La rutina matutina de María Fang-od Oggay comienza con la mezcla del hollín del pino en agua, para lograr una tinta. Enrolla con hilo una espina de cítrico en una caña, en forma de puntero. Sentada en un pequeño taburete tatúa con esmerado cuidado a las personas que desde lugares distantes como México y Eslovenia vienen a verla. Si antes del almuerzo ha realizado 14 tatuajes se siente satisfecha: nada mal para alguien que tiene ya 100 años.
La tatuadora más famosa de Filipinas vive en Buscalan, un pueblo de 742 habitantes, a una milla de la carretera de tierra más cercana, describió en un artículo The New York Times. Alrededor, niebla y sembradíos de arroz. No llega la red de telefonía móvil y la electricidad es insuficiente.
Cuando los españoles llegaron por primera vez a la zona en 1521, extendieron el tatuaje a través de las islas que luego constituirían las Filipinas. A lo largo de los siglos, desalentada por las potencias coloniales y las enseñanzas católicas, la tradición se desvaneció.
Sin embargo, protegida por las montañas inaccesibles de la Cordillera Central, se mantuvo entre los Kalinga. Y a mediados del siglo XX la práctica resurgió en el mundo. Como resultado, el turismo en la provincia de Kalinga convirtió a Buscalan en el destino más popular. En 2010 se registraban unos 30.000 visitantes, mientras que en 2016 la cifra aumentó considerablemente a casi 170.000, comparó la periodista Aurora Almendral en su texto.
Whang-od hubiera permanecido en el anonimato si no fuera por un antropólogo estadounidense. Lars Krutak la incluyó en su documental Tattoo Hunter, realizada en 2009. Eso la instaló en el imaginario de una ola de visitantes que llegan hasta su aldea con la esperanza de hacerse un tatuaje tradicional filipino.
Quienes van a ver a Fang-od, toman un número y esperan durante horas. Otros se conforman con un tatuaje hecho por una de las nietas de la anciana, que han comenzado a incursionar en el arte.
La propia anciana es un reflejo de su arte. Su cuerpo entero exhibe tatuajes de patrones geométricos: símbolos de la protección, la fuerza y la determinación para los Kalinga.
Hace un siglo los tatuajes para las mujeres de Kalinga eran decorativos, representaban belleza y estatus, mientras que los hombres los ganaban tatuajes con actos de valentía, especialmente mediante la cacería ritual.
Los guerreros que mataron a más de 10 hombres lucían tatuajes simétricos que cubrían el torso y se arqueaban en los brazos. Pero en la década de 1930, el gobierno nacional —entonces administrado por los Estados Unidos— comenzó a suprimir los tatuajes-trofeos.
La cacerías pasaron de ser un acto de valor a un crimen.
Los estudiantes asistían a la escuela en mangas largas para cubrir sus tatuajes. Los misioneros y los maestros les decían a los Kalinga que sus marcas eran bárbaras, y que en el futuro les impedirían obtener trabajos pues los identificaban como criminales.
La aldea Buscalan tiene casas de huéspedes, un restaurante y pequeñas tiendas que venden productos enlatados y souvenirs. Los hombres trabajan como guías y porteros, y se comunican entre sí con walkie-talkies.
El turismo ha enriquecido el pueblo, lo que ha permitido la pavimentación de algunos caminos. Pero la basura se ha convertido en un problema. En una aldea con unos 150 hogares, queda poco espacio para acomodar a turistas. La tradición de Kalinga de cuidar a todos los visitantes, generosamente y sin pago, ha desaparecido.
"Es un honor para nosotros que la gente venga aquí por nuestras tradiciones", dijo a The New York Times una joven de Buscalan, Anyu Baydon, que trabaja como voluntaria en la escuela primaria. Pero desearía una mejor distribución de los turistas. "Los niños Butbut reciben la influencia de los estilos y las costumbres de los extranjeros", aseguró.
A los 27 años, Conradine King-Gonzalo se ha convertido en una mujer de negocios. Para celebrarlo viajó durante 13 horas en autobús desde Manila para hacerse un tatuaje con Fang-od.
La propia anciana es un reflejo de su arte. Su cuerpo entero exhibe tatuajes de patrones geométricos.
"Es una leyenda", dijo King-Gonzalo, quien debió llegar hasta la aldea dos veces, pues la primera vez Fang-od no estaba. "No voy a parar hasta que me haga un tatuaje de Apo", dijo, y llamó a Fang-od con la palabra Kalinga para la abuela.
Paulo Vega de 29 años, un tatuador australiano, vio su viaje como una peregrinación. Fotografiar su pistola de tatuaje eléctrico junto a las sencillas herramientas de Fang-od. "Es mucho más especial el conseguir un tatuaje de ella que uno mío. Hay mucha más alma en ello."
El éxito de Fang-od ha inspirado a una generación más joven a aprender el oficio. Uno de ellos es Den-den Wigan, de 22 años, de la aldea vecina de Ngibat, descendiente del hombre que tatuó a Fang-od. Aprendió el arte de ella y ahora tatúa en una galería de arte fuera de Manila. "Quiero continuar con la tradición que dejó mi abuelo —dijo al diario de Nueva York—. Así no desaparece de nuestra cultura."
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