En su primer viaje fuera de Roma, en 2013, el Papa Francisco viajó a Lampedusa, la isla más allá de la costa del Sur de Italia donde los inmigrantes y refugiados africanos, muchos de ellos musulmanes, entran a Europa. Allí el Papa evocó un tema central en el relato judeocristiano la práctica de la hospitalidad y de recibir a Dios en la figura de los extranjeros (Hebreos 13:2). Hablando como el hijo de inmigrantes italianos en Argentina, el Papa mencionó y rechazó una de las experiencias destacadas de nuestros tiempos: la globalización de la indiferencia humana. Hizo un llamado para que las naciones practiquen la hospitalidad hacia los refugiados y los inmigrantes, mientras señaló la tragedia de los cuerpos humanos perdidos en el mar "en botes que eran vehículos de esperanza y se convirtieron en vehículos de muerte".
En los Estados Unidos, la práctica de darle la bienvenida a los extranjeros no sólo ofrece a los católicos una forma de mantener la promesa de la Libertad que ilumina al mundo de aceptar a "tus fatigados, tus pobres, tus masas amontonadas que gimen por respirar libres". Los católicos también le dan las bienvenida a esas personas como una expresión fundamental de la fe cristiana. Como estableció en 2004 el Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes ("Erga migrantes caritas Christi", "La caridad de Cristo hacia los emigrantes"): "La Iglesia ha contemplado siempre en los emigrantes la imagen de Cristo, que dijo: 'Era forastero, y tú me hospedaste'" (Mateo 25:35). En los refugiados y los inmigrantes los católicos encuentran el cuerpo dislocado y desterrado de Jesucristo.
Pero las recientes órdenes ejecutivas y los cambios de política a nivel federal con respecto a los refugiados e inmigrantes, incluido el nuevo veto a los de varias naciones predominantemente musulmanas, han desgarrado a miles de familias. En particular, los planes del presidente Donald J. Trump para aumentar las deportaciones va a profundizar el sufrimiento humano de personas indocumentadas cuya razón principal para venir a este país fue la mera supervivencia humana. Para los católicos, la cuestión no puede ser solamente resistir, rechazar y remplazar estos abordajes injustos de la migración con una reforma migratoria justa, humana y abarcadora. El signo de los tiempos también nos convoca a cambiar las guerras culturales por los encuentros culturales.
Demasiados católicos han manifestado aprobación o guardado silencio cuando escucharon a otros socavar la dignidad y los derechos de las personas, en especial con respecto a los refugiados y los inmigrantes. Estas conversaciones construyen muros que impiden que las personas se encuentren. El costo humano de estos muros ideológicos es muchísimo mayor que el costo material del muro de concreto que el presidente quiere construir para nuestro vecino del sur, y nadie debería querer pagar el costo de ninguno de los dos. En cambio, debemos construir puentes para nuestros vecinos. El principio constructor de puentes que ofrece la tradición católica no es un "hecho alternativo" abierto a la interpretación. Más bien representa el pilar de la fe y la práctica cristianas: el cuerpo de Cristo sabe y no tiene fronteras.
Los estadounidenses que critican esta enseñanza fundamental del catolicismo, incluidos algunos dirigentes y políticos católicos, pueden argüir que dar seguridad a la frontera sur del país debería ser más importante que cuestiones vinculadas a la fe y la seguridad del cuerpo de Cristo. Para los católicos estadounidenses que comparten esta perspectiva, vale la pena considerar las palabras del jesuita John Courtney Murray en We Hold These Truths (Creemos en estas verdades): "El Cuerpo de Cristo es realmente un construcción en el tiempo. Y su crecimiento es el de un Cuerpo, no simplemente un alma. No debe haber platonismo, que haría del hombre sólo un alma. La cosa sagrada que la gracia puede lograr es también una cosa humana en todo su sentido".
Construimos puentes con nuestros vecinos porque esa forma llena de gracia por la cual nos vinculamos con otros es lo que en última instancia nos asegura la grandeza de nuestra nación. Durante este tiempo de creciente indiferencia humana en nuestro país y la construcción de muros ideológicos y de concreto, las palabras del entonces candidato a presidente Barack Obama, pronunciadas en su discurso de 2008 en Berlín, mantienen la urgencia: "Los muros entre antiguos aliados a ambos lados del Atlántico no pueden continuar en pie. Los muros entre los países que más tienen y los que menos tienen no pueden continuar en pie. Los muros entre las razas y las tribus, los nativos y los inmigrantes, los cristianos y los musulmanes y los judíos no pueden continuar en pie. Estos son los muros que debemos derribar ahora".
Publicado originalmente en America, la revista jesuita. Miguel H. Díaz es titular de la cátedra John Courtney Murray en Servicio Público de la Universidad Loyola de Chicago y ex embajador de los Estados Unidos ante la Santa Sede desde 2009 a 2012.
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