A las 8.45 de la mañana (hora de Nueva York) del 11 de septiembre de 2001, cuando un Boeing 767 de American Airlines se estrelló entre los pisos 93 y 99 de la Torre Norte del World Trade Center, los televidentes no sospecharon la aterradora verdad. Algunos, distraídos, creyeron que el impacto y el humo eran una ficción. Quizá el trailer de un film.
Otros, más atentos, recordaron el choque del bombardero militar B–25 Mitchell contra el piso 79 de su célebre Empire State Building, el sábado 28 de julio de 1945. Recuerdo doblemente sombrío: la Segunda Guerra Mundial había terminado menos de tres meses antes, el 7 de mayo, con la rendición de Alemania, y esa escena repetía las cientos o miles iguales o peores conocidas desde 1939.
Pero las hipótesis duraron poco: apenas 18 minutos después, un Boeing idéntico y de la misma compañía impactó entre las plantas 77 a 85 de la Torre Sur. Los dos aviones debían cumplir el mismo trayecto (Boston–Los Ángeles), pero fueron desviados por terroristas de Al–Qaeda, la organización regida por Osama Bin Laden.
Entre pasajeros y tripulantes, en ambos murió un total de 157 almas. Sin embargo, fue apenas el comienzo de la mayor tragedia norteamericana aire–tierra desde el bombardeo japonés a la base naval de Pearl Harbor, Hawaii: 2.403 muertos y 1.178 heridos. Bajas superadas por la destrucción de las Torres Gemelas: 2.823 muertos y 6.000 heridos.
Recuerdos del infierno
Quince años han pasado. Pero jamás se apagarán la memoria ni las voces de quienes recuerdan a sus muertos o de los sobrevivientes. Así fueron…
A las 8.46, un minuto después del impacto en la primera torre, Michael Hingson, ciego de nacimiento, se levantó de la silla en su oficina del piso 78 de la torre norte, para buscar algo, y escuchó "un estallido" que lo paralizó. "Roselle, mi perro guía, se acercó a mí. Tomé su correa y le dije '¡Adelante!'. Salimos de la oficina lentamente. Todo era humo, ruido y confusión. Pero Roselle y yo éramos un gran equipo. Serenos, logramos bajar los 1.463 escalones, y ya en la calle sentí el aire, todavía fresco, en la cara. ¡Estábamos a salvo!".
Una novia desesperada que amaba a Nueva York y que también perdió su vida en un avión
Casi al mismo tiempo en que la mujer del puertorriqueño Daniel López (39) escuchaba en el contestador las últimas palabras de su marido ("Liz, soy yo, Dan… Mi edificio sufrió un impacto. Estoy en el piso 78. Estoy bien, pero voy a seguir acá para ayudar a evacuar a otros. Nos vemos pronto"), y que nunca regresó, el bombero Ernie Armstead (53), afuera, intentaba sacar a algunos atrapados: "Pero una lluvia de escombros me sepultó casi por completo. No podía respirar. Alcancé a ver por lo menos a doscientas personas que salían del edificio, pero estaban a varios metros de mi posición. Hasta podía oírlos, pero el fuego nos separaba".
Fue rescatado mientras su colega Hurley Lever (59), que casi fue aplastado por trozos del edificio y del avión, se enfrentaba a otro drama. Marlene Cruz, que trabajaba en el sótano de la torre norte, lo recordó así: "Fue horrible. Las luces estaban apagadas, el agua caía desde el techo, y creí que toda la estructura se iba a desmoronar. Abrí los ojos. No se veía nada. Pero cuando sentí que era mi final, un bombero me tomó por la cintura, y me sacó".
El nigeriano Muyiwa Onigbogi (39), empleado de una empresa inmobiliaria, llegó muy temprano a su oficina del piso 82 de la Torre Norte. "De pronto, el piso se sacudió. Con una colega fuimos hasta una de las muchas escaleras, mientras miles hicieron lo mismo. No corrimos: bajamos rápido y a buen ritmo. El humo se filtraba desde arriba; era muy difícil respirar. Apenas llegamos al lobby, la torre de al lado colapsó. Todo fue polvo y escombros. En la oscuridad, con la nariz y la garganta tapadas por la ceniza, ¡corrí por mi vida! Pasado un año de aquel día, sigo teniendo problemas para respirar, y no puedo dormir. Es como seguir atrapado y revivir el desastre todos los días. Cuando mi psicólogo me pregunta qué me perturba más, le digo: ¡las caras de los bomberos subiendo mientras nosotros bajábamos! No voy a olvidarlo jamás".
Pasquale Buzzelli (32), norteamericano y empleado de la Autoridad Portuaria de Nueva York y Nueva Jersey, estaba en su oficina del piso 64 de la Torre Norte cuando se estrelló el primer avión. "Con otros quince compañeros llamamos al personal de seguridad del edificio mientras ya, por la ventana, veíamos caer hierros y vidrios. Al principio me pareció que lo mejor era quedarnos, no bajar por las escaleras, porque en el 93 hubo un incendio y vi que se llenaban de humo. Pero cuando la segunda torre, la sur, fue atacada, empezamos a temer. Todos hablamos por teléfono con nuestras familias, y nos gritaban, angustiadas: '¡Váyanse de allí! ¡No pierdan tiempo!'. Pero el humo empezó a invadir nuestro piso… Cubrimos los marcos de las puertas con ropas mojadas, pero fue inútil. Cuando la Torre Sur se derrumbó, empezamos a bajar. Otro sacudón nos cubrió de escombros: cemento, caños, de todo… Me tiré en un descanso de la escalera, y en posición fetal me puse a rezar. Le pedí a Dios que cuidara a mi familia, y que si debía morir, la muerte me llegara despacio. Algo me golpeó en la cabeza, y no recuerdo nada más".
Estuvo inconsciente más de tres horas. Se despertó en la misma posición fetal… pero el edificio ya no existía. Buzzelli, por azar, quedó sobre una montaña de escombros y parte de una escalera que quedó casi intacta. Lo rescataron. Tenía un pie fracturado, algunos cortes y muchos golpes. Aún después de mucho tiempo sufrió ataques de ansiedad, insomnio y depresión. Intentó volver a trabajar, pero no pudo. Pidió licencia por tiempo indefinido. Su gran sostén fueron su mujer, Louise, y su bebita de nueve meses.
La tragedia interminable: los muertos por cáncer a raíz del veneno respirado, y los que aún corren riesgo
A las 8.05 de ese 11 se septiembre, desde su escritorio en el piso 81 de la Torre Norte, Sujo John (27) le escribió un correo electrónico a su mejor amigo: "Estoy deprimido". En febrero de ese año dejó su India natal, se instaló en un suburbio de Nueva York, y empezó un nuevo trabajo.
Su mujer, Mary, embarazada de cuatro meses, trabajaba en la torre contigua: la sur, piso 71. Separados por el espacio entre los dos colosos y diez pisos, aguardaban la hora de salida para viajar juntos hasta su casa.
Es posible que la depresión de Sujo se debiera al brusco cambio de vida: entre Oriente a Occidente hay mucho más que miles de kilómetros.
A las 8.45, una brutal explosión lo sacó de sus cavilaciones. "El edificio vibró y tembló. Nuestro piso se llenó de gritos: '¡Se estrelló un avión… se estrelló un avión contra la torre!'. Los restos del avión cayeron casi a nuestros pies, y todo el piso de incendió. A pesar de las llamas, quisimos mantener la calma, pero fue imposible. Arriba y debajo de nosotros había un enorme cráter. Por primera vez comprendí que era mortal: algo que cuando eras muy joven te parece imposible. Huimos del fuego y llegamos a las escaleras. En ese momento sólo pensé en mi esposa y su embarazo. Traté de comunicarme con ella, pero los celulares no funcionaban. Una hora y media después pude llegar al primer piso. Todo era una imagen de muerte y destrucción: restos del fuselaje del avión, maderas ardiendo, vidrios rotos, cuerpos por todos lados. Era una zona de guerra. Caminé como pude hasta la otra torre con la esperanza de encontrar a Mary, pero cuando ya estaba muy cerca, el suelo empezó a temblar luego de otra explosión. La torre sur estaba destruida. Llovían enormes rocas y pedazos de acero. Caí y quedé rodeado de hollín y vidrio. Me levanté y vi cadáveres por todas partes. Casi cegado, vi una luz a pocos metros. Era un agente del FBI con una linterna. Nos agarramos de las manos y empezamos a caminar durante una hora respirando humo y cenizas. No pude comunicarme con Mary, y perdí la esperanza de que estuviera con vida. Sin embargo, a la una del mediodía su teléfono sonó, y pude ver su nombre en la pantalla. Pero hasta que no oí su voz no creí que estuviera viva".
En realidad, Mary… ¡no había entrado a la Torre Sur! Llegó cinco minutos después del impcato del primer avión, y empezó a caminar casi locamente, "pensando que John estaba muerto, y viendo con horror a gente que se arrojaba del edificio a la calle. A una muerte segura".
Frankie De Vito tenía nueve años. Su abuelo paterno, Francesco, ingeniero de WNBC–TV, trabajaba en una de las torres, y no pudo escapar de la trampa: fue uno de los 291 cuerpos que se recuperaron enteros. No fue fácil decirle a Frankie que ya no lo vería más, que estaba en el cielo, etcétera: los argumentos que se usan en esos casos. Pero durante mucho tiempo no lo creyó. Lo buscaba de la mañana a la noche. Extrañaba, sobre todo, sus lecciones de carpintería. Porque a pesar de su título y su trabajo tecnológico, había traído desde su pueblo de Italia la ciencia milenaria de trabajar la madera. Y de madera eran muchos de los juguetes de Frankie. El legado de Francesco…
El nieto que extrañará por siempre las caricias de su abuelo y su destreza como carpintero
El banquero e inversor Richard Pecorella perdió a su novia, Karen Juday, secretaria de una financiera con sede en el piso 102 de la Torre Sur. Ella, nacida en Indiana, recaló en Nueva York en busca de un mejor trabajo, y llegó a amar a esa ciudad. Los planes de ambos estaban firmes y bien trazados. Pronto casamiento, hijos, y sin sobresaltos: Richard decía que era "más afortunado que dueño de una fortuna", pero sus cuentas bancarias no conocían el rojo. El 11 de septiembre del primer año del siglo XXI, en el área del World Trade Center, el terrorismo masacró casi tres mil vidas y, de algún modo, fue el terrible símbolo de una guerra no declarada que cambió la brújula del mundo. Y ese torbellino se llevó a aquella chica de Indiana que tanto amaba a la Big Apple.
11-S. El día en que los celulares ardieron para augurar la esperanza o fríamente anunciar la muerte
La historia que sigue supera cualquier intento de un guionista de cine o un novelista. John Vigianno era un bombero de Nueva York. Joe, su hermano, detective de la policía en la misma ciudad. El padre de ambos, bombero retirado, enfermó de cáncer, y John decidió ponerse ese uniforme y correr los mismos riesgos cuando percibió la entereza de su padre en la lucha contra la enfermedad. Una cuestión de coraje… Y por si poco fuera, recibió su placa profesional con el mismo número paterno: la número 3436.
En la mañana del desastre, y ya en acción, lo llamó para darle la noticia, y la conversación terminó como siempre: con un "I love you" por cada lado.
John, en ese momento, tenía 36 años. Su hermano Joe, 34. Qué extraño juego del destino: las dos edades formaban el número de la placa: 3436.
Los dos hermanos murieron entre las llamas, y el cáncer, no mucho después, se llevó al padre. Sobre el final, un médico le oyó decir "Por suerte, nuestras últimas palabras fueron 'I love you'".
I love You: tres palabras emblemáticas de amor que también fueron dolorosas despedidas
Beverly Eckert perdió a su marido, Sean Rooney, en la Torre Sur. Se conocieron a los 16 años en un baile del colegio. Esa mañana, cuando él la llamó –eran las 9.30–, tenía 50. Casi una vida juntos. Le dijo: "Estoy en el piso 102 tratando de salir, pero no puedo: las escaleras están llenas de humo". Ella le preguntó si le costaba respirar, él le dijo que no, y ella le creyó. Diría después: "Me quería lo suficiente como para mentir… Después de un rato dejamos de hablar de vías de escape y empezamos a recordar de la felicidad compartida durante tantos años. Pero el humo se puso más espeso, me dijo, y repitió 'I love you… I love you… I love you'. ¡Yo quería arrastrarme a través de la línea del teléfono para abrazarlo por última vez! Pero de pronto oí un crujido horrendo, y después el estruendo de una avalancha: comprendí que el edificio y Sean estaban muertos. Me quedé con el teléfono apretado junto a mi corazón".
Con Sean confirmado como víctima fatal, recordó ante la prensa en cinco minutos, y hasta mucho después a solas: "Sus cálidos ojos marrones, su pelo oscuro y enrulado, y su maravillosa manera de abrazarme". Más tarde se dedicó a confortar a familias que habían perdido padres, madres, hijos. Pero ni siquiera pudo enterarse de la muerte de Osama Bin Laden: murió dos años antes, al estrellarse el avión de la compañía Continental, vuelo 3407. Iba a Buffalo, donde nació Sean, para celebrar el cumpleaños 52 del único hombre que amó.
A veces, el destino (si existe) es cruelmente irónico.
Al empezar los ataques contra las Torres Gemelas, el bombero Sunel Merchant estaba en el piso 48 del edificio norte, junto a su escritorio, cuando la estructura recibió el impacto del primer Boeing de la híper tragedia. "Sentí que me movía como en una escalera mecánica, y pensé que a partir de ese momento nada estaba en nuestras manos. Llegué al piso 30 y oí el estruendo del segundo avión golpeando mortalmente a la Torre Sur. Ví subir al primer bombero… Bajar es fácil, pero subir con todo el equipo en las espaldas es un esfuerzo sobrehumano. Tardé una hora el llegar al primer piso, y otra hora en poder hablar con mi familia, que no sabía si yo estaba vivo o muerto. Ese día recién me di cuenta de que los bomberos y los policías somos superhéroes: todos corrían para alejarse del fuego, y nosotros hacia adelante, para enfrentarlo".
El heroísmo de los bomberos: cuando todos huían del fuego, ellos lo enfrentaban y pagaban con su vida
Por eso, cada 11 de septiembre regala comida a bomberos, policías y soldados en su restaurante de Alabama. "Porque aún pasados muchos años, todavía tengo pesadillas de edificios que se mueven, se incendian o se caen, como si el desastre de las torres hubiera ocurrido ayer".
Daños colaterales
En el ataque a las Torres Gemelas, una de las las mayores tragedias de nuestro tiempo y la primera del siglo XXI, murieron 343 bomberos. Más tarde, 850, entre bomberos y cuerpos de rescate. Y tres de los hombres que eligieron acaso la tarea más riesgosa del mundo: luchar contra el fuego, inicio de la civilización en las cavernas pero diabólico enemigo de ella después, se fueron de este mundo, entre los terribles dolores del cáncer, el mismo día: lunes 25 de septiembre de 2014.
Sus nombres y edades: Howard Bischoff (58), Robert Leaver (56), y Daniel Heglund (58).
No sorprende. Es, quizá, una pirueta de la Dama de la Guadaña, pero no para David Prezant, jefe de los servicios médicos del Departamento de Bomberos de Nueva York. Su breve informe para la prensa, después de años de estudios y estadísticas, le permite decir lo mismo que la respetada y respetable revista médica Lancet. Que los bomberos que trabajaron en la Zona Cero tienen casi el 20 por ciento más de riesgo de cáncer que aquellos que no trabajaron en las horas y días posteriores del infierno desatado por el terrorismo el 11/9/01. "El derrumbe de dos torres de 110 pisos –dice– provocó que miles de toneladas de acero, cemento, cristales y amianto, además de los miles de litros de combustible de aviación y miles de kilos de plásticos, al arder, liberaron en la atmósfera indiscutibles sustancias cancerígenas".
Prezant, además, describe las formas de cáncer posibles por la incidencia de esos elementos: "Los tumores de estómago, colon, próstata, tiroides, páncreas, hígado y melanomas aumentaron considerablemente después de la tragedia perpetrada por Al–Qaeda".
Los helados guarismos
Demasiada sangre, muerte, dolor y desgarramiento de almas y corazones transcurren en esta evocación. Demasiados adjetivos. Por eso, a 15 años de un hecho que todavía cuesta creer y asumir, estos números son más aptos para comprender su dimensión.
Muertos: 2.823. Heridos: 6.000. Por cada mujer murieron 3 hombres. Promedio de edad de los muertos: entre 35 y 39 años. Tempertura que alcanzó el fuego: 1.260 grados. Tiempo que tardó el fuego en apagarse totalmente: 69 días. Partes de cadáveres hallados: 19.500. Cuerpos intactos: 291. Víctimas identificadas: 1.216. Niños huérfanos después del atentado: 1.300. Bebés que nacieron de mujeres cuyos maridos murieron ese día: 17. Crecimiento de alcohol y cigarrillos: 25 y 10 por ciento, en ese orden. Familias que no recibieron restos de los cuerpos: 1.717. Estrés post–traumático en Manhattan: 200 por ciento, incluidos más de 10.000 alumnos de escuelas públicas. Toneladas de escombros removidas: 1.506.124. Comienzo del bombardeo de los Estados Unidos a Afganistán, entonces posible refugio de Bin Laden: 26 días. Pérdida económica de Nueva York: 105.000.000.000 de dólares. Pagado por las empresas de seguros: 40.200.000.000 de dólares. Dinero a cada persona que perdió a su cónyuge: 1.000.000 de dólares.
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