Como ya es costumbre en la política argentina, después de un enfrentamiento todos son ganadores. Es una tradición que ha arraigado con fuerza en los últimos años, donde festejan incluso los que sacan un cuarto puesto, como le ocurrió a Mariano Recalde en la Ciudad.
En una transmisión que tuvo más rating que la final de Argentina con Alemania del último Mundial, los argentinos pudieron ver por primera vez a los candidatos presidenciales frente a frente. Como ante un partido crucial del Mundial (que dura un mes como la eterna campaña al ballotage), muchos argentinos se juntaron para ver el duelo con almas afines, a vivar por su favorito. Y como en el fútbol, las mujeres estuvieron ausentes como árbitros moderadores de la contienda; una pérdida para los candidatos, que se habían mostrado ambos comprometidos de palabra con los reclamos de #NiUnaMenos. Aquí terminan las semejanzas futboleras. Fue inexcusable que el escenario del debate estuviera pobremente iluminado para la televisión; las luces azules contra el negro excesivo contribuían a un lúgubre efecto teatral, donde los haces cenitales deformaban los rasgos de los candidatos y resaltaban sus defectos físicos, como el tono algarrobo encerado de Scioli y las arrugas frontales de Macri.
El formato del debate impedía grandes intercambios y desarrollos; tampoco permitía repreguntas, de modo que ni los moderadores ni los contrincantes tenían espacio real para exigir especificaciones, ni los candidatos para darlas. La policía del texto estaba, desde el vamos, depuesta; quizás una ventaja para dos candidatos que no descollan ni por la brillantez de su oratoria ni por su dicción. El espectáculo ofrecido era otro: un duelo de hombres con un lenguaje hecho de provocaciones y fintas. Como dos compadritos en escena. Dos estilos en pugna para el cambio de época.
El compadrito de la Ciudad de Buenos Aires, que llevaba las de ganar, versus el compadrito gobernador saliente de la provincia de Buenos Aires, el challenger. Dos guapos de barrio trenzándose en combate, con la República de voyeur decisiva.
Scioli, el compadrito del populismo heredado, versus Macri, el compadrito del desarrollismo moderno
¿Qué es un compadrito? El descendiente del gaucho rural que desensilló en la ciudad y forjó un estilo de masculinidad argentina: algo de pícaro, de pendenciero, respetado por su manejo del cuchillo y por su gracia al bailar. Nuestros compadritos en cuestión son dos hijos mimados de inmigrantes italianos, los vástagos de laburantes que se hicieron de abajo; un tipo social que por primera vez entra en combate por el poder presidencial. Ninguno representa la patria que soñó Alberdi, donde el elemento nativo era regenerado por la inyección de la sangre hiperbórea (alemana, norteamericana) en el potaje racial argentino. Los dos son una revuelta contra esa antigua Argentina liberal que llamaba "plebe ultramarina" a los que llegaban en barcos (la expresión es de Leopoldo Lugones).
El compadrito se enfrenta para medirse y ganar prestigio en el vecindario, como narra Borges en "Hombre de la esquina rosada", describiendo a Rosendo Juárez, el Pegador: "Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas también. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo de escupir".
El combate de los compadritos es por la desenvoltura, la actitud, su prestancia y coraje de malevos, la aptitud para el baile del poder. Dos estilos y dos tiempos en lucha: Scioli, el compadrito del populismo heredado, versus Macri, el compadrito del desarrollismo moderno. Y en disputa, los votos del guapo municipal Massa, el gaucho rebelde que desafió al kirchnerismo en los tiempos del "vamos por todo".
Frente a frente, los dos guapos se trenzaron en la noche del Bajo (como canta Edmundo Rivero en el tango "El ciruja"). En el primer round Macri desenvainó un rol inesperado, un rebenque a las ondas de paz y amor que suele emitir en campaña. Arrancó tirando claras fintas, provocando, mostrando (al público y a Scioli) el filo de su cuchillo. Acorraló a Scioli en el clivaje que tiene que resolver como candidato oficialista que quiere diferenciarse: "Daniel, vos no sos el cambio, vos elegiste ser la continuidad, estar con Axel Kicillof, con Milagros Sala, con Máximo Kirchner, con Aníbal Fernández". Puñales claros y concisos: "Parecés un panelista de 678"; incluso momentos de dramatismo novelar: "Daniel, ¿en qué te han transformado?". Scioli se veía visiblemente alterado, su lenguaje físico trastabillaba. Macri parecía a sus anchas; incluso, la noche anterior, había cometido el sacrilegio a los buenos modales de mesa al comerle un chorizo del plato a la señora Mirtha Legrand, la emperatriz de la politesse vernácula, que reaccionó encantada ante su estilo campechano.
En el segundo round, el compadrito Scioli repuntó con ganas. Apeló, por primera en toda su campaña, a la picardía argentina: asestó un golpe ligero pero efectivo: "¿Cómo va a resolver el narcotráfico si no resolvió el tema de los trapitos?". El problema de su estrategia de ataque era que, cuando le tocaba hablar de sus propios propuestas, empleaba la mitad del tiempo para describir el programa imaginado del contrincante. Presentadas de esta forma, las estocadas no tocaban directamente a Macri si no a una especie de piñata de la amenaza que Macri representa para el kirchnerismo, con el que Scioli se identificó para su estrategia de ataque. Cuando le espetó: "¿Por qué votaste contra la nacionalización de YPF, Anses, el matrimonio igualitario y las cosas que ahora decís defender?", Macri ignoró la pregunta.
El compadrito Scioli jugó a una nostalgia de Juan Domingo Perón, al peronismo primigenio: habló de "compañeros trabajadores", contrapuso el rol del Estado contra la influencia extranjera en términos absolutos, como si la Argentina todavía viviera en los años 1950. Incluso su rubia esposa Karina Rabolini, vestida con un atuendo estilo años 1960, reforzaba esta postal de sepia con su rodete que evoca el estilo capilar de la inolvidable Evita. Reminiscencias semióticas a un pasado con el que renovar el peronismo a fuerza de más pasado.
El compadrito Macri, por su parte, apelaba a una simbología del trabajo profesional actual: sin corbata, habló de la colaboración entre la actividad privada y el Estado. Macri encarna una especie de compadrito globalizado, con un discurso de gobierno abierto propio de la política del siglo XXI. Pero con toda su modernidad, Macri no deja de ser un caudillo: armó un partido él solo y, si bien es cierto que su método de trabajo enfatiza el rol de los "equipos", toda la gente que lo rodea declara amarlo con locura, como si fuera un Dalai Lama secular.
Como siempre, a los compadritos hay que verlos en su contexto barrial. El compadrito Macri quiere cortar lazos con el bolchevismo caribeño y fue explícito en su deseo de que Argentina deje de ser un capítulo de la saga del chavismo en Latinoamérica. El malevo Scioli se mostró conforme con el vecindario actual; no objetó los cotorros antirrepublicanos que actualmente circundan a Argentina, como Venezuela, Ecuador e Irán.
Como enseña el tango, no hay guapo argentino que se precie sin su prenda. El duelo de los guapos terminó con una estampa donde todo el Tánatos de la contienda concluyó en una proyección de sexo subliminal. La morocha argentina Juliana Awada se llevó todas las miradas y asestó un beso pleno en la cara de Macri, con un abrazo de milonga sentimental, mientras Scioli los miraba a un costado; instantes después, Scioli le corrió la boca a su propia esposa Karina cuando ella se acercó sonriente a saludarlo y abrazarlo. La imagen se viralizó y provocó tantas reacciones que incluso Sandra Mendoza, la inefable diputada y kinesióloga chaqueña, tuiteó: "Voto peronismo, @danielscioli sugiero hagan el amor o sexo tántrico". ¿Podrá el compadrito Macri desbancar el fantasma sexual nacional que identifica al peronista como el más diestro para enlazar, montar y poner al trote a la Nación?
La autora es escritora y periodista. Su último libro es "Las constelaciones oscuras" (Sudamericana).