En 1986 el superviviente italiano del holocausto, Primo Levi, escribió su última obra, Los hundidos y los salvados, la conclusión de su análisis sobre la ausencia o la presencia de humanidad en aquellos protagonistas -opresores y víctimas- de la masacre de Auschwitz.
Con una gran capacidad de detalle, hace un intento de ser objetivo al momento de analizar hasta dónde puede llegar un hombre a vaciarse de su humanidad, de la potencialidad de suprimir todo rasgo de bondad y reemplazarla por la sed de miedo y terror que fuera capaz de infringirle a otro ser. Precisamente, analiza y describe la forma en que una persona deja de ser persona al momento de desconocer en el otro su humanidad.
Uno de los interrogantes del autor al terminar su libro es preguntarse a sí mismo si después de Auschwitz, el mundo será capaz de repetir el ejercicio de desterrar del ser humano el atributo de su personalidad; si el odio, el miedo y la opresión estarán presentes de manera permanente en nuestra historia más allá de haber existido el antecedente de los campos de exterminio.
En estos días, cuando me enteré de la condena de Leopoldo López en Venezuela, me acordé de algunas de las preguntas que Levy se planteaba al cerrar su obra, volví a revisar su libro y encontré algunas conclusiones que me alertan y me preocupan.
¿Es posible que en el 2015 un hombre sea condenado a prisión por su forma de pensar, por lo que expresa y por defender las ideas en las que cree? ¿Por ser opositor a un régimen que usa al Estado para aplastar al que piensa distinto?
Lo grave es que, después de todos los abusos de las dictaduras latinoamericanas y las manchas de sangre que marcan las páginas de nuestro pasado, quienes creemos en la libertad y disfrutamos de ella no hagamos nada para ponerle fin a abusos e injusticias como las de Venezuela. ¿No nos debería ahogar (estrangular) la vergüenza por la inacción ante el aberrante abuso de poder de una dictadura?
Uno puede compartir o no las ideas políticas de Leopoldo López, pero hay una imposibilidad de justificar lo que es injusto: su arresto y su condena carecen de legitimidad. Como nos enseña el maestro Gandhi: "Cuando una ley es injusta, lo correcto es desobedecer". No caben dudas de que en casos como este la justicia y el bien solo podrían residir en un comportamiento de rebeldía.
Vuelvo a Levi: "Un país se considera tanto más desarrollado cuanto más sabias y eficientes son las leyes que impiden al miserable ser demasiado miserable y al poderoso ser demasiado poderoso".
Momento de reaccionar: "Es el deber de los hombres justos hacer la guerra a todos los privilegios inmerecidos, pero no hay que olvidar que esto es una guerra sin fin".
Lo que distingue a este siglo XXI de los demás es que la realidad de los países no puede verse desde lo individual. El mundo ya es uno solo, la situación de Siria afecta a Europa, la de Venezuela a Latinoamérica y la de Palestina a Medio Oriente. Si nos queremos hacer acreedores de ser hombres justos de libertad y democracia, estamos llamados a actuar ante la injusticia, sin importar la ubicación geográfica de donde ocurra.
Toda injusticia tiene su actor, pero para prevalecer necesita del silencio de los demás. Mirar para otro lado se convierte en una complicidad necesaria. Asumamos la responsabilidad que adquirimos por nuestra condición de seres humanos de luchar de manera activa contra los abusos de las dictaduras, que todo hombre en este planeta tenga la posibilidad de pensar y expresarse en libertad sin que otro más poderoso le arrebate ese derecho que emana de su condición de humanidad.
Tengamos la grandeza de poder garantizarle a Levi que las cicatrices profundas de los abusos del pasado nos han puesto como objetivo desterrar el miedo y el terror de las páginas del futuro de nuestra historia.
El autor es Vicepresidente de Jóvenes Pro Argentina