Compartieron la cama durante 73 años. Él, a veces tenía que partir para cumplir con misiones durante la Segunda Guerra Mundial y las de Corea y Vietnam. Pero siempre regresó a ella.
Cuando el coronel retirado George Morris, de 94 años, fue internado con diversas complicaciones de salud en el Fort Belvoir Community Hospital, de Virginia, Estados Unidos, para recibir asistencia en el final de su vida, ese vínculo pareció romperse para siempre. Los hospitales, por lo general, permiten a los familiares de los pacientes dormir en un sofá en la habitación, pero para Eloise, de 91 años, sobreviviente de cáncer y recuperada de dos fracturas de cadera y una de hombro, no era viable.
Entonces, el hospital decidió hacer una excepción y admitieron a Eloise en lo que llamaron "internación compasiva" y colocaron una segunda cama junto a la de George, para que pudiera convertirse en el último lecho matrimonial de esta pareja que se conoció en la Kentucky rural de los años 30.
Él la vio primero
"Yo era estudiante de segundo año en la escuela secundaria y había ido a ver una obra de teatro en una escuela de campo", cuenta Eloise, rostro aguileño, anteojos bifocales, casi sin canas, sentada en su cama reclinable, George descansa en su cama, a su lado. "Me vio y se fue a casa, y le dijo a su madre: 'Acabo de conocer a la chica con la que me voy a casar'. Dijo: 'La miré muy bien y no pude encontrar nada malo en ella, apenas un diente torcido'".
Siguieron una salida al cine y un picnic. Eloise no puede recordar la película, estaba demasiado distraída por la emoción de tomar su mano en la oscuridad.
El picnic, sin embargo, fue inolvidable.
"George llegó con algo en la mano que tenía una manivela en el extremo, y me preguntaba qué era esto. "Era algo que ella nunca había visto antes – un fonógrafo portátil–, y cuando giró, la manivela comenzó a tocar 'Sweet Eloise', una canción popular en aquella época. Giró esa manivela toda la tarde. "Oh, pensé que era genial."
La ciudad de Russell Springs, Kentucky, donde vivía ella en una granja, estaba a ocho millas de Columbia, donde vivía él. No tenía coche, así que él caminaba toda esa distancia para verla. A los 15 años, le llevó un anillo de compromiso.
"Tenía las cejas gruesas y los ojos diabólicos. No había visto a ningún tipo tan guapo".
Se casaron y tuvieron dos hijos y un pastor alemán que participaba de los partidos de softbol familiar. Después de vivir en Tokio y Alaska, finalmente se establecieron en Annandale, Virginia.
Las cejas de George ahora están caídas y luce débil, con sus ojos entrecerrados, con una bandeja de jugo y puré de manzana a su lado. Pero de vez en cuando, mientras ella habla, él interviene, con su voz alzándose junto a la de Eloise como un eco.
¿El secreto de siete décadas de amor? "Sé feliz, en los momentos buenos y malos. Ríe".
Sus hijos ya murieron. El mayor hace tres o cuatro años. El menor hace algunos meses. Y la mayoría de sus nietos y bisnietos viven en otras ciudades. Aunque a veces los visitan, están la mayor parte del tiempo solos.
"Admitir a Eloise para que pudiera estar junto con George no fue una decisión difícil", explicó el médico de la pareja, el mayor del Ejército de los Estados Unidos, Seth Dukes. "Nos ocupamos de las personas que han cuidado de nuestro país", dijo. Y lo extendemos a sus seres queridos.
"En este momento", contó Dukes, "George está lidiando con una combinación de problemas médicos, y el objetivo es mantenerlo cómodo".
Para Eloise, es difícil verlo incapaz de hablar o de comer mucho. "La expresión en su rostro ha cambiado, sus ojos parecen fijos", cuenta. "Es doloroso ver a alguien perderlo todo, especialmente los días en los que no me reconoce".
Pero su presencia parece consolarlo. "Él habla en sueños, y cuando comienza, pongo mi mano en la suya y se detiene." Durante el día, ella le habla. "Aunque no sé si puede oírme, siempre lo agradezco por cuidarme tan bien durante tantos años."
Eloise parece cansada y entonces hace lo que le parece más natural: se acuesta junto a su marido y lo abraza. Con sus manos ahora moteadas de lunares y sus venas turgentes, sus dedos todavía saben cómo entrelazarse.
Tara Bahrampour para The Washington Post
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