Hoy casi el 40% de la población mundial tiene internet; en 1995 la cifra no llegaba al 1 por ciento. La conectividad cambió el mundo y también generó una serie de problemas originales.
Según DigitalDetox.org, por ejemplo, el 61% de los usuarios reconoce alguna forma de adicción a internet y a sus dispositivos de conexión, el 67% de las personas que tienen un teléfono inteligente suele buscar novedades en su pantalla aun cuando no sonó ni vibró; la mitad de los conectados prefieren comunicarse digitalmente antes que en persona y la tercera parte reconoce que se esconde de la familia y los amigos para mirar sus cuentas en redes sociales.
El mundo de la producción también recibió un impacto negativo entre todo lo positivo que conllevó la tecnología de la información: el empleado promedio dedica dos horas diarias a recuperarse de las distracciones, y aunque sólo el 2% de la gente puede de verdad dividirse en múltiples tareas sin afectar el desempeño en su trabajo, todos miran unos 40 sitios por día y cambian de una actividad a otra 37 veces por hora.
En ese escenario comenzó a crecer una tribu urbana hecha en buena parte de nativos digitales que eligió explorar la vida real. Se los conoce como los "exconectados". Son personas que dejaron de estar disponibles en WhatsApp o Messenger a toda hora. Que cambiaron el teléfono por modelos viejos, o modelos super-vintage: el diseñador inglés Jasper Morrison presentó el MP 01, un teléfono móvil de formas aerodinámicas que no se conecta a internet. Que buscan cafeterías que en la pizarra anuncian los especiales del día y la desconexión voluntaria: "Haga de cuenta que son los '70s, hable con la persona de la mesa de al lado".
Enric Puig Punyet, doctor en Filosofía por la Universidad Autónoma de Barcelona y la École Normale Supérieure de París, profesor en la Universitat Oberta de Catalunya y escritor, es un exconectado y dedicó su libro La gran adicción. Cómo sobrevivir sin internet y no aislarse del mundo, a otros como él. Encontró que hay muchos, y eligió los diez mejores casos para ilustrar la rebelión módica de personas que usaban internet a diario, que no imaginaban que hubiera vida o profesión fuera de la red, y que la encontraron.
Desconectar y reconectar con el mundo
"Sentía saturación tras horas y horas navegando a la deriva, saltando de una página a otra sin ton ni son, viajando de un hipervínculo a otro, en apariencia haciendo de todo pero en el fondo no haciendo absolutamente nada", dijo a El Mundo. "Con mucha frecuencia la información que obtenemos después de un día pegados a la pantalla es dispar, en ocasiones contradictoria y no tardamos en olvidarla —agregó al diario español—. Sentía que internet me estaba esclavizando, que era una relación parasitaria que afectaba a mi dinámica familiar".
Ni él ni los entrevistados para su libro se convirtieron en luditas o ermitaños, ni sufrieron la deserción en masa de sus amigos y familiares. "Al revés: la gran paradoja es que los desconectados sienten que reconectan con el mundo real".
Uno de los casos más impresionantes de La gran adicción es el de Philippe —los nombres son de fantasía—, un empleado de comercio francés que a los 40 años perdió el trabajo y pasó tres años en una búsqueda tan constante en internet que parecía que en eso consistía su empleo, y que era de doble jornada. Creó un perfil en LinkedIn, lo conectó con su página de Facebook y su cuenta de Twitter, envió su curriculum vitae a todos los sitios de conexión entre empleadores y empleados. Pero no recibía respuestas.
"Entró en un estado de vigila, de expectación permanente ante el ordenador y el teléfono", escribió el autor. Un día recibió un correo electrónico y abrió con ansiedad: "Te quiero", le decía su esposa, desde otra habitación en su misma casa. Se conmocionó.
Y se desconectó.
Imprimió el curriculum vitae y lo llevó en persona a distintas empresas. No sólo encontró un trabajo que le gustó sino que lo valoraron en especial por su habilidad en el trato directo, que se convirtió en un método en la compañía.
El fin del usuario-vasallo
"Hace tan sólo 10 años, Internet era una herramienta de consulta", escribió Puig. "Uno se hacía una pregunta y sólo después buscaba la respuesta en la red. Pero hoy la dinámica ha cambiado por completo". La describió ante David Vicente, para la publicación en línea Bolsamanía: "No es una herramienta al servicio de la humanidad sino que pone la humanidad a su servicio, nutriéndose de sus anhelos, sus gustos, sus soledades. Es más rápido acceder a la información que procesarla, generarla que contrastarla, crea un clima en el que es imposible mantenerse callado aunque no se tenga nada que decir". Las preguntas, ahora, las hace internet.
En realidad, la desconexión que Puig describe, y sobre todo la que practica, es de la red 2.0. Como profesor y músico exconectado usa internet, pero de manera "responsable", según describió. "Internet es una buena herramienta si se utiliza con cabeza". En su caso, "consultar el correo electrónico y para búsquedas puntuales con el ordenador". Se borró de todas las redes sociales, compró un "teléfono tonto", como lo llama —un Telefunken de €20— y archivó en un ropero el inteligente. Así comenzó a explorar su conciencia crítica de internet; su primera seguidora, su mujer, fue más lejos: anota qué cosas necesita consultar y se conecta un día a la semana.
Perdió la comunicación gratuita con gente en otros países, lamentó; también la instantaneidad en la búsqueda de información o la satisfacción de algún deseo emocional de contacto. Pero las ganancias superan a las pérdidas: "Volveremos a relacionarnos de una forma más intensa con nuestro mundo físico, prestaremos más atención a las conversaciones, ganaremos en capacidades de relación social, nos concentraremos más, seremos capaces de volver a leer un texto con mucha más profundidad", escribió.
En lugar de usar GPS, pide direcciones en la calle. Volvió a leer el diario. Habla por teléfono con sus amigos. Así, dijo, rompió el imperialismo del mundo virtual sobre "el usuario-vasallo".
Como él, sus casos no son neohippies que buscan un retorno a la naturaleza, sino personas que valoran mucho su entorno urbano. "Buscaba gente que valorara lo que ocurre en las calles y que no quisiera una huida bucólica al campo, sino que necesitara la desconexión virtual para volverse a conectar con lo físico".
Encontró, por ejemplo, a Kaya, una joven inglesa que se irritaba en las fiestas que se vivían más mediante fotos en Instagram y Facebook que en el momento en que sucedían. Hizo del fastidio una línea de trabajo: organizó una fiesta sin móviles tan exitosa que ahora vive de hacer fiestas secretas en las que no se pueden tomar fotos y que no se publicitan en redes sociales.
"Cuando el usuario medio abre su teléfono o su navegador, todo responde a la misma lógica subyacente: enviar información a no se sabe muy bien quién y recibir información de no se sabe muy bien quién. Compartir. Pero cuando compartimos somos trabajadores sin salario para un jefe anónimo, generamos contenido para las plataformas y, por tanto, tráfico y visitas. Esa vorágine engancha", explicó a El Mundo. Pero es posible desengancharse, propuso en su libro: "Creo que estamos empezando a ver la cara oculta de ciertas nuevas tecnologías y del uso del tiempo en el que nos hace caer. Creo que es un problema urgente del que cada vez más gente se está dando cuenta".
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