En la calle, el sol tibio de este tardío invierno balcánico ilumina suavemente los rostros. Los vecinos caminan de un negocio a otro preparándose para el almuerzo dominical que de seguro será con la ventana abierta para disfrutar de este viento sorpresivamente cálido. Pero adentro de la oficina está oscuro. Hay apenas una ventana pequeña que filtra gajos de luz solar. A veces se abre la puerta y el sol se escurre invasivo, como un intruso, un enemigo. La frágil lámpara que cuelga del techo ilumina precariamente las decenas de recuerdos que tapizan casi completamente las paredes: jugadores de fútbol en blanco y negro cruzan sus brazos y sus miradas esquivan a la cámara, tribunas repletas pero descoloridas, once deportistas en el campo de juego y montañas de fondo, banderines de distintos tamaños, formas y colores. Sobre un viejo radiador hay muchas copas, algunas medallas, todas evidentemente nuevas. Al fondo del salón, debajo de la pequeña ventana, una pizarra en donde alguien dibujó un esquema de la formación para el próximo encuentro. Y en el medio del descolor, como un recuerdo más, aparece Petar Milosavljevic, con sus casi 77 años. Se levanta y un muchacho joven lo ayuda a atravesar la habitación para buscar un papel, un bolígrafo y tomarse un buen rato en apuntar algunas palabras. Cuando finalmente termina dice "vamos". Que esta tarde hay partido.
Como casi todo en la semi reconocida República de Kosovo, la ciudad tiene dos nombres. Kosovska Mitrovica, para los serbios, y Mitrovicë, para los albaneses, es el mejor paradigma de la división étnica que provocó innumerables conflictos y choques a partir de fines de los años 80, y especialmente durante la guerra entre 1998 y 1999. Los serbios aún reclaman a este territorio como parte integral de su país, pese a que el 17 de febrero se cumplió el noveno aniversario de la declaración de independencia de Kosovo.
Antes de la guerra, Mitrovica era una ciudad yugoslava con una fuerte industria basada en las minas de Trepca, donde trabajaban codo a codo serbios y albaneses, como lo habían hecho durante siglos, cuando la convivencia no era problemática y las diferencias eran tan sólo una cuestión anecdótica. En 1932 se fundó el club de fútbol local y tomó el nombre de las minas y los colores negro y verde del escudo de la ciudad. El multiétnico Trepca tenía jugadores albaneses, serbios, croatas y bosnios, y alcanzó la gloria en los años 70 cuando logró jugar por apenas una temporada en la primera división de la liga yugoslava y llegó a la final de la Copa Nacional de 1978. Pero las guerras terminaron con todo, especialmente con aquella etapa de convivencia pacífica.
En medio de la ciudad fluye el río Ibar que desde la guerra se ha convertido en una frontera casi infranqueable. Al norte viven unos 20 mil serbios cristianos, al sur unos 70 mil albaneses musulmanes. El cauce del río los separa pero más los alejan las diferencias étnicas, culturales, económicas, las reglas, los símbolos y el idioma. En el medio hay un puente en reparación que permaneció cerrado demasiado tiempo y este mes volverá a permitir el paso de vehículos, siempre y cuando alguien decida cruzarlo. Desde el final de la guerra, son muy pocos los que lo hacen.
Los jugadores albaneses pararon la pelota en medio de un clima de tensiones étnicas y políticas, y renunciaron al equipo en 1991. Para 1999 el club, como todo lo que existió alguna vez en Mitrovica, estaba partido en dos. En el sur se asentó el albanés KF Trepça, mientras que al norte quedó el serbio FK Trepča, ambos con los mismos colores y casi idénticos escudos. Desde entonces los clubes se autoproclaman legítimos herederos del primer Trepca, aquel que en su nombre combinaba la letra č serbia con la albanesa ç como símbolo de convivencia pacífica, y llevan adelante una interminable contienda por apropiarse de los logros deportivos del extinto club original. La UEFA ha decidido no involucrarse en la disputa.
Petar Milosavljevic es Secretario del FK Trepča y trabaja en el club desde hace 68 años. Vivió el ascenso y la caída del equipo en primera persona, atesora los años dorados tanto a nivel deportivo como a nivel social, cuando la idea de un conflicto era descabellada, y no le interesan las divisiones porque en su vida el deporte lo es todo. "Después de 1998, para nosotros se acabó el fútbol", dice con voz pastosa y suave de anciano cansado, y recuerda aquel 5 de mayo que marcó el final: "Teníamos que jugar un partido en Krin, cerca de Peć, pero nos advirtieron que no fuéramos porque había disparos en las calles. Yo quise corroborarlo porque creí que nos estaban engañando para que no nos presentáramos y perdiéramos el partido 3-0. Llamé a la policía y me dijeron 'no vengas'. A partir de ese día no se jugó más al fútbol".
Del lado sur, predominantemente albanés, y a escasos pasos del río Ibar se levanta un extenso barrio gitano con muchas casas prefabricadas, todas iguales. Una nueva avenida lo atraviesa y termina cerca de unos montículos de tierra frente a las tribunas del Estadio Olímpico Adem Jashari. Es el recinto deportivo más grande de Kosovo, tiene oficialmente capacidad para algo menos de 20 mil espectadores y fue renovado en 2014, cuando la selección nacional empató 0-0 con Haití. Ese fue el primer amistoso en la historia de Kosovo en ser reconocido por la FIFA. Originalmente se llamaba estadio Trepca, como las minas, como el club de la ciudad unificada, y alguna vez albergó a 45 mil espectadores. Pero entonces llegaron las tensiones que eventualmente se transformaron en guerra, y entre 1998 y 1999 el estadio quedó abandonado.
Pasado el conflicto los albaneses regresaron a la zona sur de la ciudad y la pelota volvió a rodar. Pero no fue tan sencillo. Primero los propios jugadores debieron arreglar el olvidado campo de juego, que para entonces estaba cubierto de malezas y abandono. Luego le cambiaron el nombre para honrar a Adem Jashari, uno de los líderes del Ejército de Liberación de Kosovo (UÇK), considerado terrorista por el gobierno serbio y cuya muerte en marzo de 1998 fue el puntapié inicial de la guerra. Hoy el Klubi Futbollistik Trepça juega en la primera división kosovar y considera este escenario su hogar, el refugio del club que se pretende único y legítimo heredero de la gloria deportiva de Mitrovica. Pero de esa gloria no queda nada: los trofeos, las copas y las medallas fueron robados durante la guerra. La historia de aquel club multiétnico ha desaparecido.
Muy cerca del estadio, hay una cancha de pasto sintético en donde entrenan los jugadores albaneses. Está rodeada por un cerco metálico oxidado y que en algunos tramos parece estar a punto de desplomarse. Los jóvenes deportistas corren de un lado al otro del campo de juego y tan sólo se detienen al ver una cámara de fotos. Uno de ellos aprovecha la oportunidad para dejar de lado la pelota y lanzar una consigna política: reclama por la libertad de Ramush Haradinaj, ex Primer Ministro de Kosovo y miembro de UÇK, detenido en Francia en enero. Para Belgrado, es un criminal de guerra. Para los jóvenes jugadores albaneses, es mucho más importante que el fútbol.
Los serbios nunca volvieron al ex estadio Trepca. Del lado sur hay dos campos de fútbol pero en el norte no hay ninguno simplemente porque no hay espacio para construirlo. Es por eso que cada partido y cada entrenamiento significan una peregrinación a pie de poco más de 6 km hasta la vecina aldea de Zhitkovac, en donde una pequeña y única tribuna suele recibir a un puñado de aficionados. Nunca aparecen muchos dispuestos a realizar el sacrificio de acercarse a la cancha.
Di toda mi vida por este equipo y voy a hacer todo lo que pueda por él hasta que muera
El destierro físico del equipo serbio vino acompañado de la decadencia deportiva y hoy milita en la Liga del Morava, una competencia regional que forma parte de la cuarta división de Serbia. El enorme pasado resulta cada vez más borroso al norte de la ciudad. Al otro lado del casi infranqueable río Ibar la historia es distinta porque el club albanés tiene más ingresos, mejor infraestructura, partidos en la primera división de Kosovo y viajes más breves para disputar encuentros fuera de casa. El odio y el rencor parecen ser los únicos puntos en común entre las dos orillas, y el sueño del club nuevamente unificado es tan utópico como disparatado. Incluso un partido amistoso entre ambos equipos es considerado de altísimo riesgo por las autoridades locales, y en las numerosas reuniones los dirigentes no han alcanzado ningún acuerdo.
Milosavljevic descarta ese odio y rencor que para él no es más que una cuestión política. Dice que en el deporte no hay religión, que el deporte tan solo divide a las personas con comportamiento humano de las personas con comportamiento inhumano. Sueña. "Di toda mi vida por este equipo y voy a hacer todo lo que pueda por él hasta que muera", dice y se le iluminan los ojos que parecían apagados por el cansancio y los años de lucha. Se le iluminan tanto que los descoloridos recuerdos en las paredes ahora parecen un poco más brillantes. O quizás sea obra de la luz del sol que se escurre cuando alguien abre la puerta y llama al viejo Petar para que suba al autobús. Es domingo y hoy, pese a todo, se juega al fútbol.
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