El presidente de las Filipinas, Rodrigo Duterte, lleva siete meses y unos 7.000 muertos en lo que llamó su "guerra contra las drogas". Entre los muertos hay niños, que quedaron en el fuego cruzado entre el delito, la ley y las bandas estatales de represión y ejecuciones sumarias. Ahora estarán también entre los perseguidos: el mandatario y sus aliados políticos apoyan una ley que se propone reducir la edad de imputabilidad penal de 15 a 9 años.
Miles de niños filipinos han perdido a un padre o una madre, por lo general el sostén de la familia, por causa de la violencia. Y otros tantos —observó Emily Rauhala en The Washington Post— "han sido testigos del espectáculo macabro de un festival de muertes respaldado por el Estado, o han sobrevivido a tiroteos agazapándose, o han visto cuerpos mutilados y arrojados en las acequias donde los niños juegan a las escondidas".
Duterte describió la ley que propone como una manera de detener a una "generación de delincuentes" en el mismo momento en el que se inician en el crimen. A los ladrones y traficantes en edad escolar "hay que enseñarles responsabilidad", dijo. El borrador del texto menciona entre sus considerandos la manera en que las autoridades "miman" a los delincuentes juveniles.
"La guerra contra las drogas ha sido violenta", dijo Rowena Legaspi, del Centro de Derechos y Desarrollo de Niños, a The Washington Post. "Esto es un esfuerzo por extender la campaña criminalizando a los menores y legitimando la violencia estatal contra los niños". Para la directora ejecutiva del grupo que documenta el impacto de la violencia en la minoridad la perspectiva oficial está equivocada: "Sí, hay niños a los que las mafias usan para cometer delitos, pero destacamos que esos niños son víctimas". La nueva ley le otorgará a la policía —conocida por la violencia de sus intervenciones y la impunidad con que actúa— espacio para encontrar sospechosos entre esas víctimas pequeñas.
A Duterte no le interesaron esos puntos de vista ni los de otros grupos de derechos humanos que argumentaron contra el proyecto por contraproducente y cruel. "En mi país, ninguna ley me prohíbe que amenace a los delincuentes", dijo en una entrevista con Al Jazeera. "No me importa lo que digan los tipos de los derechos humanos. Tengo el deber de preservar la generación. Si involucra a los derechos humanos, no me importa. Tengo que provocar miedo".
En esa ocasión, el presidente filipino habló de dos niños muertos en dos semanas: una niña de cinco años, a la que dispararon asaltantes desconocidos que irrumpieron en su casa para buscar a su abuelo, sospechoso de tráfico, y un chico de cuatro años que recibió una bala inadvertidamente durante una operación para detener a su padre. "Son daños colaterales", dijo Duterte. "Tenemos 3 millones de adictos, y en aumento. Así que, si no prohibimos esto, la próxima generación va a tener un problema serio".
La gran mayoría de los asesinatos por el combate al narcotráfico son, en realidad, adictos o vendedores minoristas. Un informe de Amnistía Internacional calificó a la guerra contra las drogas de Duterte como una "guerra contra los pobres". De los 7.000 muertos, la mayoría trabajaba en la economía informal de Filipinas, como conductores de bicitaxis o vendedores ambulantes de comida. "Las familias de los barrios marginales de Manila luchan para pagar los gastos escolares o comprar alimentos suficientes, cuando no tienen que pagar funerales", escribió Rauhala.
"Los asesinatos perpetúan el ciclo de pobreza que atrapa a los niños y a los jóvenes en el negocio de las drogas, dicen los defensores de menores". Llevarlos a la cárcel desde los nueve años sería una inmersión más rápida en los estudios criminales: los niños estarían presos con adultos o adolescentes que ya cometieron, por ejemplo, homicidios.
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