El debate que se realiza entre Donald Trump y Hillary Clinton esta noche en la Universidad Hofstra de Nueva York, con transmisión de la NBC, será uno de los más decisivos que se hicieron en Estados Unidos. La campaña, que hasta aquí no tiene un claro favorito, es probablemente la más extraña de la que se tenga memoria.
Los dos postulantes se destacan por tener más detractores que seguidores. Con su discurso racista y disparatado, Trump se convirtió en el candidato más polémico. Y Clinton, con su pasado regado de escándalos y sus problemas de salud, genera mucha incertidumbre. En este contexto, nadie se quiere perder un evento que puede definir el voto de millones de personas.
"Este probablemente sea el debate con la mayor audiencia televisiva de la historia, superando el récord de 81 millones de espectadores que vieron al de Jimmy Carter y Ronald Reagan en 1980, una semana antes de las elecciones. Una buena performance el lunes a la noche puede ayudar a cualquiera de los candidatos, y un resbalón o una gaffe podrían herir sus chances de llegar a la presidencia de Estados Unidos", explicó Mitchell S. McKinney, profesor de comunicación política en la Universidad de Missouri, consultado por Infobae.
El encuentro es moderado por Lester Holt y durará 90 minutos. Comenzó a las 21 horas (01.00 GMT). El domingo 9 de octubre se realizará el segundo, que transmitirán las cadenas CNN y ABC en la Universidad Washington de St Louis, Missouri. El tercero y definitivo se verá por Fox News diez días después, en la Universidad de Nevada, en Las Vegas.
Un poco de historia
El primer debate entre candidatos presidenciales en Estados Unidos es también el más recordado y estudiado de todos. Fue en 1960 entre el republicano Richard Nixon y el demócrata John F. Kennedy. A quienes lo siguieron por radio les pareció más sólido el experimentado Nixon, que era vicepresidente y favorito a ganar las elecciones. Sin embargo, la mayoría lo vio por televisión, y la imagen juvenil y descontracturada de Kennedy, que contrastaba con el rostro sudoroso y avejentado de su rival, fue decisiva para que el demócrata terminara imponiéndose.
Después de aquél no hubo debates por 16 años. El primero en negarse a participar fue, en 1964, Lyndon Johnson, que había accedido a la presidencia un año antes por el asesinato de Kennedy, de quien era vicepresidente. Luego, en 1968, el propio Nixon rechazó el desafío de su adversario, Hubert H. Humphrey. No quería pasar por lo mismo que ocho años antes, y le salió bien, porque terminó siendo elegido. Ya como primer mandatario, ratificó su negativa debatir en los comicios de 1972, en los que obtuvo la reelección.
La práctica se reanudó en 1976, con los tres encuentros entre el republicano Gerald Ford, que era presidente por la renuncia de Nixon tras el Watergate, y el demócrata Jimmy Carter, que ganó. Cuatro años después, estaba arriba en las encuestas y se animó a debatir contra el actor Ronald Reagan. Éste lo sorprendió por su locuacidad, que lo catapultó a la Casa Blanca. Desde entonces, hasta las elecciones de 2012, que enfrentaron a Barack Obama y a Mitt Romney, siempre hubo debates entre los dos principales candidatos presidenciales.
¿Cuánto sirven los debates?
El breve repaso histórico parece demostrar que son importantes. Que si bien difícilmente logren torcer una elección muy volcada en favor de un postulante, sí pueden incidir en una más pareja. Sin embargo, algunos académicos relativizan mucho su influencia.
"La mayoría de los debates presidenciales tienen pequeños o nulos efectos en Estados Unidos. De tanto en tanto, alguno puede mover las encuestas algunos puntos porcentuales, pero no hay ninguna teoría que permita predecir si un debate traerá o no consecuencias, ni qué candidato saldrá beneficiado", dijo a Infobae Markus Prior, profesor de política y asuntos públicos de la Universidad de Princeton.
Ésta no parece ser la opinión generalizada entre los expertos en comunicación política. "Hay buena evidencia de que un debate puede cambiar los votos", afirmó William Benoit, profesor de la Universidad de Ohio. "No va a modificar la opinión de todos, y si la campaña no está terminada es posible que una actitud que cambió pueda volver a virar. Pero son importantes porque informan a los votantes, lo que es muy positivo. Además pueden afianzar actitudes preexistentes, lo cual también es relevante".
Éste último punto no es menor. Ya que si los votantes se muestran más convencidos, aunque no se produzcan grandes variaciones en los sondeos, pueden mejorar las campañas de recaudación de los partidos. Además, en un país en el que el voto es optativo, un mayor convencimiento puede ser la diferencia entre un voto que se queda en la intención y otro que llega a las urnas.
"Todo está dado para que estos debates tengan un impacto significativo en las elecciones que se vienen —dijo McKinney—. En primer lugar, el número de indecisos es mucho más grande que en comicios anteriores. Estos electores podrían usar el debate para decidir su voto".
Las claves del éxito
¿Qué imagen deben proyectar los contendientes? ¿Qué es lo que no deben hacer? "Los candidatos quieren dejar en claro un mensaje, reforzando las ideas promovidas en la campaña, y quieren evitar dispararse en el pie con un comentario accidentado o estúpido. No deben sonar como robots que sólo repiten respuestas (Marco Rubio fue ridiculizado por ello en la interna republicana), pero ser verdaderamente espontáneos es muy peligroso. Lo que buscan es parecer espontáneos sin serlo", contó Benoit.
Una de las críticas que habitualmente se escucha contra los debates televisivos es que son un show en el que los argumentos se diluyen ante las chicanas y el poder de la imagen. No está claro que esto sea tan así.
"Definitivamente es mucho más importante tener buenos argumentos —continuó Benoit—, aunque los comentaristas creen que la personalidad es lo más importante. Están completamente equivocados. En mis investigaciones descubrí que los candidatos que hacen más énfasis en la discusión política que en el carácter tienen mayores probabilidades de ganar las elecciones".
Trump y Clinton demostraron cualidades muy diferentes en los debates que tuvieron en sus respectivas primarias. El primero se impuso gracias a su estilo bravucón, sin pelos en la lengua, que desconcertó a sus adversarios. La segunda, en cambio, se centró en argumentar y en sacar a relucir sus conocimientos.
"El desafío para Trump será presentarse como alguien con conducta presidencial —dijo McKinney—. ¿Podrá contener su inclinación por los ataques ruines y los insultos? A diferencia de los debates en las internas, en los que había muchos contendientes, ahora tendrá mucho más tiempo para responder preguntas. No podrá llenar todo su discurso con frases simplistas de una línea o con elogios a sí mismo. Tiene que demostrarles a los espectadores que tiene suficiente sustancia para ser comandante en jefe".
Por su parte, Clinton también corre riesgos y debe ser muy cuidadosa. "Deberá poner límites a su tendencia a ser una nerd política —continuó—. Nadie mira un debate para ver quién es el más inteligente, ni quién viene equipado con el mayor número de datos y de cifras. En términos de su problema para resultar agradable, si pasa los 90 minutos corrigiendo a Trump, señalando las fallas en sus argumentos, podría ser contraproducente, ya que la haría ver petulante. Al mismo tiempo, no puede dejar que diga cualquier cosa sin fundamento, sobre todo si el moderador no interviene".
La otra amenaza a la que se enfrenta la ex secretaria de Estado es quedar muy a la defensiva por la pesada carga de escándalos y denuncias que lleva sobre su espalda. No hay dudas de que Trump intentará sacar provecho de ello.
"Si se pasa toda la noche dando explicaciones sobre sus acciones pasadas no podrá ser proactiva ni enviar un mensaje positivo, en el que demuestre que se preocupa por el pueblo estadounidense. Necesita aliviar las percepciones que la ven como una persona en la que no se puede confiar", concluyó McKinney.
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