"De viaje por Europa del Este", de Gabriel García Márquez (Sudamericana). Fragmento
La cortina de hierro no es una cortina ni es de hierro. Es una barrera de palo pintada de rojo y blanco como los anuncios de las peluquerías. Después de haber permanecido tres meses dentro de ella me doy cuenta de que era una falta de sentido común esperar que la cortina de hierro fuera realmente una cortina de hierro. Pero doce años de propaganda tenaz tienen más fuerza de convicción que todo el sistema filosófico. Veinticuatro horas diarias de literatura periodística terminan por derrotar el sentido común hasta el extremo de que uno tome las metáforas al pie de la letra.
Éramos tres a la aventura. Jacqueline, francesa de origen indochino, diagramadora en una revista de París. Un italiano errante, Franco, corresponsal ocasional de revistas milanesas, domiciliado donde lo sorprenda la noche. El tercero era yo, según está escrito en mi pasaporte. Las cosas empezaron en un café de Franckfort, el 18 de junio a las diez de la mañana. Franco había comprado para el verano un automóvil francés y no sabía qué hacer con él, de manera que nos propuso «ir a ver qué hay detrás de la cortina de hierro». El tiempo –una tardía mañana de primavera– era excelente para viajar.
La policía de Franckfort ignoraba todos los trámites para pasar en automóvil a la Alemania oriental. Los dos países no tienen relaciones diplomáticas ni comerciales. Todas las noches sale un tren para Berlín por un corredor ferroviario en el que no se exigen más requisitos que un pasaporte en regla. Pero ese corredor es un túnel nocturno que empieza en Franckfort y termina en Berlín-oeste, una minúscula isla occidental rodeada de oriente por todas partes.
La carretera es el único medio de penetrar realmente en la cortina de hierro. Pero las autoridades fronterizas son tan estrictas que al parecer no valía la pena arriesgarse a la aventura sin una visa formal y con un automóvil matriculado en Francia. El cónsul de Colombia en Franckfort es un hombre prudente. «Hay que tener cuidado –nos dijo, con su cauteloso español de Popayán–. Imagínense ustedes, todo eso en poder de los rusos». Los alemanes fueron más explícitos. Nos advirtieron de que en caso de que pudiéramos pasar serían decomisadas las cámaras fotográficas, los relojes y todos los objetos de valor. Nos previnieron de que lleváramos comida y gasolina suplementaria para no estacionar en los 600 kilómetros que hay de la frontera hasta Berlín y que en todo caso corríamos el riesgo de ser ametrallados por los rusos.
No quedaba otro recurso que el azar. Frente a la amenaza de una nueva noche en Franckfort con otra película alemana en alemán, Franco tiró el viaje a cara o sello. Salió sello.
–OK –dijo–. En la frontera nos hacemos los locos.
Las dos Alemanias están cuadriculadas con la magnífica red de autopistas que construyó Hitler para movilizar su potente maquinaria de guerra. Fue un arma de doble filo, pues ella facilitó la invasión de los aliados. Pero 11 fue también una formidable herencia para la paz. Un automóvil como el nuestro puede viajar por allí a un promedio de 80 kilómetros. Nosotros hicimos 100 con el objeto de llegar a la cortina de hierro antes del anochecer.
A las ocho atravesamos la última aldea del mundo occidental, cuyos habitantes, los niños en particular, nos lanzaron al paso un saludo cordial y desconcertado. Algunos de ellos no habían visto en su vida un automóvil francés. Diez minutos después un militar alemán, exacto a los nazis de las películas no sólo por el mentón cuadrado y el uniforme lleno de insignias, sino también por el acento de su inglés, examinó los pasaportes de una manera completamente formal. Luego nos hizo un saludo castrense y nos autorizó a atravesar la zona de nadie, los 800 metros en blanco que separan los dos mundos. No había allí campos de tortura ni los famosos kilómetros y kilómetros y kilómetros de alambre de púa electrificado. El sol del atardecer se maduraba sobre una tierra sin cultivar, todavía despedazada por las botas y las armas como al día siguiente de la guerra. Ésa era la cortina de hierro.
Estaban comiendo en la frontera. El soldado de guardia, un adolescente metido en un uniforme pobre y sucio, un poco demasiado grande para él, como las botas y el fusil-ametralladora, nos hizo señas de estacionar hasta cuando el personal de aduana acabara de comer.
Esperamos más de una hora. Ya era de noche, pero las luces continuaban apagadas. Al otro lado de la carretera estaba la estación del ferrocarril, un polvoriento edificio de madera con las ventanas y las puertas cerradas. La oscuridad sin ruidos exhalaba un vaho de comida caliente.
–Los comunistas también comen –dije, para no perder el humor. Franco dormitaba sobre el volante. 12 –
Sí –dijo–. A pesar de lo que dice la propaganda occidental.
Un poco antes de las diez se encendieron las luces y el soldado de guardia nos hizo acercar al farol para examinar los pasaportes. Examinó cada página con la atención a un tiempo astuta y aturdida de quienes no saben leer ni escribir. Luego levantó la barrera y nos indicó que estacionáramos diez metros más adelante, frente a un edificio de madera con techo de zinc, parecido a los salones de baile de las películas de vaqueros. Un guardia desarmado, de la misma edad del anterior, nos condujo hasta una ventanilla donde nos esperaban otros dos muchachos en uniforme, más aturdidos que duros, pero sin el menor asomo de cordialidad. Yo estaba sorprendido de que el gran portón del mundo oriental estuviera guardado por adolescentes inhábiles y medio analfabetos.
Los dos soldados se sirvieron de un plumero de palo y un tintero con tapa de corcho para copiar los datos de nuestros pasaportes. Fue una operación laboriosa. Uno de ellos dictaba. El otro copiaba los sonidos franceses, italianos, españoles, con unos rudimentarios garabatos de escuela rural. Tenía los dedos embadurnados de tinta. Todos sudábamos. Ellos a causa del esfuerzo. Nosotros a causa del esfuerzo de ellos. Nuestra paciencia soportó hasta el desdichado instante de dictar y escribir el lugar de mi nacimiento: «Aracataca».
En la ventanilla siguiente declaramos nuestro dinero. Pero el cambio de ventanilla fue una cuestión de fórmula: la operación la ejecutaron los dos mismos guardias de la primera ventanilla. Por último –en una tercera ventanilla– tuvimos que llenar por señas un cuestionario en alemán y ruso con todos los pormenores del automóvil. Después de media hora de gestos extravagantes, de gritos 13 y maldiciones en cinco idiomas, nos dimos cuenta de que estábamos enredados en un sofisma económico. Los derechos del automóvil costaban veinte marcos orientales. Los bancos de Alemania occidental dan cuatro marcos occidentales por un dólar. Los bancos de Alemania oriental, también por un dólar, dan sólo dos marcos orientales. Pero el marco occidental y el marco oriental están a la par. El problema consistía en que si pagábamos con dólares, los derechos del automóvil costaban diez dólares. Pero si pagábamos con marcos occidentales sólo costaban veinte marcos occidentales, es decir, nada más que cinco dólares.
A esas alturas –exasperados y muertos de hambre– creíamos haber pasado todos los filtros de la cortina de hierro cuando apareció el director de la aduana. Era un hombre rústico de formas y maneras, vestido con un pantalón de dril sucio de cuarenta centímetros de bota y un raído saco de paño cuyos deformados bolsillos parecían llenos de papeles y migajas de pan. Se dirigió a nosotros en alemán. Comprendimos que debíamos seguirlo. Salimos a la desierta carretera iluminada apenas por las primeras estrellas, atravesamos los rieles, dimos la vuelta por detrás de la estación del ferrocarril y penetramos a un largo comedor oloroso a alimentos acabados de consumir, con las sillas amontonadas sobre mesitas para cuatro personas. A la puerta había un guardia armado de fusil-ametralladora junto a una mesa con libros de marxismo y folletos de propaganda política en exhibición. Franco y yo caminábamos con el director. Jacqueline nos seguía a pocos metros arrastrando los tacones en las sonoras tablas del piso. El director se detuvo y le ordenó con un gesto brutal que viniera a nuestro lado. Ella obedeció y los cuatro seguimos en silencio a través de un 14 laberinto de corredores desiertos hasta la última puerta del fondo.
Entramos a una pieza cuadrada, con un escritorio junto a una caja fuerte, cuatro sillas en torno a una mesita con folletos de propaganda política y un aguamanil y una cama contra la pared. En el muro, sobre la cama, un retrato del secretario del Partido Comunista de Alemania oriental, recortado de una revista. El director se sentó al escritorio con los pasaportes. Nosotros ocupamos las sillas. Yo me acordaba de las aldeas de Colombia, de los juzgados rurales donde no se hace nada durante el día pero que de noche sirven para las citas de amor concertadas en el cine. Jacqueline parecía impresionada.
No puedo precisar cuánto tiempo permanecimos en ese cuarto. Uno tras otro tuvimos que responder a la misma encuesta formulada en alemán por el funcionario más torpe que recuerde en mi vida. Al principio fue brutal. Le explicamos por todos los medios que no éramos espías capitalistas y que sólo aspirábamos a dar una vuelta por la Alemania oriental. Yo tenía la impresión de que él pensaba en un alemán blindado contra el cual rebotaban las palabras inglesas, francesas, italianas, espa- ñolas, e inclusive los gestos más expresivos. Aquel diálogo de locos lo exasperó. Se sublevó contra él y luego contra su propia ineficacia cuando tuvo que romper tres veces las visas estropeadas por los borrones y las enmiendas.
En el turno de Jacqueline la atmósfera se hizo menos dura porque el director se sintió tardíamente interesado por sus rasgos indochinos. Nos explicó por señas que ella podía encontrar en el viaje «un amor de cabello rubio y ojos azules» y en prueba de su admiración personal le concedió una visa gratuita. Cuando abandonamos la oficina nos encontrábamos en el límite de la fatiga y la exas- 15 peración, pero aún debimos perder media hora más porque el director trataba de explicarme con señas, con pedazos de alemán y de inglés, una frase que al fin logramos entender literalmente: «El sol de la libertad brillará en Colombia».
Jacqueline, que era la más despierta, se hizo cargo del timón, y Franco se sentó a su lado para evitar que se durmiera. Iba a ser la una. Yo me extendí en el asiento posterior y me dormí al rumor de los neumáticos que se deslizaban suavemente sobre la autopista lisa, brillante, absolutamente desierta. Cuando desperté empezaba a amanecer. En sentido contrario al nuestro pasaban unos vehículos enormes y despaciosos cuyos faros con viseras orientados hacia abajo apenas alcanzaban a distinguirse a las primeras luces de la madrugada. No pude definir las formas del convoy interminable.
–¿Qué es eso? –pregunté.
–No sabemos –respondió Jacqueline, tensa en el timón–. Han estado pasando toda la noche.
Sólo a partir de las cuatro, cuando la espléndida ma- ñana de verano reventó sobre las inmensas llanuras sin cultivar, nos dimos cuenta de que eran camiones militares rusos. Pasaban a intervalos de media hora en convoyes de veinte y treinta unidades, seguidos por algunos automóviles de fabricación rusa, sin matrícula. En ciertos camiones viajaban soldados sin armas. Pero la mayoría estaban cubiertos con tela impermeable de color militar.
La soledad de la autopista era más apreciable por el contraste con la Alemania occidental, donde hay que abrirse paso a través de los automóviles americanos de último modelo. A pocos kilómetros de Heidelberg está el cuartel general del ejército americano con un cemen- 16 terio de automóviles de más de 3.000 metros a ambos lados de la carretera. En cambio en Alemania oriental se tiene la impresión de haber equivocado la ruta y de viajar por una autopista que no conduce a ninguna parte. Las vallas es lo único que disipa un poco la idea de soledad. En lugar de los avisos publicitarios de las rutas occidentales, allí hay gigantescas caricaturas del presidente Adenauer con cuerpo de pulpo exprimiendo con sus tentáculos al proletariado. Todas las metáforas de la literatura de choque del comunismo resueltas a brocha gorda y con colores llamativos, pero con el presidente Adenauer como representante único y ejecutor absoluto de las atrocidades capitalistas.
Nuestro primer contacto con el proletariado del mundo oriental se presentó de una manera imprevista. A las ocho de la mañana encontramos una bomba de gasolina al borde de la autopista y un poco más allá un restaurante con un letrero en neón todavía encendido: «Mitropa». Es el distintivo de los restaurantes del Estado. Franco llenó los tanques. Luego hicimos un balance de nuestros marcos y decidimos correr el riesgo de una nueva escena de locos para desayunar.
Nunca olvidaré la entrada en ese restaurante. Fue como darme de bruces contra una realidad para la cual yo no estaba preparado. Cierta vez me metí sin preparación a un vericueto de Nápoles en el momento en que sacaban por la ventana de un tercer piso un ataúd amarrado con cuerdas, mientras abajo, en el callejón atestado de niños y mendigos y de carritos con cerdos descuartizados, la multitud trataba de dominar a la esposa del muerto que se despedazaba los vestidos, se arrancaba los pelos y se revolcaba por tierra dando aullidos. La impresión del restaurante fue distinta, pero igualmente intensa; 17 yo nunca había visto tanto patetismo concentrado en el acto más simple de la vida cotidiana, el desayuno. Un centenar de hombres y mujeres de rostros afligidos, desarrapados, comiendo en abundancia papas y carne y huevos fritos entre un sordo rumor humano y en un salón lleno de humo.
Nuestra entrada puso fin al murmullo. Yo, que tengo muy poca conciencia de mis bigotes y de mi saco rojo a cuadros negros, atribuí aquel suspenso al tipo exótico de Jacqueline. A través de ese silencio, sintiendo en la piel un centenar de miradas furtivas, caminamos hacia la única mesa libre situada junto a un descolorido tocadiscos de a medio marco la pieza. El repertorio nos era familiar: mambos de Pérez Prado, boleros de Los Panchos y, sobre todo, discos de jazz.
Una sirvienta uniformada de blanco nos sirvió pan y un café negro con un intenso sabor de achicoria, pero evidentemente –en relación con el salario medio de Francia– mucho más barato que en París y, según pudimos comprobarlo más tarde con relación a los salarios de Alemania oriental, mucho más barato que en cualquier país de Europa. En el momento de pagar, como los marcos orientales no alcanzaron, la mesera aceptó un marco occidental y nos hizo firmar en un papel ordinario la constancia del cambio.
Franco examinaba la clientela con una expresión deprimida. Hay instantes de la sensibilidad que no se pueden reconstruir y explicar. Aquella gente estaba desayunando con las cosas que constituyen un almuerzo normal en el resto de Europa y compradas a un precio más bajo. Pero era gente estragada, amargada, que consumía sin ningún entusiasmo una espléndida ración matinal de carne y huevos fritos.
Franco tomó el último sorbo de café y se tanteó los muslos en busca de los cigarrillos. Pero no los encontró. Entonces se incorporó de una manera ostensible, se dirigió al grupo más cercano y pidió por señas un cigarrillo. Yo apenas alcancé a darme cuenta de que los hombres de las mesas vecinas se precipitaron sobre nosotros con cajas de fósforos, cigarrillos sueltos y paquetes sin abrir, en una alborotada manifestación de generosidad colectiva. Un momento después, desplomada en el asiento posterior del automóvil que volaba hacia Berlín, Jacqueline hizo el único comentario que yo consideraba justo en ese instante:
–Pobre gente.
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