatua. De la antigua capital prusiana tan sólo queda una tumba en la que descansan un filósofo, una cultura y un pasado.
Ya no quedaban alemanes cuando en 1946 Königsberg transmutó en Kaliningrado. El nombre fue escogido para honrar a Mijaíl Kalinin, bolchevique que había participado en la fundación de la Unión Soviética, había presidido el Soviet Supremo y acababa de morir de cáncer. Hoy Kalinin hace de irreligioso santo patrón de la ciudad, en forma de estatua y junto a una estación de trenes aún coronada por la hoz y el martillo. Desde ese mismo punto nace la avenida Vladimir Lenin, arteria principal en sentido norte-sur. Pareciera que nada ha cambiado demasiado desde la caída de la Unión Soviética, pero las cosas que se han mantenido son simbólicas. A los fines prácticos, todo es distinto. Durante décadas la URSS incluía a Lituania, así que no había que cruzar frontera alguna para llegar a Moscú. Y Polonia era un país aliado, camarada marxista. Ni aislamiento ni nada. No se necesitaban alternativas ni complejos trucos para sortear las distancias. Hoy sí.
Desde 2012 los habitantes de Kaliningrad y los polacos de ciudades cercanas a la frontera podían cruzar sin necesidad de visa, alcanzaba con un simple trámite que incluía un carnet de identificación. El negocio era muy bueno para las tiendas polacas, que ofrecen productos como frutas, verduras, carne y ropa a un precio mucho menor que en Rusia, pero también era una buena forma de promover el turismo en Kaliningrad además de, por supuesto, unir a los vecinos de ambos países. Pero el gobierno polaco adujo motivos de seguridad y puso fin a esta política a mediados del año pasado, poco antes de la Cumbre de la OTAN, en Varsovia, y de la Jornada Mundial de la Juventud, en Cracovia. Las tensiones políticas entre ambos países no ayudan, entonces nadie propone alternativas y ahora a ambos lados de la frontera se necesita realizar el complejo y costoso trámite de visado. Y aquel carnet de identidad acumula polvo sobre una cómoda.
Katya guarda su tarjetita polvorienta como recuerdo y con la esperanza de que algún día vuelva a servirle. Habla inglés porque trabaja en un hotel que casi no recibe turistas pero sí empresarios, inversionistas, gente de negocios en general, y lamenta que ahora no lleguen tantos polacos como antes, cuando podían pasar un fin de semana en Rusia y volver a casa. Pero más lamenta no poder visitar la ciudad de Gdansk, a la que iba frecuentemente. Entonces debe contentarse con mirar hacia el otro lado del mapa. Es que el consulado local de Lituania ofrece visas de tránsito válidas por 24 horas por 5 euros. La idea es que los rusos puedan cruzar sin dificultades hacia el resto de su país, pero también es una forma sencilla de ir a pasar el día al otro lado de la frontera.
Hacia el oeste, en una isla rodeada de las aguas del río Pregolia, se construye a paso lento pero firme un estadio blanco muy cuadrado, muy recto. El año próximo deberá recibir a 35 mil espectadores durante cuatro encuentros de la fase de grupos del mundial de fútbol ¿Y si justo le toca jugar a Alemania? Podría ser curioso pero no más que eso. Porque Kaliningrad es una ciudad rusa, por no decir soviética, que renació de las cenizas de la guerra con una fuerte amnesia que le impide recordar su pasado germánico. Hoy es una urbe de hoces y martillos, de monumentos a guerreros triunfantes luciendo estrellas en sus cascos, de caracteres cirílicos, de estatuas de Vladimir Lenin y Karl Marx. Y aunque sea diferente a lo que fue (porque nada atestigua tanta muerte sin inmutarse) también es lo que fue siempre: una isla, gaviotas sin pasaporte y el olor del pescado en los muelles en una fresca y temprana mañana.
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