Desde un principio supe que después de la cobertura de la carrera de las 24 horas de Le Mans dispondría de unas horas libres en París, antes de emprender el vuelo de regreso a la Argentina. El terror ante un posible atentado terrorista en la capital francesa no me preocupó demasiado. De hecho, colegas argentinos con los que compartí el trabajo en Le Mans me manifestaron su preocupación, a lo que reflexionaba "¡Hasta dónde se ha llegado con la paranoia! Uno va a visitar una de las ciudades más lindas del mundo y está con la cabeza puesta en ser víctima de un posible ataque".
Hoy, poco antes de las cuatro de las tarde en Europa central y mientras visitaba comercios a unas tres cuadras de la avenida Champs Elysées, la capital francesa me demostró que estuve equivocado, al menos esta vez.
El intento de atentado, como lo llamó el ministro del Interior galo, Gerard Collomb, ocurrió junto a los llamados Jardines de Champs Elysees. Apenas media hora antes del incidente, yo había caminado por ese lugar, e incluso había considerado sentarme a leer allí unas páginas del libro Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut.
Nunca escuché el choque del Renault Megane gris metalizado contra la camioneta estacionada de la Policía francesa, pese a estar a 300 metros de distancia. La alerta se me disparó ante la abrumadora cantidad de sirenas que sonaban en simultáneo y contaminaban el oasis conformado por los más de 30 grados de temperatura, el sol y el lujo de las principales calles de la capital parisina.
Un hombre adulto, cuya identificación aún no fue revelada por las autoridades, embistió al móvil policial con su vehículo. Poco después del impacto, el vehículo sufrió un principio de incendio en su parte delantera, pero fue controlado rapidamente por los agentes presentes.
Según los guardias de seguridad, el atacante murió después del incidente. Y al revisar el interior del vehículo se encontraron con un panorama más que preocupante:había pistolas, un fusil Kalashnikov y varios tubos de gas, que estaban conectados entre sí y a la espera de ser detonados. Las primeras hipótesis apuntan a que el hombre quiso generar una explosión con el impacto entre los dos vehículos.
Al pensar que uno pudo formar parte de ese desastre, resulta inevitable sentir ese frío y cruel manto de vulnerabilidad, una sensación de que, al margen de la vida que se llevó, de cómo se afrontaron los miedos durante los años, de cómo se persiguieron las esperanzas personales y profesionales, de cómo uno formó una familia, el azar del terrorismo termina por elegir a sus víctimas sin ningún patrón definido de antemano.
Lo cierto es que el miedo en París debido a los ataques se empezó a respirar de antemano. Con menos de dos horas en la ciudad, pude percibir una serie de medidas de prevención extraordinarias asumidas por los locales: a lo largo de la avenida Champs Elysées, entre los propios Jardines y el Arco del Triunfo, hubo decenas de negocios con guardias de seguridad en sus puertas. Desde los históricos y prestigiosos edificios de marcas como Louis Vuitton o Zara, hasta la enésima sucursal de un Mc Donald's o una pequeña tienda de artículos electrónicos. El modus operandi era siempre el mismo: antes de que uno incluso ingrese a los comercios, los efectivos de seguridad piden con frialdad y una actitud desafiante que se abran las mochilas, carteras o incluso bolsas de compras que se lleven consigo.
Desde el 2015, cuando ocurrieron los ataques terroristas a la redacción de la Revista Charlie Hebdo, en enero, o la serie de ataques de noviembre (con el del concierto en Le Bataclan a la cabeza), que se llevaron la vida de 150 personas inocentes, París no volvió a ser la misma.
Lo más sorprendente fue que, en coincidencia con el incremento de la paranoia, la aparición de ataques en cualquier punto de la ciudad convirtieron al terrorismo en algo cotidiano.
Apenas dos horas después del incidente, el diario Le Monde ubicó la noticia sobre el intento de atentado de hoy en un pequeño recuadro de la mitad de su página web. Por encima estaban las repercusiones de las elecciones legislativas nacionales celebradas el domingo o los riesgos de las futuras olas de calor en Europa, debido al incremento constante de las emisiones de gases de efecto invernadero.
Incluso, al otro lado del cordón policial, los testigos y curiosos presentes en la zona eran una mayoría de extranjeros. Apenas unos pocos franceses eran los que se interesaban.
"Es un problema que no le veo solución, puede pasar en cualquier lugar y en cualquier momento y no veo a nadie que trabaje con las políticas correctas para frenarlos. Yo lo veo como algo normal aquí. Cada día que voy a trabajar pienso, aunque sea un segundo, que no me toque a mí. Y sigo con mi vida", le relató a Infobae Phillipe, un hombre de unos 50 años, con una camisa bien arreglada, que luego desataría su bronca contra un linyera presente en la escena, al que catalogó como "la vergüenza de este país".
Y el pánico duró poco más. Los policías encapuchados, que en un primer momento regañaban ante aquel que les ponía la cámara de un teléfono celular en la cara, ya se mostraban más amables. Y mientras la policía científica hacía su trabajo sobre el auto del supuesto terrorista, se producía el cambio de guardia entre los testigos: los ciudadanos abandonaban la escena del incidente y los que llegaban eran los periodistas y sus móviles de televisión.
Ya tres horas después, la circulación en la avenida Champs Elysees volvió prácticamente a su normalidad (quedaron cerradas sólo tres cuadras). Incluso, una vez en el aeropuerto, no hubo un incremento de medidas de seguridad ni un refuerzo de policías presentes.
Y así abandoné París, con el escalofrío todavía presente de haber estado tan cerca en tiempo y lugar de un posible atentado de grandes dimensiones y con la pena de haber sido testigo de una ciudad que hizo del terrorismo algo habitual de todos sus días.
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