Turquía ha sido durante años "la ruta yihadista" entre Europa y Siria. Este concepto es ampliamente aceptado por las potencias occidentales, Rusia y algunos países de Medio Oriente. Dada su extensa y porosa frontera con Siria, ofrece un paso fácil para todo tipo de grupos de salafistas, en el marco del apoyo de Ankara, Riad y Qatar, incluyendo a la rama siria de Al Qaeda (Frente al Nusra) y el Estado Islámico (ISIS). Sus células durmientes en Turquía se ven amparadas por el amplio paraguas del Partido Justicia y Desarrollo (AKP, por sus siglas en inglés). Un secreto a voces.
Según coinciden diversos especialistas en Medio Oriente, las agencias de seguridad turcas tienen la tarea de apoyar a grupos de la oposición a Bashar al Assad; en consecuencia, los salafistas residentes en los campos de refugiados a lo largo de la frontera o en ciudades fronterizas del lado turco pueden atacar Turquía y otros países europeos sin inconvenientes.
Recep Tayyip Erdogan tomó conciencia de sus errores y envió una carta al presidente ruso, Vladimir Putin, el 27 de junio, para tratar de cicatrizar la herida aún abierta en Moscú por el derribo del avión de combate ruso el 24 de noviembre de 2015. El presidente ruso no respondió la misiva, aunque ambos se comunicaron por teléfono poco después del ataque terrorista al aeropuerto Ataturk de Estambul. Nunca trascendió el tenor de la conversación entre ambos, pero es claro que las relaciones de Ankara con Moscú no se arreglaron con ese intercambio. Siria y los kurdos siguieron siendo un dolor de cabeza para el presidente turco, que nunca tuvo química con Moscú ni con Washington.
Turquía ha ido perdiendo los recursos de poder blando que tuvo como jugador regional al inicio de la crisis siria. Los golpes terroristas dentro de sus ciudades ofrecen la percepción de un Erdogan solo y acorralado. El presidente turco demoró mucho tiempo en entender su propia situación. En cambio, prefirió experimentar una nueva política, más cercana a la de los caudillos latinoamericanos que a la de un demócrata y estadista.
El constante acoso a la prensa independiente, la "compra de voluntades", la búsqueda de un enemigo visible para dividir a la sociedad y una mayor presencia del islam en la vida de los ciudadanos fueron sólo algunos de los objetivos que se trazó Erdogan en los últimos tiempos de su mandato.
Erdogan equivocó su estrategia al mantener muchos frentes y desafíos abiertos. Su reciente reconciliación con Israel fue interpretada por sus enemigos –internos y externos– como un símbolo de debilidad absoluta. Los militares olieron que algo había cambiado en el pulso de su comandante en jefe.
Su gestión y el malestar en grandes capas sociales se hicieron evidentes. Pero perpetuarse en la más alta de las magistraturas hasta 2024 era sólo una de las tantas intenciones que este hombre –quien ha administrado el poder turco los últimos 12 años– tiene en la cabeza.
Durante los últimos tres años, Erdogan se propuso vaciar de legitimidad las instituciones, acusarlas de ser una pieza clave de un inverosímil complot internacional, victimizarse y atacarlas. Lo hizo con el Poder Judicial, del que se apropió; lo realizó con el Ejército, al que descabezó, generando un gran malestar interno en esa fuerza; también con la Policía, y convirtió al Parlamento turco en un despacho de leyes, ya que cuenta con una amplia mayoría que le permite gobernar sin límites.