El OVNI debería estar por aquí. En verano seguramente podríamos verlo a la distancia, con su extraña y reconocible estructura circular, con su alta torre coronando el enorme complejo. Pero no ahora, no en invierno. No mientras ascendemos por las montañas búlgaras en un pequeño y viejo Opel que sufre los embates del viento. La ruta se retuerce mientras subimos y el vehículo tiembla y da sacudidas en medio del vendaval que pronto se convierte en nieve mientras ganamos altura. No vemos nada, nada más que la pesada niebla y la espesa nieve que ya cubre cada centímetro de camino. Avanzamos en fila, despacio, surcando las curvas que nos hacen ascender lenta pero constantemente. Arriba, arriba, arriba.
En un día claro probablemente desde allí se vería no sólo el OVNI en el pico de Buzludzha sino también el monumento de Shipka, construcción de piedra en el paso homónimo que recuerda una batalla entre rusos y turcos a fines del siglo XIX. Pero no en este momento. En este momento apenas si alcanzamos a divisar el coche de adelante. Mis compañeros locales y yo nos mantenemos en silencio, atentos, mientras la nieve cae incensantemente y el viento raja los bosques ocultos por la blanca inmensidad. En la cima apenas si podemos ver un pequeño restaurant y un mercado que debe recibir mucha gente en verano. Nadie se detiene. Entendí allí que la oscuridad no siempre es negra: la oscuridad puede ser blanca, tan blanca que ciega, encandila, marea.
El camino hacia el paso es retorcido y lento, cada vez más blanco, cada vez más pesado. Pero lo que sigue es aún peor. En la cima de la montaña y el paso de Shipka la ruta se bifurca: un camino principal comienza el descenso abrupto hacia el valle, mientras que el otro es una ruta secundaria, muy angosta y en pésimo estado. Son 12 kms desde el paso hasta nuestro destino surcando un camino que permanece cerrado casi todo el invierno. Llegar al OVNI de Buzludzha es un peregrinaje.
Parece haber sido robado de una película de ciencia ficción, pero en realidad la historia del gris edificio con forma de plato volador es más extraña que la de cualquier película con naves y extraterrestres. Fue inaugurado en 1981 por el régimen comunista búlgaro en conmemoración al 90° aniversario del Congreso de Buzludzha, una reunión secreta en la cima de la montaña Buzludzha. Dimitar Blagoev era el líder de un grupo de miembros del por entonces novísimo Partido Socialdemócrata Búlgaro, antecesor del Partido Comunista, que buscaban organizarse políticamente y crear un movimiento centralizado.
Muchos años más tarde, para principios de los 80s, el régimen liderado por Todor Zhivkov comenzaba a flaquear a causa de las dificultades económicas y la falta de apoyo. Entonces el edificio-monumento se constituyó como elemento fundamental de propaganda. Debía ser no sólo una conmemoración sino que además serviría de cuarteles generales del Partido Comunista Búlgaro en una forma de asociar al cuestionado régimen con figuras históricas reconocidas y admiradas.
Cada cifra relativa al edificio parece exagerada: más de seis mil personas participaron de la construcción a lo largo de casi siete años, se usaron 70 mil toneladas de concreto, tres mil de acero y 40 de vidrio. Como si Zhivkov quisiera ser faraón y esta fuera su pirámide, un monumento a sí mismo concebido para perdurar por toda la eternidad.
Más de seis mil personas participaron de la construcción a lo largo de casi siete años, se usaron 70 mil toneladas de concreto, tres mil de acero y 40 de vidrio
Pero el fin del comunismo en 1989 significó el final de la historia. La democracia llevó al poder durante los 90 a partidos que querían mostrarse lo más ajenos posibles al pasado comunista y el extraño Buzludzha fue abandonado. Siguieron saqueos, vandalismo, grafittis, olvido. Lentamente el enorme plato volador quedó en silencio.
Aún hoy los viejos carteles anuncian alguna dirección, hay aquí y allá pequeñas cabañas que deben ser populares en verano, hay aves que luchan contra el clima y árboles que son hielo. Pero sobre todo hay silencio, un silencio quebrado tan sólo por el viento del paso de Shipka. El blanco inunda todo, como si el color atravesara los sentidos y se convirtiera en olores y ruidos. La nieve cae desde las ramas pesadamente sobre el techo del auto mientras esquivamos pozos en la vieja y olvidada ruta.
Sabía que en algún punto de la ruta se levanta un monumento enorme con dos manos que sostienen antorchas: es la entrada al complejo de Buzludzha. Debía ser cerca del edificio central, pero no sabía dónde. Avanzamos despacio, muy despacio, y busco entre la niebla la silueta de dos manos gigantes. Pero ni siquiera las veo cuando nos detenemos junto a ellas. El primer vistazo del complejo se yergue entre la niebla como algo oculto, secreto, como un recuerdo de tiempos lejanos, ancestrales. Volvemos al auto y navegamos en medio de la nada buscando algo imposible. Quién sabe cuántos kilómetros más adelante nos topamos con dos o tres autos estacionados que se me figuran islas en el mar de vacío blanco. Debe ser allí.
Los búlgaros no están seguros, desde los otros coches nadie sabe. La excepción son los dos italianos que han viajado por unos días tan sólo para visitar el ridículo OVNI. El día anterior habían intentado ingresar al edificio pero el viento atroz hizo imposible la aventura.
Ahora el camino es a pie. Casi a ciegas, dos italianos, dos búlgaros y un argentino emprendemos la subida, esquivando hielo y aplastando nieve a cada paso. Si nos toman una foto cualquier despistado podría presumir que somos andinistas. La subida se hace larga, probablemente por la falta de nociones y la ceguera que nos domina. Está allí el enorme edificio, delirante y cautivador, estúpido, loco, magnánimo, simbólico, paradigmático, icónico, magnífico. Postal de tiempos lejanos que no volverán. Buzludzha está allí, oculto. Por eso no pude anticiparme ni hubo preparación: topé con él antes de verlo.
Las grises paredes se elevan verticalmente hasta chocarse con la curvatura de la parte superior, el área que le da el mote de "OVNI". La entrada oficial está por supuesto clausurada y siempre hay entradas alternativas, pese a que el acceso sea técnicamente ilegal. Cada tanto el gobierno bloquea los accesos pero a los pocos días aparece alguno nuevo y no hay cámara o cartel que pueda evitarlo. Por estos días se ingresa a través del sótano. En la parte posterior del edificio, cerca de la base de la torre, un agujero en el cemento conduce a un pozo de poca profundidad desde donde se llega al sótano, unos 3 metros más abajo. Alguien dejó allí atada una soga para ayudar a colegas viajeros en el descenso. Subir sería un problema que enfrentaríamos más adelante.
Al final del oscuro y húmedo pasillo del sótano se ve luz. Hay allí un espacio abierto y una escalera cubierta de nieve apenas iluminada por la escasa luz blanca que se filtra por las rendijas de lo que alguna vez fueron ventanas. Avanzamos sin pronunciar palabras, aleatoriamente moviendo las linternas en todas direcciones, como intentando digerir este inexpresivo vacío, tratando de fotografiar el frío silencio.
La escalera lleva al hall de entrada, un espacio circular con techo convexo: la base del OVNI. La puerta principal en un extremo y tres escaleras que conducen a la sala central exactamente arriba de este vestíbulo. Optamos por la que está menos cubierta de nieve. Cada escalón es pesado, cada paso es trabajoso, el camino podría colapsar en cualquier momento por el peso de los años y de nuestros propios pasos. Pero allí, a cuatro o cinco escalones de la sala central, levanté la vista.
La oscuridad blanca había parido luz negra, la perfecta simbiosis entre el delirante pasado y el ausente futuro. El curioso presente enfrenta la sala circular amplia y radiante coronada con un símbolo aún dorado sobre fondo rojo: una olvidada hoz y martillo. Desde el techo una inscripción convoca a los trabajadores del mundo a unirse, y junto con la insignia comunista sobrevuelan las tribunas que alguna vez acogieron reuniones de arcaicos dictadores. Una sombra ya pronto serás. Pero no hoy. Hoy la nieve raja el concreto y el viento tapiza las paredes que alguna vez tuvieron mosaicos de trabajadores, de Karl Marx, Friedrich Engels y Vladimir Lenin, pero también de los líderes comunistas búlgaros Georgi Dimitrov, Dimitar Blagoev y Todor Zhivkov. Muchas cosas se han perdido, muchas fueron robadas, pero buena parte de los murales se encuentra en sorprendente buen estado, aún con el hielo como tapiz. Se alcanzan a ver los colores originales, estrellas rojas, campesinos, trabajadores, guerreros, madres con niños. Las incontables figuras en las paredes parecen intentos por retratar a todo el país por igual.
El blanco tiñe y crea una atmósfera espectral, fantasmagórica, sobre el gris cemento y las plumas de hielo se endurecen como escamas. El hielo es la armadura de Buzludzha. El pasillo que rodea al circular recinto tiene ventanas que miran hacia todas las direcciones pero en todas direcciones no hay más que blanco. La única referencia es la torre, de otra forma podría continuar dando vueltas por aquel pasillo sin jamás descubrir por dónde accedí. Aunque también es cierto que de un lado el viento golpea con más fuerza y las curiosas esculturas de hielo son más duras.
La sala cruje, el techo pende y todo este olvidado cadáver parece constantemente a punto de colapsar mordido por el tiempo. Si aún se mantiene en pie no puede ser más que por la voluntad de los espíritus que alguna vez poblaron pasillos y salas con religiosa fe en sus proyectos políticos, en sus predecesores a quienes admiraban y celebraban como dioses terrenales. Los nombres propios de supuestas leyendas comunistas inmortalizadas en monumentos y murales. Esas leyendas y sus acérrimos espíritus sostienen el techo de Buzludzha. No hay otra explicación.
Aún así una parte del techo ya ha colapsado y la estructura de hierro caída reposa contra una pared. Los dos italianos la utilizan a modo de escalera para tomar fotos desde arriba del muro, pero se tambalea por el peso y el frío no ayuda. Desde allí también es difícil tomar fotos: la niebla es sumamente espesa, casi sólida, y lo cubre todo. No se ve más allá de unos pocos metros.
De regreso al vestíbulo, encontramos una escalera que lleva a un subsuelo. Una cámara subterránea larga, oscura y semicircular con pequeños charcos congelados y una barra que imaginé alguna vez repleta de vodka, vino y la fuerte y local rakia. Quizás algún ebrio fantasma en medio del silencio. Hay cañerías rotas que gotean y el frío allí se vuelve visible, táctil.
Pero ahora el destino nos dirige al otro punto obligatorio de Buzludzha: los 70 metros de una torre que alguna vez fue revestida con una estrella roja de vidrio. El óxido de unas interminables y escuálidas escaleras de hierro cubre mis manos en la oscuridad más absoluta a lo largo del ascenso. Hubo un ascensor pero ya no por lo que las opciones se limitan a las escaleras metálicas o nada. Cuando las piernas comienzan a flaquear más por frío e incertidumbre que por cansancio, nos abrimos paso a través de sucesivas plataformas iluminadas por la luz que atraviesa la vidriada estrella roja cercana a la cima de la torre. Le faltan muchos cristales y el viento gélido golpea con fuerza creando formas de hielo disparatadas. Más allá está la cima: un mirador hacia el blanco vacío, incomensurable e imposible, metáfora perfecta de las ideas de aquel pasado socialista. Más allá de la torre no hay nada. Nada dentro del edificio, nada fuera.
No hay ningún plan para el futuro de Buzludzha, repararlo y mantenerlo sería demasiado caro por lo que permanece abandonado y a la espera del eventual colapso del techo. Es un destino curiosamente turístico, uno de los más famosos de Bulgaria y todos los días hay aventureros dispuestos a entrar o al menos a admirar la delirante estructura desde afuera. El gobierno podría cobrar entrada, organizar traslados, ofrecer visitas guiadas. Pero no, sólo carteles que anuncian prohibiciones y apelación a la buena voluntad de los turistas.
El camino de regreso nos encuentra trabajosamente escalando la soga y circundando el edificio. En la entrada los búlgaros traducen a los extranjeros las inscripciones en cirílico a las que les faltan muchas letras. Son anuncios de mejores tiempos para los proletarios del mundo y su unión inclaudicable, profecías ridículas que se agotaron y colapsaron estrepitosamente, hoy vetustas como las paredes oscuras del recinto subterráneo. Una pintada moderna sobre la entrada principal advierte y aconseja: "Nunca olvides tu pasado".
Esculturas de hielo nos escoltan en el descenso hacia el coche, en donde brindamos con vino búlgaro en honor a la memoria, la aventura y el exitoso fin de tan curioso peregrinaje. Buzludzha culmina como culminan los sueños: con un desconcertante despertar y el lento regreso a casa. Un sentimiento inexpugnable e incómodo domina la vigilia del soñador empedernido. Y el pasado, como siempre, queda atrás.