Estados Unidos es el país del mundo que más invierte en salud. Destina el 17,4% de su PIB, mucho más que quienes le siguen, Suecia, Suiza y Francia, que no llegan al 12 por ciento. A pesar de tener una población de 324 millones de personas, ostenta el tercer mayor gasto sanitario per cápita, 9.403 dólares al año, apenas por debajo de Suiza (9.674) y Noruega (9.522), que tienen menos de 10 millones de habitantes.
Viendo estos datos cuesta entender que la salud pueda ser un problema en Estados Unidos. Sin embargo, es uno de los principales temas de discusión política desde hace décadas, ya que no parece posible que dirigentes, especialistas y ciudadanos se pongan de acuerdo en qué sistema sanitario quieren.
Para entender por qué Estados Unidos está atrapado en esta telaraña es necesario ver algunas estadísticas más finas. Un dato decisivo es que el Estado aporta sólo el 48% de todo lo que se invierte en salud, lo que arroja al país al puesto 117 en la comparación con el resto del mundo. Es lógico que no llegue al 95,6% de Cuba, donde casi todo es estatal, pero es llamativo que esté tan lejos de las naciones con niveles de inversión comparables. Por ejemplo, en Suiza, que dentro del grupo de países ricos está entre los de menor inversión pública, alcanza el 66%, 18 puntos más.
La consecuencia de este reparto es que la salud resulta muy cara para los usuarios. En una sociedad que tiene un problema creciente de desigualdad de ingresos, esto deja a parte importante de la población en una situación precaria y vulnerable.
En un intento por corregir este problema, Barack Obama impulsó durante su primer gobierno la reforma de salud más ambiciosa de la historia reciente. Con muchas modificaciones al plan original para vencer la resistencia de los sectores más conservadores del Partido Demócrata, la Affordable Care Act (Ley de Cuidado de Salud Asequible), popularmente llamada Obamacare, fue sancionada por el Congreso el 23 de marzo de 2010.
Entre otras cosas, fijó penalidades a quienes no tengan ningún seguro médico para forzarlos a contratar uno, flexibilizó las condiciones para poder acceder a Medicaid, el programa de salud público y gratuito destinado a personas de bajos recursos, y dispuso créditos y subvenciones para poder contratar seguros privados, que es la cobertura que tiene el 70% de la población.
Lo ocurrido con el Obamacare desde la asunción de Donald Trump muestra que parece una utopía pensar en que haya una política de estado en el sector salud. El presidente había prometido desarticularlo, y todo indicaba que el Congreso, bajo entero control del Partido Republicano, iba a darle el gusto. Pero los desacuerdos son tan grandes, incluso entre los miembros del viejo partido, que este viernes 24 se cayó por falta de apoyo el proyecto de reforma impulsado por el mandatario, que era tanto o más cuestionado que el de Obama. Por ahora continuará la ley que estaba vigente, pero nadie sabe por cuánto tiempo más.
Obamacare, ilusión y desencanto
El programa tuvo algunos méritos indudables. En 2010, antes de su implementación, había en el país 48,6 millones de personas sin seguro médico, un 16% de la población. En 2016 la proporción de ciudadanos sin protección cayó a 27,3 millones, que hoy representan un 8,6 por ciento. Sin embargo, nunca logró generar consenso. Quienes rechazaban la reforma cuestionan su elevado costo fiscal, y quienes la apoyaban afirman que se quedó a mitad de camino y que el sistema sigue siendo muy desigual.
"Ayudó mucho a un 10% de los estadounidenses, pero hizo poco o nada por atender los graves problemas que enfrenta buena parte del otro 90%", dijo David Himmelstein, profesor de salud pública y políticas sanitarias en la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY), consultado por Infobae.
Una de las mayores dificultades que tuvo el sistema es que dependía para su éxito de que un número mayor de personas accediera a Medicaid, pero como éste es un plan federal, en última instancia depende de los estados la decisión de expandirlo o no. Muchos gobiernos estatales —principalmente republicanos— fueron a la justicia para frenar lo que consideraban un abuso por parte de Washington, y solicitar que se les permitiera no incluir a nuevos usuarios para no aumentar sus gastos.
"La Affordable Care Act (ACA) siempre necesitó ser mejorada, pero en los estados que expandieron Medicaid funcionó bastante bien. Esa expansión estaba en el corazón del diseño. Por eso, cuando la Suprema Corte falló en contra se generó un problema de cobertura en los estados que no lo ampliaron", explicó a Infobae Barbara L. Wolfe, profesora de economía y ciencias de la salud de la población en la Escuela La Follette de Asuntos Públicos, de la Universidad de Wisconsin–Madison.
No todas las críticas al Obamacare fueron técnicas. En muchos casos, esta política pública fue una víctima más de la polarización política que atravesó Estados Unidos en estos años.
"Algunos lo objetaban porque venía de Obama y de los demócratas, así que lo veían, alentados por los republicanos, como una gran intromisión del gobierno. Incluso a pesar de que originalmente era una idea republicana (del think tank Heritage Foundation), y significó un incremento en el aseguramiento privado. En cambio, otros, como yo mismo, éramos ambivalentes porque no iba lo suficientemente lejos, como el modelo de financiamiento público de Canadá, por ejemplo", dijo a Infobae James G. Kahn, investigador del Instituto de Estudios de Política Sanitaria en la Escuela de Medicina de la Universidad de California, San Francisco.
Las encuestas revelan que hay mucha división. Ni bien se aprobó, el 46% de los estadounidenses estaban a favor, frente a un 40% que se manifestaba en contra, según un estudio de la Kaiser Family Foundation. A medida que avanzaba la ejecución crecía el descontento, que llegó a su pico en 2014, con una relación de 46 a 38 por ciento.
No obstante, desde el triunfo de Trump, y la consecuente sensación de que el Obamacare llegaba a su fin, la tendencia se revirtió. "En estos días hay muchos que están conformes con lo que obtuvieron y no quieren que se lo saquen", apuntó Kahn. Los sondeos de comienzos de marzo muestran que la aprobación llegó a 49%, su máximo histórico, y el rechazo cayó a 44 por ciento.
Cuando se le pregunta a la gente qué se debe hacer con el programa, las respuestas están igualmente divididas. Un 30% sostiene que hay que mantenerlo y profundizarlo, un 19% que hay que dejarlo tal como está, un 17% que no hay que eliminarlo pero sí acotarlo en sus alcances, y un 26% que hay erradicarlo completamente.
A pesar de sus críticas a la ACA, la mayoría de los expertos cree que el proyecto de Trump habría significado un retroceso. "El plan republicano empeoraría mucho las cosas —dijo Himmelstein—. Dejaría sin cobertura médica a 24 millones de personas y al mismo tiempo ofrecería exenciones impositivas para el 2% más rico de la población".
Para Wolfe lo único positivo es que podría alentar a algunos jóvenes a contratar un seguro a través de algunos incentivos, pero el resto sería muy negativo. "Se deterioraría la cobertura de la gente, muchas más personas pobres se quedarían sin ninguna protección, se quitaría la obligatoriedad y el paquete de beneficios esenciales, Medicaid cubriría a menos personas, y se incrementarían las disparidades en el acceso a la salud para reducir costos".
Kahn anticipaba un futuro desolador. "El acceso al seguro sería menos universal y menos abarcativo. Puede que disminuya el gasto total y el gasto público en salud, pero al precio de disminuir el alcance del sistema. Derogar la ACA también retiraría recursos de la salud al sacar impuestos a grupos de altos ingresos. Así crecería la desigualdad, algo que a los republicanos no les importa".
El desafío de conciliar la salud individual con la colectiva
"Las encuestas muestran que la mayoría de los estadounidenses, cerca del 60%, está favor de un sistema de financiamiento público de la salud, algo con lo que también acuerdan muchos médicos —dijo Himmelstein—. Pero una reforma así implicaría la muerte de la industria del seguro con fines de lucro y una caída importante en las ganancias de las empresas farmacéuticas. Estos poderosos oponentes corporativos han hecho camino en Washington, haciendo enormes aportes tanto a demócratas como a republicanos. También ejercen mucha influencia sobre los medios, donde son auspiciantes".
Con esa relación de fuerzas, cuesta pensar que Estados Unidos pueda lograr en el futuro cercano ir hacia un modelo que reequilibre intereses individuales y colectivos. "El sistema actual es muy caro, así que ampliar la cobertura resulta oneroso. Es muy difícil que se consiga uno mejor sin bajar los costos. Lo que ocurre es que esos costos son los ingresos y los activos de muchos, desde proveedores y farmacéuticas hasta accionistas. Un cambio importante sería un cambio en términos de distribución del ingreso y la riqueza. Es un gran desafío", reflexionó Wolfe.
Pero a la lógica resistencia de los grandes beneficiarios del sistema vigente se suma un factor más profundo, que está en el origen de la esencia cultural y política estadounidense. Es esa impronta individualista para la que todo intento de regular dimensiones de la vida consideradas privadas, como la salud, es visto como un atropello. Es, quizás, la raíz de sus notables logros como nación, y también de muchos de sus fracasos.
"Hay una ética individualista que impregna nuestra identidad, según la cual cada persona tiene que probar lo que vale. Si bien hay mucha gente con una mirada comunitaria, de ayudar a los más necesitados, hasta ahora no ha sido suficiente para alcanzar el tipo de cobertura universal que ha funcionado tan bien en otros países de la OCDE. Otro problema es que los estadounidenses son muy ambivalentes respecto del gobierno, incluso cuando se trata de recibir ayuda. Muchos seguimos trabajando para que haya un sistema público universal, pero las visiones y las fuerzas antigubernamentales, proindividuales y promercado están muy arraigadas", concluyó Kahn.
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